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¿Será o no será?

Portada de El videojugador, de Justo Navarro.

Álvaro Guillén Gutiérrez

El videojugadorJusto NavarroAnagramaBarcelona2017El videojugador

 

Vladimir Nabokov explicaba en sus célebres lecciones sobre Madame Bovary que Flaubert, que a todas luces caía en el tópico del burgués criticado por el marxismo, empleaba este mismo término, “burgués”, desde un punto de vista muy diferente: lo utilizaba para referirse a todas aquellas personas que, debido a una sensibilidad tosca, a la indiferencia o directamente a la hostilidad, eran incapaces de apreciar el arte. Para el francés el aburguesamiento no era una condición material, sino más bien mental o espiritual; de haberse conocido, Marx le habría resultado a Flaubert tan burgués como Flaubert a Marx.

Este apunte de Nabokov nos brinda la oportunidad de pensar que Flaubert no habría dudado en criticar algo que al marxismo, dada su naturaleza materialista, le es inherente: su poco interés por hablar del arte en sí mismo. Este desinterés, que compensa con discusiones de sus condicionantes sociales, políticos, y económicos cabría tacharlo, siguiendo a Flaubert, de filisteo y reduccionista —aunque está claro que esta postura a su vez sería, cabe esperar, criticada por tratarse de complacencia esteticista.

Leyendo el primer ensayo de Justo Navarro, El videojugador, no he podido evitar acordarme de esta anécdota. Desafortunadamente, el autor ha escogido en su aproximación al videojuego el punto de vista del burgués à la Flaubert, el de la incomprensión, en un ensayo cuyas limitaciones dejan el regusto amargo de las oportunidades desaprovechadas. Y sin embargo el gran error de Navarro no reside exactamente, dicho sea, en el enfoque que ha escogido para abordar la nueva realidad del arte digital, obviamente de corte marxista, sino en lo cuestionable de unas conclusiones extraídas a partir de unos referentes anticuados que a duras penas reflejan el mundo del videojuego en su actual riqueza y diversidad.

El ensayo se divide en dos partes, subdivididas a su vez en pequeñas secciones numeradas en las que el autor asume la primera persona. La fragmentariedad y el punto de vista responden al deseo confeso de Navarro de otorgarle a su ensayo la estructura de un videojuego en el que el personaje protagonista va superando diferentes pantallas que forman en su conjunto una unidad indivisible. Los efectos de esta elección sobre el lector son obvios, facilitando una lectura ágil y dando al mismo tiempo la sensación de que se haya uno frente a un walkthrough, palabra del inglés con la que se describe a la grabación o retransmisión de un recorrido guiado por un videojuego como si de una visita a un museo se tratara. El problema de esta forma reside en que, al igual que en el tipo de videojuegos citados por Navarro, pasado el momento de la inmersión y de la adaptación es inevitable sentirse atrapado en una repetición constante. Si se tiene en cuenta que la idea de que las videoconsolas reproducen en un mundo digital la alienación maquinal y repetitiva del trabajador en su vida cotidiana está muy presente en el ensayo, quizá esta caída en la repetición pueda verse como otro reflejo del contenido en la forma, aunque en este caso quizás involuntario.

Por lo que respecta al contenido, la premisa de la que parte El videojugador es a priori sencilla: Navarro explora unos cuantos videojuegos y reflexiona sobre sus planteamientos y mecánicas para construir un entramado teórico que le permita formular una teoría sobre la relación entre estos y la realidad. La selección de juegos es, para el videojugador contemporáneo, llamativa por anticuada. Los referentes de Navarro, a los que ya he aludido previamente, son juegos como Pac-Man, Tetris o el ping-pong digital, y el juego al que más protagonismo se concede, Wolfenstein 3D, que es de los mencionados aquí el más moderno, fue publicado en 1992: es decir, que se trata de un juego de hace veinticinco años que cualquier jugador consideraría arcaico e injugable hoy en día. Cierto es, y esto es innegable, que las mecánicas establecidas en Wolfenstein han pervivido en el género que hoy conocemos como shooters, juegos de disparos, en los que el jugador tiene la tarea fundamental de disparar al enemigo según aparece en pantalla y que se caracterizan precisamente por esa  repetitividad y mecanicidad que Navarro detecta como seña de identidad del videojuego. Es indiscutible que este tipo de videojuegos se basa, como dice el autor, en la asunción del deber encomendado, en aprender a obedecer y cumplir órdenes ad nauseam. Esta es, a grandes rasgos, la idea central del ensayo: que el videojuego replica las estructuras alienantes de las fábricas y las oficinas y entrenan al jugador en la obediencia, en el cumplimiento de órdenes. El videojugador es como el operario, el maquinista: está unido a una máquina que se convierte en una extensión de su cuerpo, se dedica a realizar el mismo movimiento de manos una y otra vez, sin pensar.

