discípulos de Cervantes

Leer… tal vez soñar: ‘El agente confidencial’ de Graham Greene

Leer…tal vez soñar: 'El agente confidencial' de Graham Greene

Carolyn Richmond

Como de costumbre, la idea (en ciernes) me vino a la mente temprano por la mañana —en este caso, tras haberme soñado encerrada en un laberíntico e infernal mercado municipal.

Había sido invitada, el día anterior, a participar en un taller de lectura sobre el tema de la guerra civil en el volumen de novelas cortas de mi marido, Francisco Ayala, titulado La cabeza del cordero, lo que me permitió volver sobre una de sus obras de invención mejor logradas… a la vez que menos fáciles de comprender a fondo.

En lo de la comprensión estuvimos de acuerdo los asistentes —gente mayor, inteligente, bien preparada— y yo; en cuanto a las razones por las que aquellos relatos hubiesen producido en cada uno de nosotros una sensación de malestar —ya sea intelectual, emocional o hasta corporal—, no hubo, sin embargo, acuerdo alguno (reacción, me apresuro a añadir, que le hubiera complacido, y mucho, al propio autor).

Al irme reponiendo de mi pesadilla y de sus secuelas inmediatas, me siguió rondando por la cabeza aún una cierta sensación de intranquilidad. Así que me puse a recordar, pensar y, sobre todo, esperar a que me acudiesen por sí solas las ideas (la poète travaille…). Fue entonces cuando me vino a la mente la portada —negra, con dos cabezas masculinas: el busto de un señor que lleva puesto un derby londinense debajo de cuya corona se asoman las facciones de un hombre más pequeño— de un gastado ejemplar de la novela The Confidential Agent, de Graham Greene, volumen que, junto con otros de la biblioteca de mi casa de Nueva York, habíamos traído hace tiempo a nuestro piso en Madrid. Es más: recordé habérmela leído, con provecho y placer, un par de años después de que su dueño falleciese.

Remontándome, luego, en el tiempo y el espacio, me acordé de mí misma, de turista, en un viaje de Semana Santa por aquella pobre y pintoresca España del año 1959: la única gringa en un grupo de estudiantes franceses que, además de ser simpatiquísimos, presumían de intelectuales. En aquellas inacabables conversaciones suyas surgía con cierta frecuencia el nombre del escritor inglés Graham Greene, cuyas obras de ficción, muy de moda por aquel entonces, me daba la impresión de que se sabían ellos de memoria (a mí, una joven formal de Nueva Inglaterra, la pasión político literaria de aquellos jóvenes engagés me resultaba cuando menos exagerada...). Apostando por lo seguro, opté, en cambio, por dedicarme a las procesiones, las catedrales y los toros de Osborne (junto con alguna aventurilla de índole particular), y abstenerme de participar en aquellas discusiones de nunca acabar. Con todo, de entre las frecuentes alusiones suyas a autores a quienes no había leído yo, me quedaría grabado en la memoria el nombre de aquel novelista inglés contemporáneo que, quizá por tratarse precisamente de eso —de un escritor angloparlante vivo y activo, en lugar de muerto y transformado en un clásico—, a la muchacha que en aquel entonces era yo, poco o nada le interesaba. 

No creo que estuviera del todo equivocada: cada cosa en su momento, cada momento en su lugar… y yo, tenaz, a mis 19 añitos sólo quería leer, hablar, e inclusive soñar, en la lengua de Molière. Regresemos, pues, ahora a comienzos de la década actual, a mi estantería madrileña y al librito de Graham Green, el cual, como el pastelillo de Alicia, me estaba gritando: “¡LÉEME, ya, de una vez!...”

Obedecí, y al hacerlo poco tardé en comprender, no sólo el entusiasmo de aquellos antiguos compañeros míos franceses, sino también —y sobre todo— la razón por la que entre los pocos libros que mi difunto esposo optara por conservar, figuraba aquel de Graham Greene, cuya primera edición, pronto averigüé, fue del año 1939: el del final de la guerra civil española (conflicto que, según la opinión general, está reflejado en el texto).

