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Los diablos azules

Rafael Reig: “Es más divertido leer al Arcipreste de Hita que el Marca”

Rafael Reig: “Es más divertido leer al Arcipreste de Hita que el Marca”

Juan Cerezo

Como lector y admirador confeso del Manual de literatura para caníbales que apareció en 2006, me diste una alegría cuando me propusiste una precuela que abarcara desde la Edad Media hasta el Siglo de Oro. La sorpresa es que has escrito un relato más apasionado y contagioso que el anterior, y a la vez con muchísima sabiduría.

PREGUNTA: ¿Qué le dirías a un lector medio que cree que las obras clásicas no le hablan a él, o que son mera arqueología?

RESPUESTA: Que se está perdiendo algo. Un clásico es un libro que habla al que le lo lee, en cualquier época, un libro del que tenemos que apropiarnos y leerlo como si estuviera dirigido a nosotros. La gente se preocupa mucho por comer algo sano, reducir el consumo de alimentos demasiado procesados o tener una dieta equilibrada, pero luego lee cualquier cosa. Leer sólo las novedades es como alimentarse sólo de chuches y bollería industrial. Así te salen michelines en la inteligencia, un flotador de grasa alrededor del alma, obesidad mórbida en tu forma de razonar. Para mantenerse sano hay que incluir elementos de toda la pirámide lectora en tu dieta: el solomillo de los clásicos, la fruta fresca de la poesía antigua, las legumbres de los griegos y latinos, y alguna vez las golosinas de las novedades.

P: Los viajes en el tiempo en el delirio quijotesco del protagonista, encerrado en el sanatorio, ¿son para entender la novedad de lo que supusieron algunas obras, o para demostrar que el Poema de Mío Cid, Villon o La Celestina son nuestros contemporáneos?

R: Para ambas cosas. Por un lado no debemos perpetrar “romanos con reloj de pulsera”. Hay quien lee una cosa medieval y acaba preocupado por la escasa sensibilidad ecológica del Cid Campeador. Menuda idiotez. Leer a Chaucer convencido de que es igual que nosotros es de mentecatos: la literatura está precisamente para esa gran aventura que es situarse en el punto de vista de otro, incluso de una cultura que es otra. Nada hay más emocionante que ver el mundo desde los ojos de alguien que creía que la tierra era plana y que existía el demonio, por ejemplo. Los lectores más simples son las personas más simples: incapaces de aceptar que los demás piensan de otra manera. Creen que en el fondo todos piensan y quieren lo mismo que ellos, aunque digan lo contrario por conveniencia o para discutir. Por fortuna, la vida real es mucho más complicada y leer nos ayuda a ver al otro desde su propio punto de vista. Un libro es una ventana que da a otro mundo, a una época distinta, a un ser humano diferente. Por otra parte, esa ventana también nos refleja, porque la posibilidad de ver desde otros ojos, nos ayuda a comprendernos, a vernos desde fuera. Los clásicos nos devuelven la mirada y nos empujan así a saber quiénes somos.

P: La novela homenajea ente otros al Lazarillo en un divertidísimo capítulo. A tu juicio, ¿qué tiene esa historia, de un escaso centenar de páginas, para considerarla la primera novela moderna?

R: Resuelve el problema que está en el origen de la novela moderna: cómo contar una vida humana. No la de un santo o un héroe, sino la de cualquiera de nosotros. De eso tratan las novelas y es Lázaro quien nos enseña cómo contarnos a nosotros mismos quiénes somos. Lázaro escoge un punto, el caso, que se convierte en el vértice de una pirámide. ¿Por qué Lazaro hace lo que hace, es decir, consiente que su mujer se acueste con el arcipreste, mira para otro lado y pone la mano? Porque toda su vida, esa pirámide que se va ampliando hacia el pasado, conduce a esa situación, la hace inevitable: es lo que la sociedad de su época le ha enseñado. Ha estado con un hidalgo y sabe qué es el honor en realidad, ha estado con un vendedor de bulas y sabe qué es la fe, etc. En cada uno de nuestros actos, en cada caso desde el que nos vemos, está implicada toda nuestra vida y el conjunto de la sociedad, ésa es la genialidad absoluta del invento de Lázaro de Tormes. Nos enseña a conocernos, a contarnos, a pasarnos a limpio.

P: Toda narración necesita un antagonista, o un conflicto contra él. Aquí lo serían los clérigos, los petrarquistas, los culteranos… Pero Petrarca ¿no fue también un adelantado a su tiempo, un modelo de éxito que dejó honda huella?

