El cuento de todos

Llegar a cualquier parte

El escritor Eduardo Mendicutti.

Eduardo Mendicutti / Beatriz Rodríguez / Juan José Téllez

(Comienza Eduardo Mendicutti)Eduardo Mendicutti

Se dará una vuelta por preferente. Aunque la clase preferente en estos trenes de largo recorrido, pero de medio pelo, ya no es lo que era. Desde que, en días laborables, los mayores de sesenta años tienen un descuento del cuarenta por ciento, la clase preferente es como una residencia rodante de ancianos y ancianas sin el menor atractivo. Aunque alguien pique, eso no garantiza nada. Antes, si alguien de preferente picaba, había bastantes posibilidades de que el asunto terminara bien. De todos modos, conviene echar un vistazo. Cuando se está con el agua al cuello, no se pueden descartar oportunidades.

— Joven, ¿sabe si este tren lleva cafetería?

— El siguiente vagón, señora.

Para llegar a preferente, Aurelio debe pasar por cafetería. Allí está la señora que viaja a su lado, en clase turista, y que hace un rato le preguntó por aquel vagón. Esta mañana, en Cádiz, Aurelio sólo tenía cien euros y se ha gastado casi ochenta en el billete a Madrid. A Madrid porque nunca se sabe. Quizás pueda bajar en Sevilla, o en Córdoba, y entonces habrá tirado la mitad del dinero. Es difícil que eso ocurra, sería necesario que alguien que vaya a Sevilla o a Córdoba entrase al trapo, con todas las consecuencias, antes de llegar a su destino. Este tren sólo hace dos paradas intermedias a lo largo de su recorrido: Sevilla Santa Justa y Córdoba. La señora que viaja a su lado está ahora intentando pagar un café con leche y una magdalena con un billete de cincuenta euros. La chica de la cafetería le pregunta si no tiene un billete más pequeño y la señora hurga en su cartera. Aurelio puede ver que la señora sólo lleva billetes de cincuenta, bastantes. Ahí lleva por lo menos quinientos, seiscientos euros. Con eso, Aurelio solucionaría un par de semanas. Quizás en algún momento, a punto de llegar a Sevilla, o a Córdoba, o a Madrid la señora deje la cartera a mano y se descuide.

El vagón número tres de preferente es el que tiene menos asientos. Hay un gran espacio vacío, quizás para sillas de ruedas, o para alguna camilla, supone Aurelio. Como enseguida se da cuenta de que, salvo los viajeros que comparten mesa al fondo del vagón, el resto viaja en dirección a la marcha, Aurelio decide recorrer los tres vagones de preferente de un tirón y, luego, volver poco a poco, de cara a los pasajeros, fijándose bien en todos. Y en todas, claro. Aurelio sabe perfectamente que muchos y muchas se fijarán en él. Aurelio es guapo. Y sexy.

— ¿Va en preferente?— le pregunta la azafata, que ya viene de vuelta con el carrito de los periódicos.

Aurelio dice que sí y le pide un periódico deportivo. El periódico lo deja en un asiento vacío que encuentra en el primer vagón del tren, al fondo, y enseguida se da la vuelta y emprende el regreso muy despacio, buscando la mirada de los pasajeros y pasajeras. Un tipo enchaquetado y encorbatado le sonríe. Aurelio le guiña un ojo. Esa cara le suena. Claro que le suena. Es un político, claro que sí. De derechas, fijo. Aurelio sigue caminando, despacito. Pero vuelve la cabeza y sorprende al tipo que también ha vuelto la cabeza y le sigue con la mirada. Ahí puede haber asunto. Esperará un rato en la cafetería y seguro que el tipo enchaquetado y encorbatado aparece por allí.

En el segundo vagón de preferente no ve a nadie interesante. Pero en el tercero viaja una señora arregladísima, pintadísima, seguramente operadísima, con un perro minúsculo dentro de una bolsa de Louis Vuitton. La señora mira a Aurelio de arriba abajo. Ahí también puede haber asunto. Aurelio le hace al perro una cucamona y el perro, o perra, protesta con muy poquita energía. La señora regaña a Kiki. El perro o perra se llama Kiki. Seguro que también aparece enseguida, con su dueña, en la cafetería.

