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'El grito en el cielo': La furia de Javier Gallego

El grito en el cielo, de Javier Gallego Crudo.

Antonio Orihuela

El grito en el cieloJavier Gallego CrudoArrebato LibrosMadrid2016El grito en el cielo

Crudo

Con destellos que llegan hasta las danzas de la muerte medievales, el apocalipsis de san Juan o el ritmo sostenido de Whitman, y cercano al desgarrador aullido de Ginsberg, Javier Gallego ha construido un poemario tan desasosegante, despiadado y brutal que promete dejar al lector sin aliento. Desde un yo desnudo de mundo y de sí, Javier Gallego arremete con furia y plena conciencia contra el fascismo de baja intensidad que nos vive y que conforma nuestros corazones.

Hacía mucho tiempo que no llegaba a mis manos un libro como El grito en el cielo, con su aspereza, su rabia y su intenso dolor, con tanto horror contenido entre sus páginas para recordarnos lo que constantemente se nos olvida, que hemos convertido este mundo en un infierno con piscina (“es el aullido de los animales carbonizados en un incendio que transforma el paraíso en un infierno con piscina”), y que si es menos infierno para nosotros es sencillamente porque, en el reparto, nos tocó la piscina; así que ya puede seguir todo ardiendo a nuestro alrededor, mientras quede donde podamos vivir al fresco nuestra vida cómplice con este estado de cosas (“es el mundo que se tira por la borda mientras la orquesta interpreta otro vals y los camareros sirven la cena”).

En efecto, si alguien aún puede dudar de que lo que lee en este libro de poemas no le compete, que avance un poco más, porque Javier Gallego nos acusa, sin tapujos, de formar parte de un pueblo de arrodillados (“tiene este país un murmullo de arena / que le recorre la piel como a un difunto / de tanto dejarse azotar con el cilicio / y un silencio de zulo y muy señor mío (…), un parto que no le nace y una muerte que le vive demasiado”), un pueblo que ha descubierto que no hay vida fuera de la piscina aunque dentro de ella haya que vivir humillados, sojuzgados y serviles (“pero la sangre no llega al río / y el río se le queda dentro / donde el pobre muere ahogado / como un insecto en un charco”), que es lo mismo que decir vivir siendo cómplices de quienes, desde el púlpito o desde el escaño, desde la chequera o la pistola, nos llevan maltratando, explotando, robando, arruinando y destruyendo física y mentalmente desde la noche de los tiempos. Con la novedad de que en estas últimas décadas nos han hecho creer que nosotros también somos ellos, y tal vez, visto el infierno desde la piscina, quién sabe si también tendrán razón en esto.

Javier al menos así lo denuncia, y en poemas de la altura y belleza de “Nosotros”, así lo confiesa: “Nosotros (…) que no sentimos hambre ni sed de justicia / hasta que no tuvimos que saciar / a la tenia del presidente y el hígado / de un inversor”. En efecto, Javier, nos pasamos de mansos y decidieron no solo quedarse con nuestro trabajo, con nuestros ahorros, también con nuestra casa (“Nosotros / que hemos sido desterrados de nuestras casas / y llamamos hogar a la zona de tránsito”); porque nuestro error, nuestra culpa, ha sido soñar con sus piscinas, con su paraíso, su justicia, con sus bonos del tesoro, con sus créditos personales, y ahora sabemos que piscinas, paraíso, acciones y justicia siempre fueron suyas, y nuestro el hambre, la supervivencia y la oficina del paro, la derrota sin paliativos, en suma, desde que salimos al mercado buscando nuestro primer contrato de trabajo:

Nosotros / que nos creíamos invencibles hasta que fuimos derrotados / en una oficina del paro, eternos hasta que firmamos / el primer contrato temporal.Nosotros / que somos sombras de lo que nunca fuimos, / que ni un solo día hemos sido héroes, que no volveremos / a ser jóvenes, que no volveremos del destierro, que no.Nosotros / que habitamos el corazón de los desiertos.

Así cierra Javier Gallego Crudo la primera parte de su último poemario, en medio de la mayor de las desolaciones, para la que no encuentra más lenitivo que mirar dentro, mirarse dentro y rebuscar entre los afectos, el asidero que la vida de fuera —el ser social y colectivo— parece negarle a los despiertos, a los rebeldes, a los que resisten, a los que dicen no desde la neuroguerrilla vigilante y desde su conciencia crítica (“no tienen más arma que su herida / ni más trinchera que su piel”, dice de ellos).

Y así se abre una segunda parte, que es un relato de pasión, de amor, de promesas suculentas, de sueños posibles donde dos se hacen uno, hueco contra espalda (“o incluso menos de uno / a puntito de no ser / de escondernos en el otro / y de desaparecer”); dos que hallan en el otro sentido completo a la existencia, dos que llegan tan dentro uno del otro que se diluyen en uno y ninguno, en todos y nada, en ahora y lo mismo, hasta el punto de saber que pueden desafiar al destino con tranquilidad, con confianza en el otro (“tan dentro del otro / y tan fuera de nosotros / que nos perdemos de vista / pero nos vemos de veras / y no hacen falta más palabras / para hablar en nuestro idioma”).

Una tercera parte viene a constatar el fin de esta utopía unitiva de los cuerpos, que a pesar de los avisos contraídos de fragilidad y cuidados mutuos, también se quiebra, y ese Estado soberano hecho de dos, refugio último contra el espanto, también termina naufragando (“Pero nadie puede naufragar por ti / ni salvarte de tu borrasca”), convirtiéndose en un Estado fallido y dejando al poeta ante la sola intemperie de la náusea vital, de la duda ante si merece la pena seguir vivo en un mundo donde el amor ha sido desterrado y donde, todos convertidos en objeto y objetivo del mercado, también hemos perdido la capacidad de relacionarnos como personas con las personas, amar con amor lo que nos ama (“Déjame a solas / con mi sombra / que no tengo hueco / para nada / ni nadie más”).

Termina Javier este poemario como lo empezó, con un nuevo aullido si cabe aún más estridente, más ensordecedor, donde de nuevo, con la vista alzada sobre el mundo, el poeta hace girar del revés un viejo tocadiscos donde suena “What a wonderful world”, para hacernos partícipes del mensaje diabólico que escondía desde siempre la dulce melodía, “nuestro alto nivel de vida es el resultado de su alto nivel del muerte”, constata con pesadumbre y sin remisión el poeta (“Cae el telón como una guillotina. / Cae el cielo gritando. / Es un maravilloso final”). Tal vez si juntos aprendiéramos esta sencilla canción podríamos empezar, con Javier, con todos vosotros, lectores, a utilizar el agua de la piscina para apagar el infierno.

*Antonio Orihuela es poeta y ensayista. Su último libro, Antonio OrihuelaDiario del cuidado de los enjambres (Enclave Libros, 2016).

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