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Los diablos azules

El orgullo poético de Elvira Sastre

La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida, de Elvira Sastre.

Hay uno notable interés por la poesía entre los lectores jóvenes. Es un buen acontecimiento. Se identifican con la experiencia sentimental de los poetas jóvenes, el tejido de sueños, amores, desamores, incertidumbres y compromisos que conforman las voces de su edad. Y los viejos lectores de poesía nos interesamos, buscamos, distinguimos, acostumbrados a diferenciar las coyunturas y la profundidad, el ruido de las modas y la necesidad de unas palabras verdaderas.

 

Hace ya un tiempo que leo con mucho interés la poesía de Elvira Sastre, una mujer más bien silenciosa, dueña discreta de su mundo interior en las conversaciones, celosa de sus sentimientos y decidida en sus secretos. El querer escuchar más que hablar suele ser un buen signo de la identidad poética. Por eso la discreta contención de su carácter en la vida se transforma en la expresividad rotunda de su poesía, una apuesta de darse del todo en cada palabra, en cada pensamiento, en cada verso.

Lo compruebo leyendo La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida (Visor, 2017). El libro es la historia de una ruptura amorosa, una meditación que salta del pasado al presente y del hoy a la intuición del futuro para tomar conciencia de lo que se rompe. La voz nueva de Elvira Sastre se nutre de sus estudios de filología inglesa y de maestros asumidos como Benjamín Prado. La escritura nace de la escritura, una tradición permanente que se hace y se deshace para permanecer. La calidad juvenil de la poesía de Elvira junta la experiencia actual de la vida propia de las redes sociales con las herencias del género y las demandas más íntimas de su lírica. Los versos de Benjamín Prado, maestro en paradojas y en versos con voluntad aforística, encuentran afinidades electivas con la comunicación instantánea de la tecnología social y con las obsesiones de una ruptura sentimental, proclive a los deseos contradictorios y al hierro veloz y candente de las verdades últimas.

La ruptura amorosa, en su ir y venir, conduce a la paradoja: “el silencio es el único lugar / en el que me quedan palabras”. Conduce también a la sabiduría intensiva que provocan las certezas de la incertidumbre, las huellas de lo vivido: “lo peor del abandono no es el silencio, es la puerta abierta”. O: “la libertad también está / en los ojos que te miran cuando tú ya no te ves”. O: “que te acomodes en mi tristeza / y aprendas que en las huidas también se llega a algún lugar”. Paradojas, aforismos y comparaciones encajan bien en un ritmo poético marcado por las insistencias y la voluntad enumerativa. La anáfora es una buena compañía para los versos que buscan de manera directa un tú: “Me pregunto qué piensas…”, “Me pregunto si aún podría confundirte…”, “Me pregunto si aún recuerdas…”.

En la tradición poética contemporánea, Bécquer y Juan Ramón por medio, es normal que el tú de la poesía amorosa acabe confundido con la poesía misma. La relación con la persona amada acaba configurando un diálogo metapoético en el que la plenitud, las dificultades, la fusión o la pérdida tienen que ver con las ambiciones de la palabra lírica. En La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida, el tú del amor tiene un rostro preciso. Es una realidad, un tú con historia, ojos, manos y pechos. Por eso el orgullo lírico no se define en el tú metapoético, sino en un proceso íntimo que convierte a la poesía en el lugar propicio para que la autora se enfrente a su yo. Un yo concebido aquí como la herida abierta por un tú.

Así creo que se fija la apuesta de Elvira Sastre por la poesía, una apuesta verdadera, más allá de modas. Se trata de una necesidad. Elvira se sabe poeta y convierte a la poesía en el lugar único para entenderse con ella misma, una dinámica inseparable de su darse a los demás a través de las palabras. La poesía es el lugar de su soledad: “mirar a unos ojos que no te miran”. Es el lugar de las preguntas: “¿Qué puede darme la tierra que / no haya visto ya sobre tus manos”. Es el lugar del miedo: “decir alto tu nombre y no encogerme / asustada”. Es el lugar del dolor y la tristeza: “Me duele un pasado que no cicatriza”. Es el lugar del silencio y el ruido: “Hazlo como quieras, pero hazlo con ruido. / No me dejes a solas con mi silencio”. Es el lugar del deseo de nacer de nuevo y del reconocimiento de que tal vez el dolor sea el único patrimonio que nos mantiene con vida. Quizá por eso resulte muy arriesgado perderlo. La poesía es, en fin, el lugar en el que Elvira Sastre puede darse, contarse, entenderse a sí misma:

 

Sé que pronto ya no pasará nada,que este mar me traerá las mismas olas,que estas malditas palabras ocuparan cada frasey pronto no tendré nada que contarque no hable de esta soledad obligada.

La declaración manifiesta en el diálogo con el otro, con los lectores, con las redes, el darse a los demás, se vuelve sobre sí misma para reconocer su íntima soledad. Y un reconocerse.

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Elvira Sastre firma en esta conciencia su apuesta por la poesía verdadera.

*Luis García Montero es escritor y profesor de Literatura. Su último libro, Luis García MonteroUn lector llamado Federico García Lorca(Taurus, 2016).

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