En la cafetería ya no está la señora que viaja a su lado. Aurelio tendrá que medir bien los tiempos. Supone que la señora también va a Madrid, pero quizás no. Aurelio tiene que vigilar bien la cartera de la señora, ahí hay metálico. Bastante. Aurelio decide rápido: volverá a su asiento y seguro que el tipo enchaquetado y la dueña de Kiki asoman el careto en algún momento. Su compañera de viaje le recibe con una sonrisa muy cordial. Lleva el bolso entreabierto y se ve la cartera.

Antes de sentarse, Aurelio ve, dos asientos detrás del suyo, a una muchacha preciosa que le mira como si acabara de descubrir al hombre de su vida. El chico que va a su lado debe de ser su novio.

Aurelio no sabe si le gusta más la muchacha o el novio de la muchacha.

(Sigue Beatriz Rodríguez)Beatriz Rodríguez

Le encantan las parejas guapas, especialmente si ellos son guapos, porque las mujeres que buscan la belleza, las que no se conforman con el sentido del humor, la inteligencia o las manos bonitas, suelen ser más interesantes, más seguras, más hombres. Sin embargo ella tiene esa mirada perdida que denota exceso de diazepam o una vida interior muy pobre. Infinita mirada de decepción, siendo escandalosamente joven.

Hablan bajito, y si él sube la voz ella le increpa enseguida. Hay cierta actitud de crítica neurótica en el tono de la conversación, aunque ambos arrastran las sílabas con pereza, como si estuvieran convencidos de que no van a entender nada de lo que se están diciendo. El guapo tiene esa pinta de golfo silencioso, capaz de aguantar y callar las inseguridades más encantadoras, seguro que las llama así. Le gusta dominarla en la cama, aunque le gusta más tenerla controlada afectivamente. Esa sumisión no tiene precio, piensa Aurelio.

Podría planteárselo si bajasen en Córdoba o en Sevilla, pero para llegar a Madrid no le sirven. Estaría encerrado en un cuarto de baño con alguno de los dos antes de pasar por Ciudad Real, y entonces habría desperdiciado todo el trayecto y los 80 euros. Le repugna tener que controlar el deseo, se siente incómodo ante el orden matriarcal que impone la abstinencia como medida de control sobre el macho. Él no está en esa liga.

También podría utilizar a la pareja bonita para atraer al político, parece más fácil que la dueña de Kiki. Hay que saber cómo hacerlo. Los hombres de derechas son asombrosamente abiertos en estas cuestiones, pues han aprendido que la prudencia, el disimulo y el tabú son los ingredientes fundamentales para engordar deseos. Ser cínico y cursi al mismo tiempo es el alma de la testosterona reaccionara. Fórmulas químicas muy lucrativas, piensa Aurelio mientras lanza otra sonrisa a la azafata, que ha pasado ya dos veces delante de su asiento fingiendo una atención inusual hacia las necesidades de la clase turista.

Entonces baja la pequeña bolsa de cuero que depositó en el portaequipajes superior y se traslada con ella de nuevo hacia el vagón de preferente, buscando los asientos vacíos que vio de pasada hace unos minutos. Coloca la bolsa en el asiento de ventanilla, y la abre con cuidado. Lleva algo de ropa interior, una camisa limpia y un par de zapatos de vestir, incómodos para viajar, aunque no para los buenos restaurantes. Dentro de uno de ellos está la pitillera que compró en Nueva York. También lleva la caja de música, pero para esta ocasión encuentra la pitillera más apropiada. Mira su reflejo en la cara de plata, la otra es de un cuero marrón muy oscuro. Abre la mesita plegable que tiene frente a él, en el respaldo del asiento de delante, y coloca la pitillera sobre ella mientras juguetea un rato con el encendedor que siempre lleva en el bolsillo derecho del pantalón. Allá vamos. Saca un cigarro. Lo enciende.

