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Lod, la ciudad donde la convivencia entre judíos y árabes israelíes se ha hecho añicos

Un coche quemado tras los disturbios nocturnos entre residentes árabes y judíos en Lod, este 12 de mayo.

Emmanuelle Elbaz-Phelps (Mediapart)

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Debería haber sido hora punta, entre viajes de trabajo y salidas de un fin de semana largo por la festividad judía de Shavuot. La autopista debería haber estado intransitable pero, el pasado 13 de mayo, a las 17:00, no había atascos entre Tel Aviv y Lod. Ya no se trata del confinamiento, por la pandemia, el que deja vez a los israelíes en casa, sino la angustia de verse sorprendidos por una alerta de lanzamiento de cohetes desde Gaza lejos de un refugio.

Aún es de día, el toque de queda impuesto la víspera volverá a entrar en vigor a las 20:00... siempre y cuando la Policía vele por su cumplimiento. Las autoridades han advertido de que se prohibirá el acceso a la ciudad a partir de las 17:00. Sin embargo, los hombres uniformados apostados en las rotondas en la entrada a la urbe ya no dan el alto a ningún vehículo. El objetivo: evitar nuevas revueltas en la ciudad entre judíos y árabes que, hasta ahora, convivían como vecinos. 

El lunes por la noche, Moussa Hassouna, de 32 años, era abatido a tiros y, el jueves, los cuatro judíos arrestados, por su implicación en los hechos, salían de la cárcel, aunque tendrán que permanecer bajo arresto domiciliario en un enclave fuera de la ciudad. 

En el distrito de Ramat Eshkol, la atmósfera está cargada de violencia. Los caminos y aceras de la ciudad permanecen llenos de rostros de cristales sin limpiar. Un día antes, ventanas de apartamentos y escaparates estallaban en mil pedazos tras recibir los impactos de las piedras lanzadas para acabar con la coexistencia reinante, pocos días antes, entre judíos y árabes, cristianos y musulmanes. Nadie se plantea ahora trasladar los restos de los automóviles calcinados,  testimonio de esta ira. Los negocios están cerrados, todos sin excepción, con las persianas echadas.

Los uniformes son de color verde oscuro, equipados con chalecos antibalas y cascos antipiedras. Es la Policía de fronteras. Sin embargo, no estamos ni en Jerusalén Oriental ni en Cisjordania, sino en el corazón de Israel. Su última misión informativa antes del anochecer se lleva a cabo en un área de juegos para niños, entre columpios y toboganes. Un poco más allá, en el zoco del casco antiguo, alrededor de cuarenta policías fronterizos, equipados y listos para la acción, discuten y fuman a medio camino entre una Mechina (una escuela religiosa judía de formación militar) y la mezquita de Al-Omari, escenario de los enfrentamientos del día anterior.

La nueva alcaldía, inaugurada meses en plena ciudad vieja, era apedreada en las últimas noches. Peor aún, la antigua alcaldía. El día en cuestión, se ha convertido en el punto de encuentro de los colonos judíos llegados procedentes de todo el país. Lo llaman el "cuartel general". 

"Vivo en el valle del Jordán. Vine a proteger a mis hermanos judíos". Este joven veinteañero se niega a revelar su nombre a la prensa. En la cabeza lleva la kipá, los flecos de su talit sobresalen de su camiseta. Con un gran sonrisa, ofrece alitas de pollo. Todo está organizado aquí, incluido el avituallamiento.

Son un centenar de individuos, la mayoría de ellos de 30-40 años, pero muchos son muy jóvenes, incluso menores. No hay un líder en particular, pero Abraham llama la atención. Es alto, barbudo y lleva en la cintura una herramienta que no pasa desapercibida. "¿Esto? Es una remachadora", explica con naturalidad. Ha viajados desde Afoula, una ciudad a 100 kilómetros de Lod. “Estamos aquí para hacer el trabajo de la Policía, ausente, y proteger las casas de los hermanos judíos en Lod". 

Cuando se le dice que, a diferencia de los días anteriores, la Policía es muy numerosa, incluidos policías vestidos de civil de unidades especiales, no se inmutó: “La Policía es como las macetas de flores, forma parte de la decoración pero es inútil. Si supiera cómo hacer su trabajo, no estaríamos aquí, pero no tenemos otra opción. Esta es nuestra misión nacional".

Abraham y los demás colonos que le rodean se han proclamado protectores de Lod. Al menos, de parte de sus habitantes, los judíos. Están empezando a perder la paciencia, su misión no está clara, nadie da órdenes. Algunos sugieren recorrer la ciudad, hacer una demostración de presencia; otros piensan que aún es muy temprano. La discusión se ve interrumpida por el anuncio en los periódicos digitales de un herido de bala en la Mechina.

No más esperas, es la señal esperada. Un grupo de unos 20 hombres comienza a dirigirse hacia el lugar del incidente. Van armados. Uno con un rifle de asalto tipo M-16, la mayoría con armas cortas. Nadie las esconde, son armas legales. No hay nada improvisado.

El grupo, con paso firme, camina frente a los policías reunidos en la plaza del mercado, con la remachadora y las armas de fuego en el cinturón, palos en mano. Ningún oficial se inmuta.

La llamada musulmana a la oración resuena desde el minarete, a cien metros. Unos sesenta hombres, vestidos de negro y encapuchados en el caso de los más jóvenes, se encuentran en la explanada de la mezquita. Algunos tienen una máscara de gas colgada del cinturón. A veces usan kufiyya, el pañuelo palestino, y no quieren ser grabados ni fotografiados. A sus pies, montones de piedras apiladas, listas para el ataque o la defensa, según a quien se le pregunte. Al ver acercarse a los periodistas, fingen esparcir las piedras.

