Los libros

‘El rumor de la frontera’, de Alfonso Armada

'El rumor de la frontera', de Alfonso Armada.

Ioana Gruia

El rumor de la frontera. Viaje por el borde entre Estados Unidos y MéxicoAlfonso ArmadaFotografías de Corina ArranzPenínsulaBarcelona2016

¿Cuál es el rumor de la frontera, sobre todo de una tan compleja y terrible como la que separa México y Estados Unidos? En el prólogo a la reciente edición del libro (la primera es de 2006), Alfonso Armada alude a la obra de Svetlana Alexiévich y recalca la necesidad de "escuchar más: las voces de los otros, la voz de los ríos, la voz de los animales, la voz del viento entre los árboles". El autor, que cita varias veces a Cormac McCarthy y 2666 de Roberto Bolaño, afirma que la frontera está íntimamente ligada a la condición del extravío, y sólo la compasión puede impedir que este sea total: "En la medida que dejamos de lado la compasión nos extraviamos. Perdemos el sentido de viaje. Nuestra brújula".

Para dar cuenta de una cartografía física y humana estremecedora el autor une en la belleza sobria del lenguaje y el pulso ágil de la narración su doble dimensión de periodista y poeta. El libro sigue la estela de los extraordinarios testimonios recogidos en Sarajevo. Diarios de la guerra de Bosnia (Malpaso, 2015, prólogo de Clara Usón), donde Alfonso Armada reunía las sobrecogedoras crónicas del conflicto que sacudió Bosnia a principios de los noventa. Si Sarajevo contaba con las magníficas fotografías de Gervasio Sánchez, El rumor de la frontera se completa con las hermosas y expresivas de Corina Arranz.

El viaje empieza en San Antonio, donde se ofrece la dudosa atracción de experimentar por un dólar una descarga no letal en un artefacto que imita la silla eléctrica. Sigue por Goliad, Corpus Christi, Brownsville, Matamoros y Reynosa. En este último lugar aparecen las figuras de Agustín Lozano y Heriberto Deándar Martínez, directores del diario independiente El Mañana, y se evoca al periodista Roberto Mora García, asesinado a puñaladas por atreverse a denunciar los lazos entre el narcotráfico y las autoridades. "Ser periodista en el norte de México, en todo México –lo saben los vivos porque lo leyeron en el cadáver de los compañeros muertos– es jugarse el tipo", vivir bajo la amenaza de la sombra siniestra del "narcopoder". Lo sabe bien Ninfa Deándar, editora de El Mañana de Nuevo Laredo, lugar donde florece el culto tenebroso y la parafernalia de la Santísima Muerte.

Una crónica especialmente sobrecogedora es "1.37 PM en El Cenizo, 9.37 PM en Irak". En El Cenizo, un villorio de Texas en las afueras de Laredo, viven Juana Velasco y Rodrigo Rodríguez, los padres de Juan Rodríguez Velasco, muerto en la guerra de Irak, en la que se alistó para escapar de la pobreza. Conservan la ropa de su hijo, concienzudamente lavada por el ejército hasta quitarle el último rastro de olor, y su reloj, que sigue marcando dos horas, la de El Cenizo y la de Irak. Las páginas dedicadas a Ciudad Juárez muestran el horror de esta "geografía del mal" y el feminicidio, donde madres como Julia Caldera y Norma Andrade buscan justicia para sus hijas secuestradas, violadas y asesinadas. Sergio González Rodríguez, autor de Huesos en el desierto (Anagrama, 1992), periodista amenazado y golpeado por empeñarse en llegar a la verdad, afirma disponer de documentos y testimonios que prueban que algunos homicidios fueron perpetrados durante orgías sexuales por asesinos protegidos por miembros de diferentes cuerpos policiales en complicidad con personas poderosas, en una red que vuelve a unir droga, contrabando y poder.

"Morir no entra en los planes de la gente", un texto de contenida emoción y belleza, relata la detención de un grupo de emigrantes que se entregan a la policía fronteriza cerca de Nogales, Arizona, después de 16horas de camino en busca del sueño americano. La tierra de la frontera es "seca y dura, llena de estrías", advirtiendo así de la dureza que sigue a los sueños estrellados, que muchas veces acaban con la muerte. "No olvidado" es la inscripción que en el cementerio de Holtville, California, se graba sobre unas sencillas cruces blancas, en las tumbas de los emigrantes muertos mientras intentan cruzar la frontera, este "animal terrible" que termina en las aguas del Pacífico, en la playa de Tijuana, bajo la forma de una barrera de hierro oxidado, "tan viejo y carcomido que parece una lección de prehistoria política".

La galería humana de El rumor de la frontera abarca un muestrario ilustrador de la condición humana: periodistas independientes en un país donde esto implica arriesgar la vida, madres y activistas que luchan por romper la impunidad de los asesinos de sus hijas, abogados como Sergio Dante Almaraz, asesinado al año siguiente del viaje por empeñarse en buscar la verdad de unos crímenes atroces, mujeres explotadas en las maquiladoras (espacios que conjugan tecnología punta y pobreza extrema), pero también iluminados minutemen, voluntarios dispuestos a vigilar –armados– la frontera para impedir el paso de los mexicanos o niñas como Jessie Jones, abrazada en San Diego a sus perros y a su desamparo. No en vano el nombre de Chéjov aparece varias veces en El rumor de la frontera. El libro termina con "La canción del ocotillo", que reúne varios poemas de Armada fechados a lo largo del viaje en distintos lugares recorridos. En sus versos se busca "un rumor que explique el mundo" y se formula una interpelación fundamental: "¿Qué pretendes cuando escribes?/ ¿Para quién?/ ¿Por qué?". A la pregunta que ha guiado todo el viaje, "¿Qué dice el rumor de la frontera?", el autor responde la verdad: "El rumor es aquí/ como un cuchillo". La herida y el desgarro forman la condición de la frontera en un libro hermoso, estremecedor y necesario.

*Ioana Gruia es escritora y profesora de Literatura.Ioana Gruia

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