(Continúa Juan José Téllez) Juan José Téllez

Cada día la juventud está más preparada, no cabe duda. La azafata, por ejemplo, debe reunir la nariz de un perfumista o de un bodeguero y el sentido de orientación de los delfines. No tarda treinta segundos en plantarse frente a Aurelio, esta vez sin el gesto cómplice que Alfred Hitchcock imprimía a las damiselas de los expresos. Más bien le increpa ahora con cara de Boletín Oficial del Estado: “¿No sabe usted que en los trenes no se fuma?”. El le responde con gesto de sorpresa, como si no hubiera usado el ferrocarril desde la era de los ferrobuses: “Disculpe, señorita”. “Señora —se defiende ella con un feminismo pedestre, de andar por casa y de aguantar muchos piropos de albañiles a su paso por las obras­­— Señora, desde la cuna”.

El repiqueteo de un teléfono móvil canta segundos fuera. Ella mira hacia donde el guapo que esclaviza a la guapa, que esgrime un aifon de última generación, pulsa la tecla de la llamada entrante y conversa con la contundencia de los empleados de tómbola. La azafata duda entre expulsar al fumador, que tiene un no se qué que le enternece, o recordarle al telefonista que sólo se puede usar dichos artilugios en las plataformas situadas entre vagón y vagón. Sin embargo, la eficaz funcionaria dimite de ambos frentes cuando una voz de tarjeta dorada empieza a lanzar ayes lastimeros desde el servicio.

El descuidero se vuelve hacia la pareja sadomasoquista de baja intensidad. El nota se levanta, con el portátil en ristre, dando voces, gesticulando como si su interlocutor pudiera verle. Se pierde hacia el otro vagón con la vehemencia de un lancero bengalí que iniciara una carga a sable. Ya no le gusta un pelo. La novia se queda sola pero no parece sola. Le acompaña esa mirada ansiosa que vuelve a clavarse en los ojos de Aurelio, como si le estuviera suplicando huye conmigo hacia un lugar donde pueda jurar que nunca más pasaré hambre; como si le exigiera hazme feliz o hazme el amor de una puta vez, como si le invitara a saltar del vagón en marcha y cruzar la frontera de sus propias vidas.

— Por favor, caballero, ¿puede usted ayudarme?

La azafata ha vuelto grupas y reclama a Aurelio que le auxilie como si fuera un trabajo forzoso en justo pago por haber encendido un cigarrillo en un lugar público. Entre él y la joven de la mirada diazepam han pasado ya varios regimientos de ángeles. Se vuelve cabreado por el encanto roto, pero dispuesto a no llamar la atención más de la cuenta: “Lo que usted quiera, señora”. Esta vez ha evitado a conciencia el diminutivo. La expresión le cambia cuando advierte que se trata de ayudar a salir del lavabo a su compañera de asiento, esa dama que seguramente cree que en España sólo existen billetes naranjas y de 140 milímetros de ancho. La puerta del servicio está semicerrada pero por su vano no cabe la anciana. Saca mucho uno de sus brazos, tal que pretendiera que le jalasen y le salvaran de caer por los bloques del Campo del Sur.

Aurelio intenta tranquilizarla. Le ha dado ya un par de veces al botón automático de la cerradura. Como cuando se atascan las letrinas de La Alameda o del Parque Genovés. No sabe si le molesta más que no haya funcionado de inmediato o que a la azafata ni siquiera le haga falta decirle menudo gilipollas si yo ya lo he probado antes: “¿Ha intentado usted darle a los botones del interior, oiga?”. La devoradora de magdalenas pincha dos o tres veces en ellos, con la misma suerte con que las tragaperras permanecen quietas cuando Aurelio atraganta sus ranuras.

Kiki llega ladrando con su cadencia bisexual. Su ama taconea detrás de él, se entromete en el grupo, pero con la pericia de un jugador de rugby abandona la melé y persigue al chucho en dirección a preferente. Aurelio decide entonces sacar músculo. Mete su pierna y su brazo derecho por el hueco que le deja la portezuela, a pesar de que le entorpece la maniobra el cuerpo fugitivo de la prisionera del urinario. Hace palanca con todas sus fuerzas y se obra el milagro. La mujer sale al exterior con la misma alegría y la misma angustia que si hubiera podido montarse a tiempo en una de las lanchas salvavidas del Titanic.