Cae la noche en Lod. La Policía ocupa el aparcamiento delante de la mezquita. Los cánticos "Allahu Akbar" (Dios es grande) se intensifican. Un helicóptero de Policía sobrevuela la ciudad, con la luz y las sirenas puestas. Añade, sin saber cuál es el fin, más angustia a una noche amenazada por los desórdenes. Se oyen los disparos. La Policía busca un coche. "Un Skoda blanco", dicen los walkies. No lo localizarán.

Los tiradores de la unidad especial de policía se echan al suelo, con los ojos puestos en la mira telescópica nocturna de su rifle, y apuntan. Señalan la mezquita. Los musulmanes más jóvenes de la plaza se dirigen hacia la Policía, usando las cámaras de móvil como escudos. La Policía les obliga a retroceder con botes de humo paralizantes.

El imán de la mezquita de al-Omari, Sheikh Abderahmane, acude a negociar con el comandante jefe destacado en la zona. Esta noche es Eid al-Fitr, celebración de fin de mes de Ramadán. El hombre de la barba negra finamente recortada y larga túnica blanca no quiere ver correr la sangre: “Que los creyentes ocupen la plaza, necesitan sentirse como en casa. Asumo la responsabilidad por ello, no pasará nada. Y tú, protégenos de los colonos judíos".

Teme ataques a través de un callejón que no vigila la policía. El oficial le promete que sus fuerzas permanecerán el tiempo que sea necesario para protegerlos, siempre que los jóvenes bajen de los tejados, donde reúnen piedras y neumáticos. Comienza un incesante viaje de ida y vuelta para el iman. Megáfono en mano, implora a sus fieles que respeten la calma. La mayoría mantiene su palabra, pero una docena de jóvenes parece decidido a desafiarlo.

En un segundo plano, un espeso humo negro. La sinagoga de Dossa arde. Es la octava sinagoga de la ciudad incendiada o destrozada en cuatro días. 

Como para redondear la escena, suena una alarma de cohete disparado desde Gaza. No hay refugios cerca, todo lo que se puede hacer es echarse al suelo, con las manos en la cabeza. Esto no vale para la Policía de fronteras, que no baja la guardia. Tampoco para a los fieles de la mezquita, que aplauden, gritan de alegría Itbah al Yahud  (Masacrar a los judíos) para acompañar las detonaciones. Uno de los cohetes cayó en Ramle, una ciudad mixta fronteriza con Lod, en un barrio árabe, sin causar heridos. La víspera, uno de los misiles de Hamas mató a un hombre de cincuenta años y a su hija de 16 años en Lod. Eran árabes.

De camino a la salida de la ciudad, un grupo de colonos judíos de unos treinta años detiene nuestro vehículo. Se acercan y nos indican que bajemos la ventanilla. Uno pone su mano sobre su M-16, el otro, envuelto en una lujosa chaqueta tipo Rambo, forrada con bolsillos para granadas, mete la cabeza por la ventanilla. Nos mira uno por uno. Estos sherifs improvisados, policías falsos pero autoridades reales, examinan nuestras tarjetas de prensa antes de decidir dejarnos pasar.

Las milicias que patrullan Lod no viven en Lod y terminarán por volver a coger el autobús y regresar a casa. Mientras, se afanan dando órdenes. A unos metros, policías asisten a la escena sin intervenir. Es más de medianoche en Lod y el toque de queda hace cuatro horas que entró en vigor.

Hizo falta que la violencia entre comunidades de ciudades mixtas del país superase los límites del entendimiento para que las fuerzas de seguridad se desplegasen en Lod y en otros puntos. Tres noches después. Hizo falta, entre otras cosas, el linchamiento en Nat Yam, el 12 de mayo, en directo en las televisiones israelíes de Said Moussa, al que sacaron de su coche y apalearon hasta sangrar por ser árabe. El linchamiento también, al mismo tiempo, en San Juan de Acre de Elad Barzilai, atacado con palos y piedras por ser judío.

Las razones de este enfrentamiento repentino y sin precedentes son numerosas: la enérgica intervención de la policía israelí en la mezquita de Al-Aqsa durante el Ramadán, una batalla legal que amenaza con desalojar a las familias palestinas de sus hogares en el barrio de Sheikh Jarrah en Jerusalén Oriental, un calculado esfuerzo de la organización terrorista Hamas para encender la mecha, pero también un año de abismo social, desempleo y pobreza en el contexto de una pandemia, explotado por extremistas de ambos lados.

Hay muchos actores en este caos, pero la responsabilidad es de un solo hombre: el primer ministro de todos ellos, cualquiera que sea su religión, Benjamin Netanyahu. Este mismo Netanyahu que no logra la mayoría ni formar un gobierno después de cuatro elecciones en menos de dos años; este mismo Netanyahu enjuiciado por corrupción; este mismo Netanyahu que, en nombre de su supervivencia política, ayudó a ser elegido diputado a un ultranacionalista, Itamar Ben Gvir, a quien el jefe de la Policía acusa hoy de incitar a la violencia y de hacer todo lo posible por desencadenar una intifada interna.

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Este mismo Netanyahu que, durante la campaña electoral, sabe imponerse de 7 de la mañana a 9 de la noche en televisiones y radios. Ahora, mientras se desata una de las crisis internas más inquietantes de la historia del país, parece haber perdido la dirección de los estudios de radiotelevisión.

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