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'El humor de Borges', de Roberto Alifano

Portada de El humor de Borges, de Roberto Alifano.

Antonio Jiménez Millán

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Roberto Alifano

fue secretario de Jorge Luis Borges durante los diez últimos años de su vida y es autor de varios libros de conversaciones con el escritor bonaerense (entre ellos, Borges, biografía verbal, de 1988); con él tradujo las Fábulas de Robert Louis Stevenson y los poemas de Hermann Hesse, como recuerda en el prólogo Luis Alberto de Cuenca. En julio de 1984, Roberto nos llevó a la casa de Borges en Buenos Aires y nos presentó a Luis García Montero y a mí como dos jóvenes –entonces lo éramos— poetas andaluces. El autor de El Aleph respondió: “Yo no soy joven y no sé si alguna vez he sido poeta”. Después de leer El humor de Borges me resulta menos chocante esa frase tan rotunda que nos dejó sin habla entonces. Y es que, ante los frecuentes elogios que se le dedican, Borges insiste una y otra vez en que él no tiene una obra literaria: habla de borradores, de textos dispersos, incluso de plagios (“Si yo tengo un mérito es el de saber plagiar… El secreto es saber hacerlo”). Como mucho, se considera un buen lector y atribuye a la sensatez de la academia sueca el hecho de que no le concedieran nunca el Nobel. Cuando lo recibió Gabriel García Márquez, Borges declaró que Cien años de soledad le parecía una gran novela, aunque “tal vez con cincuenta años hubiéramos tenido bastante”.

Alifano recoge en este libro una colección de anécdotas divertidas y de situaciones grotescas relacionadas, sobre todo, con el ambiente familiar de Borges y con el mundo literario bonaerense y argentino, pero también con los sucesivos regímenes políticos que sufrió su país. En estas páginas aparecen Leopoldo Lugones, Arturo Capdevila, Macedonio Fernández, Manuel Mújica Lainez, Oliverio Girondo, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares, Alberto Girri o Ernesto Sábato junto a una larga lista de autores menos conocidos que pasan por el temible sarcasmo de Borges, del que no se libra ni él mismo. Son frecuentes los diálogos de este tipo:

—Borges, yo no he leído nada suyo.—Me parece prudente. Le recomiendo que no lo haga, señora, se va a desilusionar.

Para marcar diferencias, Borges atribuye el afán de inmortalidad a Ernesto Sábato e incluso saca partido humorístico de su mala relación con el autor de Informe sobre ciegos cuando un taxista se niega a cobrarle (“Señor, qué honor es para mí tenerlo como pasajero… Porque, ¿quién no conoce a Ernesto Sabato?”), o cuando un periodista norteamericano le pregunta si conoce al primer escritor argentino que había entrevistado: “Ernesto Sótano”. Claro, afirma Borges, un autor que escribe sobre túneles y tumbas…

Respecto a la cuestión política, es bien conocida la aversión de Borges hacia el peronismo, que lo apartó de su puesto en la biblioteca municipal del barrio de Almagro para nombrarle “inspector de aves y huevos”, y además llegó a encarcelar a su madre, a su hermana Norah y a Victoria Ocampo. “Yo sigo creyendo que Perón estaba loco, completamente loco; él y su mujer también. (…) Fue peor, quizá, que su marido”, afirma. Esa fobia se proyecta después hacia uno de los integrantes de la nefasta junta militar argentina, Leopoldo Galtieri, cuya gran ambición consistía en parecerse a Perón y seguir su camino: según Borges, “es imposible imaginarse una ambición más modesta”. Más de una vez se queja Borges de este régimen militar, al que acusa de “haber perdido toda forma de comportamiento ético”, y considera inaceptable la aventura de la guerra de las Malvinas (a ella se refiere el poema “Juan López y John Ward”, comentado en uno de los capítulos).

Los diálogos entre Alifano y Borges tratan otros aspectos de la cultura argentina, desde los gauchos (la polémica sobre Martín Fierro) y la dialéctica civilización/ barbarie (Rosas, Sarmiento) hasta la gastronomía, el fútbol y el tango. Con el tango mantiene Borges una relación de amor-odio: “A mí el tango no me gusta”, dice en un momento, y Carlos Gardel le parece un cantante sensiblero que no para de quejarse. Él defiende la milonga y los primeros tangos, no contaminados de sentimentalismo, tal vez los que evoca este gran poema suyo: “… Una canción de gesta se ha perdido/ en sórdidas noticias policiales”.

No pasan desapercibidos, por supuesto, sus juicios sobre España y su literatura. Madrid le resulta una ciudad provinciana, como de sainete, fácilmente olvidable. En contraste con su maestro reconocido, Rafael Cansinos-Assens, da una imagen poco favorable de Ramón Gómez de la Serna, debida en parte a ciertas experiencias que vivió en el café de Pombo (“una especie de dictador, que hablaba mal de todo el mundo”) y en parte a la invención ramoniana de las greguerías, “una forma de pensar en burbujas” que no le agrada; la metáfora, para Borges, debe corresponder a aspiraciones más profundas, no quedarse en “ingeniosas ocurrencias efímeras”. Sin embargo, tanto él como Bioy Casares admiran la prosa de Gómez de la Serna y lo sitúan al mismo nivel que Alfonso Reyes, aunque Bioy no se ahorra otro dardo: “Ramón pudo escribir en un rato toda la obra de Oliverio Girondo”. Borges intenta dejar claro que alguna de sus boutades más conocidas (“Ah, ¿pero es que Manuel Machado tenía un hermano?”) deben entenderse en clave de humor. Un humor provocativo, por supuesto. Pero no modifica en absoluto su juicio negativo sobre Federico García Lorca, “un andaluz profesional”: en este libro encontramos una descripción muy detallada del encuentro que Borges y otros escritores argentinos –González Lanuza, Molinari— tuvieron con el poeta andaluz en el hotel Castelar de Buenos Aires y algunas claves de la escasa simpatía que sintió Borges hacia Lorca. ¿Pura arbitrariedad? Puede que sí.

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Hay otros muchos temas que aparecen en estas conversaciones, desde comentarios sobre textos como “La intrusa” o “Pierre Menard” hasta la relación de Borges con las mujeres, sus enamoramientos (correspondidos o no), su conflictivo matrimonio con Elsa Astete y su pintoresca huída del domicilio familiar; también su admiración por escritoras como Emily Dickinson, Virginia Wolf  o Silvina Ocampo. Al final, el lector puede creerse o no las valoraciones negativas de Borges sobre su propia obra, pero leerlo es, en cierto modo, una cura de humildad: “Cada uno de esos textos fueron necesarios para mí y, la mayoría, tienen la virtud de haber sido espontáneos (…). Yo me daría por satisfecho si después de mi muerte sobrevivieran unas pocas líneas”.

*Antonio Jiménez Millán es poeta y profesor de Literatura. Su útimo libro, Antonio Jiménez MillánCiudades (Renacimiento, 2016).

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