De vuelta al asiento, la recién liberada echa mano al abrigo de su chaquetón y, en lugar de un frasco de sales, saca una petaca con aroma Four Roses. Le pega un lingotazo y lo ofrece a la azafata, que vuelve a ponerse en modo dignidad, eleva la barbilla y le anuncia que está de servicio. Aurelio le acepta el trago, justo cuando la vieja echa de menos su cartera. Aquel cajero de piel cargado de billetes de 50, que tanto le deslumbrase en la cafetería, ha desaparecido. Seguro que se le ha caído dentro del mingitorio, deduce él. Pero —escucha el remoto eco de su padre—­­, seguro no hay nada, salvo la muerte.

El guapo vuelve con el móvil echando humo. Ahora se parece a El grito de Edvard Munch. El político contempla el paisaje con la mirada impenetrable de quien espera a que le preparen un discurso de investidura. Aurelio, en esa nueva encrucijada, se pregunta qué hacer. Quizá daría demasiado el cante si se hiciera el longuis y volviese a por ella. Por un momento, parece que el vagón está lleno de ojos que le vigilan. ¿Qué habría hecho su abuelo, que mangaba carne de bragueta en el matadero?¿Qué haría su papá, que pasó más de una noche en la Prevención cuando le trincaban mangando los hallares a los guiris en las bullas de Semana Santa, las Fiestas Típicas y la Velada de los Ángeles? Jiñarse, hocicar o tirar para adelante. Como los buenos. No le queda otra.

(Lo cierra quien lo empezó, Eduardo Mendicutti)

Eduardo Mendicutti

En el retrete averiado no está la cartera. Alguien, quizás la azafata con ínfulas de señora de toda la vida, ha pegado en la puerta del retrete el correspondiente aviso de “Averiado”, pero, en realidad, averiado solo está el dichoso pestillo, así que Aurelio sabe que si entra y deja la puerta entreabierta no ocurrirá nada incómodo para nadie, ni siquiera si le da un repente y utiliza el váter o el lavabo o el secador de mano.

De momento, no puede perder ni un segundo en nada de eso. Busca por allí la cartera llena de billetes de cincuenta euros de la señora que viaja a su lado. Pero la cartera no está. Ni siquiera en la papelera rebosante de servilletas de papel mugrientas. A pesar de darle un asco de morir, Aurelio hurga en la papelera, pero nada, la cartera no aparece. No tiene más remedio que lavarse las manos, y le sorprende la voz de falsa señora de toda la vida de la azafata.

— ¿Es que no ha visto el cartel de “Averiado”?

— Averiada sólo está la puerta, señora. Déjeme en paz. ¿O es que quiere guerra?

Aurelio ha pronunciado la palabra “guerra” con un tonillo obsceno que la azafata espanta llamando “imbécil” a aquel pasajero tan maleducado y tan guapo, el bandido, y luego opta por quitarse de en medio porque una señora de toda la vida no puede juguetear con semejantes provocaciones.

Cuando Aurelio vuelve a su asiento, la muchacha del asiento de atrás le mira a los ojos con esa mirada asfixiada y pedigüeña que, de repente, le da miedo. Al lado de la chica, su novio dormita en una postura que denota tensión, y tiene bien agarrada de la mano a la muchacha. Aurelio comprende que aquella chica está cavilando la mejor forma de escapar. Tiene que olvidarse de la pareja, no tiene él ni cuerpo ni ánimo ni bolsillo para rescatar a muchachas que quizás no estén seguras, la criaturas, de querer que las rescaten.

En la estación de Sevilla Santa Justa baja la bruja de la perra, o del perro, y se queda unos segundos mirando en dirección al primer vagón de clase turista, justo pasada la cafetería. Aurelio los ve desde su asiento y piensa que seguramente está desperdiciando una excelente oportunidad de aliviar sus agobios de dinero durante unos días, pero el perro o la perra de la bruja parece más necesitado que la propia bruja y eso a Aurelio le da un poco de repelús.