De modo alguno quisiera inferir aquí una influencia, ni directa, ni indirecta, de dicha novela de espionaje en los cuatro relatos que, precedidos de un importante Proemio, publicó 10 años más tarde Francisco Ayala bajo el título de La cabeza del cordero. Lo que sí me gustaría señalar es una cierta coincidencia de perspectiva —¿de época? ¿De ideas?— en las obras de los dos escritores, discípulos, cada uno a su manera, de Cervantes (piénsese, sin ir más lejos, en los textos recogidos por este último en La invención del Quijote; o en la novela de Greene, Monsieur Quixote). Recrean ambas obras de ficción lo problemático de una realidad relacionada, directa o indirectamente, con circunstancias históricas vividas por uno y otro creador.

Parafraseando el título de un conocido ensayo de Ayala, se podría preguntar: ¿Para quién escribían ellos? En sendos momentos históricos, como en los que en su día correspondían a la publicación de las dos partes del Quijote, la respuesta resulta ser la misma: para su propio público lector, que no dejaría de ver en el contenido de aquellas obras de ficción contemporáneas un reflejo, directo, de su propia realidad social y personal. Quienes a posteriori leemos esos textos solemos adoptar frente a ellos una cierta perspectiva histórica que ojalá no nos impida valorar la verdad humana plasmada a lo largo de sus páginas: la que les acabará por otorgar su grano de universalidad.

Hay obras cuya acción, por cualquiera que sea la razón, no se cierra del todo, sino que queda en suspenso, como la vida misma, en el fondo tan abierta, tan impredecible… Buen ejemplo de ello: la primera parte del Quijote, con sus consabidas —y felicísimas— consecuencias literarias. Ocurre, también, hasta cierto punto en los textos que aquí nos ocupan, que se aproximan más, como es lógico, a nuestra propia realidad: a la terrible incertidumbre del mañana, a la verdad detrás del espejo, al vacío existencial. “Nunca se sabe nada, nunca” es el estribillo que aparece, una vez y otra, a lo largo de la narrativa ayaliana. “You'll be dead very soon: you needn't tell me that, but now…” (“Estarás muerto bien pronto: no hace falta que me digas eso, pero ahora…”) son las últimas palabras de la novela de Graham Greene. Muchísimas son las preguntas sin respuesta, tanto en ella como en las cuatro novelle de Ayala.

Francisco Ayala

Son inquietantes y ambivalentes, cada uno a su modo, estos dos libros, tan diferentes al mismo tiempo entre sí: reflejos poéticos, no sólo de unas determinadas circunstancias históricas, sino también, y sobre todo, de nuestra condición humana en toda su terrible, y en el fondo, indescifrable ambigüedad. Llega a su fin —eso sí— el argumento propiamente dicho de cada historia en cuestión: se pone punto final a lo novelado; pero se da también la sensación de que el tiempo, sin embargo, no para: de que continúa la vida —la de los personajes de ficción, la de quienes habitamos esta tierra. Como nosotros, aquellos han de seguir adelante con unos recuerdos que se les irán acumulando, como el polvo de los siglos, hasta que solos, sin la compañía, ni del autor, ni siquiera de un último lector, se disuelvan, como las páginas de un libro, en el aire del olvido.

O no. Yo misma llegué a rescatar de mis estanterías aquel polvoriento y quebradizo ejemplar de The Confidential Agent, me lo leí, y al relacionarlo, luego, con el contenido de La cabeza del cordero les concedí a ambos una vida nueva… y a mí misma, entre otras cosas, una salida de aquel soñado y laberíntico mercado infernal.

*Carolyn Richmond, profesora jubilada del Broklyn College y viuda de Francisco Ayala.Carolyn Richmond

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