Procede el autor a realizar un análisis de las implicaciones sociopolíticas de estas características, de lo que significa para el individuo y su contexto la inmersión en un mundo interactivo en el que leyes rígidas lo determinan todo. Se trata de una aproximación eminentemente sociológica al videojuego desde un punto de vista marxista, como ya adelantaba antes.  Esto, per se, lejos de resultar inapropiado o inconveniente, puede resultar instructivo y revelador; y sin embargo para alguien que sea aficionado al videojuego y esté interesado en leer un ensayo con cierta profundidad sobre el tema puede que este libro resulte decepcionante. En primer lugar por la severidad y poca simpatía por el videojuego que parece intuirse entre líneas; en segundo lugar por las obvias limitaciones del análisis mismo, cuyo punto de partida parece viciado: lejos de argumentar por qué ha escogido esos juegos en particular y no otros a la hora de edificar o defender su tesis, la impresión que recibe el lector es que la tesis estaba ya formulada de antemano y que los videojuegos que se han escogido son  una excusa para plantearla. Si solo se escogen juegos lineales y mecánicos del siglo pasado la conclusión va a ser la que el autor pretende, pero el texto nacerá ya caduco y lastrado.

Es una pena que lo que se plantea como una interesante reflexión sobre cómo nos relacionamos con nuestras máquinas y cómo esta relación responde a nuestra época se vea reducida a un ejercicio de arqueología tan limitado en espectro y ambición, al emplear modelos que o bien están obsoletos y ya no dicen nada a nadie o bien representan, en su versión modernizada, tan solo una de las innumerables corrientes de una forma artística que alcanza hoy su mayor grado de complejidad y madurez, y que ya no se puede reducir a esquemas simples. El mundo del videojuego no se reduce al shooter o al juego de aventuras lineal, y un breve repaso a los títulos publicados en los últimos años basta para dejar claro que, cada vez más, se tiende a ofrecer la experiencia de la libertad en  mundos inmensos en los que el jugador puede seguir libremente sus deseos. En los juegos de “mundo abierto” el imperativo de obedecer se ve desdibujado por la posibilidad de ignorarlo todo, de pasear, contemplar y desentrañar un mundo nuevo. Juegos como el reciente The Legend of Zelda: Breath of the Wild o la ya clásica saga The Elder Scrolls se basan en la colosal ambición de meter un mundo entero en un disco o un cartucho. Estos juegos no acaban del todo con el imperativo de seguir una historia o cumplir determinadas misiones, aunque le evitan al jugador la sensación de necesidad irrevocable y maquinal que sí está presente en los juegos descritos por Navarro. Pero existen juegos que destruyen de forma definitiva la necesidad de “hacer algo”: por ejemplo, títulos como Minecraft o No Man’s Sky, que permiten al jugador liberarse de todo tipo de exigencias y dedicarse a la creación imaginativa, en el caso del primero, o a la deriva inquisitiva, curiosa y sin límites, en el caso del segundo. Pero estos títulos que cito no son más que motas de polvo, ejemplos aislados y pertenecientes a géneros igual de específicos  como lo puedan ser los shooters, y que por supuesto tampoco alcanzan a representar la gran variedad de propuestas existentes hoy en día, pero que bastan para resquebrajar la imagen casi sórdida del videojuego que Navarro construye en El videojugador.

El videojuego, parece obvio hoy en día, es un arte. Dudo que el autor pretenda negarlo, aunque sí creo que su visión no es del todo justa y que no está dispuesto a concederle el mismo estatus que al cine o a la literatura, de las que el videojuego bebió en sus comienzos y sigue bebiendo hoy en día, y las cuales comienzan ahora a hacerle guiños a su hermano menor y a beber de él a su vez. Como mencionaba antes, se detecta una cierta antipatía que, sea realmente sentida por el autor o no, lleva a frases y comparaciones que provocan extrañeza, como por ejemplo cuando se sugiere que los videojuegos son una excusa de los adolescentes para no salir de casa, equiparándolos a una especie de opio adormecedor o máquina de sumisión. Resulta curioso que no se mencione en este sentido al cine, al que tantas veces se recurre en el ensayo, o a otras formas artísticas que en sus comienzos y aún hoy tienen un obvio componente de comercialismo y mero entretenimiento. También el cine en sus orígenes parecía haber nacido para sorber el seso y reproducir patrones, y en su momento la novela se consideró como una forma menor del arte literario, puro entretenimiento comercial para las clases medias.

Hay en este ensayo, en fin, un problema de planteamiento o, por así decirlo, de corpus, que a su vez refleja una tendencia, consciente o inconsciente, a abordar el videojuego desde la sospecha y la incomprensión: el arte se desarrolla, el arte evoluciona, el arte se vuelve vital y complejo, y termina por superar sus condicionantes originales: lucha por rebasar constantemente sus propias fronteras. En este permanente retroceder de los límites se da el ensanchamiento de la perspectiva humana: la poesía, la novela, el cine o la pintura nacieron todas en contextos concretos, supeditadas a imperativos sociales o económicos que superaron con el paso del tiempo. Al videojuego aún puede que le falte camino por recorrer, pero lo que está claro es que a día de hoy ya se debe enfrentar a las eternas disyuntivas: si elegirá ser reflejo de su tiempo o si lo subvertirá ferozmente; si será simplista o complejo; si alienará o sacudirá; es decir, si estará vivo o muerto. Si será arte o no lo será.

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