Los diablos azules

‘El azar y viceversa’

El escritor Felipe Benítez Reyes.

Felipe Benítez Reyes

Felipe Benítez Reyes y el protagonista de su nueva novela comparten paisaje: Rota. Ambos pasan su infancia en el pueblo gaditano, que se convierte en el espacio fundacional de sus biografías. infoLibre ofrece en exclusiva un adelanto de 'El azar y viceversa' (Destino), en las librerías a partir del 28 de abril. El autor de 'Cada cual y lo extraño', 'Las identidades' y 'Vidas improbables' sigue los pasos de Antonio Jesús Escribano Rangel, un buscavidas que "conocerá los caprichos de la buenaventura y de las adversidades, las quimeras cumplidas y los ensueños malogrados, la deriva y el rumbo". Como telón de fondo, la España sombría del franquismo, los años inciertos de la Transición, y el presente, tiempo "de oportunistas disfrazados de redentores", en palabras del escritor. El azar y viceversa

(…) Mi padre nunca se sacó el carnet de conducir, pero fantaseaba con comprarse algún día un Dodge Dart de color rojo y tenía recortada la página de una revista en la que se anunciaba un Dodge Dart de color azul. El día en que se lo llevó por delante la leucemia, la casa se nos llenó de allegados y de susurros reverenciales, como si hablasen delante de un dormido. Por falta de experiencia fúnebre, yo no sabía qué hacer, y conservo en la memoria un detalle chocante: el ataúd tenía la misma tonalidad y el mismo brillo que nuestro mueble bar.

Mi madre, Herminia Rangel Riquelme, montó al poco de casarse una mercería a la que bautizó El Dedal de Oro, imagino que para sugerir el prestigio de las cosas que fulguran, pero no pudo resistir la competencia de El Hilo de Holanda y acabó echando el cierre cuando las cuentas sólo podían escribirse en rojo de sangre, igual que los créditos de las películas de vampiros, lo que tuvo como consecuencia el que durante años nuestra casa fuese un almacén de mercadurías inertes, pues abrías cualquier cajón y te lo encontrabas repleto de carretes de hilo, de muestrarios de botonaduras y de alfileres de novia. Poco a poco, aquellos enseres fueron desapareciendo, en parte porque mi madre cosió durante un tiempo para la calle y en parte porque los regalaba a quien se los pidiese, ya que ella fue muy de dar lo que pudiera, incluida ella misma.

A los pocos meses del cierre de El Dedal de Oro, el 25 de enero de 1958, en el 3º izquierda del número 14 de la calle Progreso, en Rota, provincia de Cádiz, a las cinco y diez de la madrugada, nací yo, Antonio Jesús Escribano Rangel. En mayo de 1962, mi madre tuvo una niña medio muerta que murió a la edad de cuatro días.

Felipe Benítez Reyes: “El novelista no es un notario, sino un embaucador”

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Mi padre, como he dicho, se distraía en revelarme los secretos a voces de la mar: la matemática prestidigitadora de las mareas y sus supeditaciones a los ciclos lunares, el nombre de los peces del fondo abisal y la localización de los principales arrecifes coralinos, la epopeya de las grandes batallas navales y de los naufragios más aparatosos. Muchos domingos nos íbamos a la playa, nos sentábamos en la arena seca o en los bloques del muelle, entre los pescadores de caña de bambú, y me ilustraba sobre cosas invisibles, ocultas bajo la superficie del agua o diluidas en la bruma de la historia de la humanidad. “Parece un monstruo líquido, pero es un fenómeno mecánico”, me decía, orgulloso de ovillar tan finamente sus percepciones, que acerté a interpretar mucho más tarde, pues por entonces me limitaba a memorizar aquellas frases para mí del todo herméticas, por mucho que él me las glosara, empeñado en que aprendiese. Me regaló ediciones infantiles de las aventuras de Simbad y de las malquerencias de la ballena Moby Dick, aparte de biografías ilustradas de Hernán Cortés y de Magallanes, y con aquello viajé por el tiempo, por el mundo, por la historia colectiva y por los quimerismos. Él tenía los siete tomos azules de la Enciclopedia Espasa, que compró a plazos en un momento de optimismo ante la sabiduría concreta, y de ella se valía para dar autoridad a sus disquisiciones: la evolución de los aperos de pesca desde los fenicios —o por ahí— hasta nuestros días, la extensión de cada océano o la biografía intrépida de los almirantes. Tenía también un lunario perpetuo, pues le gustaba estar al corriente de ese tipo de cosas. (Cuando Armstrong pisó la luna con su traje de robot medio sonámbulo y medio acrobático, mi padre, desde su butaca de moribundo, comentó: “Parece que está andando por el fondo de la mar”.)