R: Tan honda que murió de éxito. Fue imitado durante tres siglos y al final, antes de leer a Petrarca, todo el mundo había leído a sus imitadores, con lo que perdía todo interés, ya olía a naftalina. De Petrarca hay que rescatar su manera de leer, con pasión y libertad; su búsqueda de una forma de escribir desatada, sin ataduras de género, que en sus cartas se convierte en algo tan sugerente y variado como lo serán luego los ensayos de Montaigne; también, a pesar de toda su pedantería, su fe en una cultura orientada hacia la vida, porque Petrarca leía a los clásicos para aprender a vivir con más intensidad su presente. No hay arqueología en él, sino conciencia de que los clásicos tienen algo que decirnos. El ejemplo más resplandeciente es cuando encuentra las cartas privadas de Cicerón y, en el acto, se pone a contestarle, como si no le separaran de él siglos, como si fuera su amigo y pudieran comentar el mundo juntos. A mí me gustaría leer así, sin tanto respeto, pero con más pasión.

P: A diferencia de él, Cervantes parece un aspirante a todo, pero sin el reconocimiento anhelado, ¿tal vez por el éxito arrollador de Lope, por culpa de la maldita vida literaria? ¿Qué lectura moderna se extrae de ello?

R: Cervantes fue un arribista, un tipo obsesionado por tener éxito, un ambicioso que siempre se consideraba maltratado. Probó todo lo que se puso a su alcance, lo que estaba de moda en cada momento: novela pastoril, relatos picarescos, comedias, novela bizantina, etc. Estaba pendiente de las academias, de los suplementos literarios, de los críticos, de las tendencias, de los premios; escribía mirando de reojo al mundo literario. No era ajeno ni al rencor ni a la envidia. Un día, viejo y cansado, dio un portazo y cerró de golpe esa salida al mundo de las letras, del que debía de estar hasta la coronilla. Y abrió la ventana, esa ventana que da a la vida, y se puso a escribir sin pensar en el éxito ni en las ventas ni en los críticos ni en el prestigio. Entonces fue cuando de verdad escribió algo invulnerable y duradero. Esa es la lección. Y sin embargo el Quijote fue leído como una charlotada, una lectura fácil y para reírse. Y Cervantes murió convencido de que sería su siguiente novela la que por fin daría la campanada. Esa es la lección amarga: hasta el final se comportó como un acreedor, como alguien a quien se le debía algo.

P: El final de la novela, ese conmovedor huerto deshecho de Lope de Vega, ¿no es también una reconciliación con Cervantes? Para los que lo hayan olvidado, ¿por qué hay que reivindicar las Rimas de Tomé Buguillos?

R: Lope se convirtió en ese viudo conmovedor, ese tipo que lleva toda la vida peleando con su mujer y, cuando ella se muere, se da cuenta de que la quería mucho más de lo que pensaba. Tras años de peleas con Cervantes, cuando éste murió, Lope empezó a comprender el valor del Quijote, hasta el punto de que se propuso escribir el equivalente al Quijote en poesía: eso son las Rimas de Tomé Burguillos. Tras siglos de literatura amanerada y escrita para intelectuales, Cervantes y Lope quieren devolver la literatura a la vida, a la gente corriente, a lo que sucede en la calle. El Quijote y las Rimas de Burguillos son el mismo esfuerzo para que la literatura vuelva a decir algo de verdad, en lugar de parecerse cada día más a la filatelia o la numismática, a un entretenimiento para los pocos que entienden de monedas y sellos.

P:

Desde las jarchas, como brote lírico puro, hasta los muchos poemas clásicos y modernos (de Eliot, Vallejo, Baudelaire, Claudio Rodríguez…) que se enhebran en el relato, estas Señales de humo son también una antología poética universal. ¿Qué hace un narrador como tú con tanta sabiduría poética?

R: La poesía forma parte de la pirámide lectora de la que hablábamos antes. Hay que leer poesía cada día, como hay que tomar una pieza de fruta. A ser posible de alguna fruta desmontable, imagino. Si no tomas fruta, te dará escorbuto. Si no lees poesía, te dará pena de ti mismo. Cuando era niño, aprender de memoria poesías en el colegio era lo habitual, como lo era hacer redacciones, y yo agradezco mucho esa educación. Entonces si tú preguntabas en una fiesta dónde estaba una chica, no era raro que alguien dijera: “Por ahí andará, del salón en el ángulo oscuro”, y otro añadiera: “Esperando la mano de nieve, que debe de ser la de Carlos”. Hacíamos bromas con Bécquer como ahora los chavales las hacen con anuncios de la tele. La pérdida es penosa, en mi opinión.