En la estación de Córdoba se baja el político de derechas, y también se queda mirando unos segundos al primer vagón de clase turista, parece claro que espera que haya suerte y se baje también en Córdoba aquel chulazo tan guapo y tan sexy. Pero el político enseguida se la da vuelta para saludar a un grupito de más políticos de derechas vestidos y peinados todos como Eduardo Inda, entre ellos un mozalbete que lleva escrita en la cara y el lenguaje corporal su misión de servirle de descanso del guerrero. Qué pereza, y qué grima, piensa Aurelio.

Aurelio se tomaría muy a gusto un café. Recuerda que sólo le quedan un billete de veinte euros y unas monedas. Saca las monedas del bolsillo y las cuenta: una moneda de cincuenta céntimos, una moneda de diez céntimos y dos monedas de cinco céntimos. Adivina que no le llegan para un café y no quiere cambiar el billete. Ya se sabe lo que pasa cuando se cambia un billete.También comprende que es un poco precipitado y redundante invitar a la señora de la cartera desaparecida a otro café y más magdalenas, ya se las apañaría él para que al final ella le invitase y, además, podría comprobar si ha perdido o no la cartera. ¿Y si la ha perdido? Le tocaría a Aurelio cambiar el billete para pagar dos cafés y, al menos, otra magdalena. A pesar de eso, cuando ya han pasado Ciudad Real, decide arriesgarse:

— ¿Quiere un café en la cafetería? Le invito.

— Gracias, hijo. Ya me lo he tomado. Con una magdalena muy rancia. Y eso que me vendría bien coger fuerzas. Mi hijo y mi nuera me esperan en la estación, pero llevo dos maletas grandísimas y no sé cómo voy a salir con ellas.

Aurelio vislumbra una posibilidad de algo, no sabe muy bien de qué. Pero una posibilidad.

— No se preocupe por eso, señora —dice–, yo le ayudo.

La señora le da las gracias y le dice que va a ser su salvación por segunda vez, y Aurelio comprende que ya la tiene en el bolsillo. Luego, la señora le pregunta si vive en Madrid y en qué trabaja.

— Vivo donde puedo, señora —dice Aurelio, y lo dice de tal modo que sabe que no es necesario añadir más para que la señora lo entienda todo y se compadezca.

— Pobrecito —dice, en efecto, la señora.

Así que, cuando el tren llega a Atocha, Aurelio baja las dos maletas de la señora, grandes y pesadas como hormigoneras, y las lleva hasta donde esperan el hijo y la nuera de la buena mujer. El hijo de la señora también va vestido y peinado como Eduardo Inda, y la hija se da un aire a Cayetana Álvarez de Toledo. La señora los besa con mucha devoción, como solo una madre puede besar a unos hijos que han llegado a donde ella nunca soñó que pudieran llegar. Luego se vuelve a Aurelio, saca su cartera del fondo del bolso, coge uno de los billetes de cincuenta eros y se lo tiende. Aurelio hace el paripé de resistirse.

— De ninguna manera, señora —dice—. Ha sido un placer ayudarla.

La señora insiste sin decir palabra, ante la mirada acalambrada del hijo y la nuera, y Aurelio ya no es capaz de rechazar el billete.

— Se lo devolveré, señora —balbucea—. Deme su dirección y se lo devolveré.

— ¡De ninguna manera, mamá! —el hijo salta como la alarma de un coche tanteado por una ganzúa—. Mal está que te pases con las limosnas, pero tu dirección ¡de ninguna manera, mamá!

Aurelio mira a los ojos al niñato de mierda y sabe lo que tiene que decir y lo que tiene que hacer.

—  No se admiten limosnas, hijo de puta —dice, y tira el billete a los pies del niñato.

Luego, se da la vuelta, sube la escalera mecánica, sale de la estación y respira hondo. Un billete de veinte euros, y setenta céntimos en monedas, no dan para mucho. Pero para algo dan. Al menos, para aguantar el tirón con la cabeza alta, seguir intentándolo y llegar de verdad, alguna vez, a cualquier parte.

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