Tendría yo cuatro o cinco años cuando mi madre, que era hija única, se quedó huérfana y heredó el derecho a arriendo del negocio de mi abuelo, que enviudó muy joven y que murió de viejo doliéndose de su soledad: un puesto de pescadería en el mercado de abastos. Intentó traspasarlo por lo que quisieran darle, al gustarle poco aquello, que al fin y al cabo era una morgue, pero, ante la falta de postulantes, acabó regentándolo ella, con lo cual se estableció en nuestra familia una especie de simetría: mi padre hablaba de la mar y mi madre vendía los cadáveres de la mar.

Ella entretenía el ensueño de descender de un tronco familiar aristocrático, de una rama tronchada de linajes principales de la provincia, por tener sus dos apellidos resonancias ilustres: Rangel, originario de un señorío luso lindante con Extremadura, con descendientes asentados en Sanlúcar de Barrameda al servicio de la casa ducal de Medina Sidonia y emparentados en el XIX con un segundón de la casa marquesal de Benamejí, y Riquelme, prestigiado por un regidor de hidalguía probada en la chancillería de Jerez de la Frontera en el siglo XVII y criador de caballos cartujanos para suministro de las casas reales de media Europa, aunque no me haga usted mucho caso en los detalles de este particular, como nadie se lo hacía a ella, ya que el hablar de los delirios ajenos conduce de por sí a la imprecisión, sin duda porque los delirios resultan imprecisos incluso para quienes los sustentan, y mi madre liaba a veces la cadena de su estirpe. Lo más raro de todo es que mi bisabuelo materno iba por el pueblo halando de un borriquillo y pregonando la verdura de la huerta de la que era colono, y que mi abuelo, como le dije, era pescadero, de manera que mucha maña y mucha prisa tuvieron que darse los Rangel en precipitarse a la sima de la escala social, por no hablar de los Riquelme. Entre las leyendas familiares que alimentaba mi madre, destellaba con la luz de los seres mitológicos la figura de una tatarabuela suya, por la parte de los Riquelme, que había tenido cortijos y una bodega de moscatel y de anisados, hasta que se casó con un calavera bonito de Bornos, amigo de la elegancia y de la noche, que dilapidó a pulso la hacienda de nuestra antepasada. Aquel medio dandy rural fue, según ella, el culpable de la caída de la noble casa de los Riquelme, al menos en su ramificación roteña, pues había enjambres de Riquelme por el mundo que refulgían de prestigio social, de distinción y de activos y pasivos saneados, y mi madre nunca perdió la esperanza de que alguno de aquellos parientes, por fidelidad al linaje, la invitase algún día a una boda o al menos a un bautizo. Ella, en fin, se vivificaba el ánimo y su afán de mundanismo con aquellas mixtificaciones, pero el caso fue que acabó vendiendo pargos y jureles frescos de la bahía en el puesto número 7 del mercado de abastos, siempre adornada ella con sus pendientes de oro y con su pulsera de oro con monedas de oro, que más parecía una emperatriz que jugaba a ser pescadera en una mascarada en los jardines de Versalles que una pescadera que jugaba a su modo a fingirse emperatriz, hasta el punto de que una vez se dejó engatusar por el vendedor ambulante de una empresa dedicada a la venta de escudos de armas: le encargó los de sus dos apellidos y a las pocas semanas llegaron por correo los blasones enmarcados. El de los Rangel tenía cinco flores de lis. El de los Riquelme, un casco de plata sostenido por un brazo de plata, en campo de gules. Los colgó en el salón. “De ahí venimos nosotros. No lo olvides”.

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