Yo leo en The Guardian la sección El poema de la semana y no entiendo por qué aquí nunca se hace algo parecido. Cada día es valioso y, si reservas un rato cada día para leer un poema, le das más valor al día, te respetas a ti mismo y recibes a cambio felicidad. Cuando tenía un blog, comentaba cada pocos días un poema o un cuadro y esas entradas sobre Larkin, Ferrater, Rembrandt o Bacon multiplicaban el número de visitantes. Sin duda porque lo intentaba hacer siempre con la misma sencillez y pasión, con el mismo cariño con el que le regalaba de joven a un amigo un libro de César Vallejo y le decía: “Tú no puedes perderte esto”. Sobra pedantería y falta pasión, que es lo que de verdad contagia las ganas de leer. Por desgracia, cuando lees en la prensa algo sobre cultura, sueles echar algo de menos: la sensación de que el que escribe eso haya recibido algún placer al leer, ver una exposición o escuchar un cuarteto.

P: El lector podrá polemizar, además, con cuestiones explosivas que la novela plantea: La invención del amor ¿fue el origen del individualismo y la sociedad mercantilizada o fue al revés? ¿Existe la lucha de clases en la literatura además de entre los escritores? ¿Da la literatura lo mejor de sí sólo cuando tiene en cuenta la cultura popular?

R: Siempre he dicho que hay que escribir para decir algo con lo que se pueda no estar de acuerdo. Si escribes para decir algo con lo que no haya más remedio que estar de acuerdo, estás escribiendo sandeces: la lluvia moja, los puñetazos duelen, en invierno hace frío. No sólo eso: es un ademán totalitario, porque anula al interlocutor, ya que no tiene opción. En ese sentido mi novela es “de tesis”, se puede o no estar de acuerdo, pero intenta dialogar con el lector, opinar sobre asuntos discutibles y suscitar otras opiniones. Y sí, creo que el culto al yo es decisivo para crear esta sociedad, frente a la que hay que oponerse, no con otro yo, sino con una primera persona del plural. Son las compañías de móviles y los bancos los que hablan sin parar de la individualidad, de ser uno mismo y esas pamplinas. A mí me parece crucial ser los otros, ser los demás, salir de uno mismo. Sólo eso nos dará una vida más intensa.

En cuanto a la cultura popular es un asunto sobre el que urge reflexionar, por complejo que sea. O pensamos seriamente en ello o nos rendimos y nos resignamos a que la cultura popular sea el fútbol, la música pop y las películas de Hollywood. A mí me parece espantosa esa sumisa resignación, no creo que podamos condenar a la mayor parte de la humanidad a semejante castigo, a no tener otro entretenimiento que esas bobadas. De eso trata mi libro también: es una insurrección, hay que rebelarse y darse cuenta de que leer al Arcipreste de Hita es más divertido que leer el Marca.

P: Para acabar, ¿cómo era el Rafael Reig que leyó por primera vez los muchos libros y textos que se citan aquí y el que ahora ha armado la novela con todo lo extraído, reelaborado y desarrollado en el libro? ¿Qué ha ganado y qué ha perdido?

R: He aprendido tanto que ya no sé vivir sin entusiasmo. Estos años de lecturas y comentarios con amigos me han enseñado a rechazar todo aquello que no pueda hacer con pasión. Con los amigos, al leer, al escribir, tomando copas o jugando al ajedrez, siempre intento estar en lo que hago por completo. Así que procuro no tener pasatiempos tibios y tenues, sino sólo los más intensos: llevar la contraria a los amigos, leer, escribir, coquetear con las señoras, beber, jugar al ajedrez, dibujar, pasear por el monte. Ya no hago cosas porque me gustaría que me gustaran; si algo no me entusiasma, para qué perder el tiempo. No vale la pena.

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Es una gran pérdida conformarse los placeres tan rudimentarios que nos ofrece el mercado; la novela o la película de moda, ver deportes por la tele, charlar sobre lo mismo que dicen los tertulianos, tomar el sol en la playa, escuchar canciones de moda. Al menos yo todo eso no lo puedo hacer con entusiasmo. He ganado también, confío, un poco de humildad. Ahora pienso que la única definición de cultura es lo que saben los demás. A mí al menos me sucede que siempre pienso que son los demás los cultos, porque saben cosas que de las que no tengo ni idea. Intento ser sencillo y más intenso, para contar mejor lo poco que sé y aprender también eso que los demás saben, la inmensa cultura que me falta.

*Juan Cerezo es editor de Tusquets. Juan Cerezo

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