El cuento de todos

El viaje de doña Susana

La escritora Almudena Grandes.

Sergio Ramírez | Almudena Grandes

(Comienza Sergio Ramírez.)Sergio Ramírez

La trágica noticia que recibió doña Susana Armijo temprano del lunes  en su domicilio del barrio El Erial de Somoto, un pueblo de las montañas en la frontera con Honduras, se iba componiendo por pedazos en su cabeza según entraban acongojados los vecinos, teléfono en mano. Traían mensajes de familiares que habían emigrado a España y vivían en el País Vasco, y todo lo puso más en claro un Whatsapp con la grabación de un breve segmento del informativo de EITB Radio Euskadi.

Su hijo Misael había perdido la vida la noche del viernes anterior hacia las 21.10 horas al ser arrollado por un tren de cercanías a la altura del Puente de Hierro, en el barrio de Amara de San Sebastián, cuando según testigos presenciales caminaba en medio de la vía.

La Ertzaintza logró identificarlo gracias a los datos de su teléfono móvil, y también determinó que trabajaba como pinche de cocina en el hospital San Juan de Dios aunque se trataba de un inmigrante sin papeles. El levantamiento del cadáver se produjo a las 22.43 horas y fue conducido a la morgue de Medicina Legal. El accidente obligó a suspender el tráfico ferroviario durante hora y media.

Por qué Misael iba caminando a esas horas de la noche en una carrilera y hacia donde se dirigía eran asuntos que doña Susana no lograba entender, y si un día llegaba a saberlo no le serviría de nada. Su hijo estaba muerto, lo había matado un tren. Y ella tenía que estar allá con él, en aquel lugar del mundo, y traerlo de regreso para que fuera enterrado en Somoto.

Sentada en una vieja silla trenzada de filamentos de plástico en la cocina de paredes ahumadas donde horneaba el pan que salía a vender cada madrugada de puerta en puerta, se cubría el rostro con una pequeña toalla listada de colores, pero nadie piense que su espíritu se había derrumbado, o que las lágrimas la ahogaban. Solo tenía cabeza para el viaje.

La cocina seguía llena de gente pero las noticias se iban haciendo más escasas, y cada vez más repetitivas. Ahora el asunto era otro. Cada quien buscaba disuadirla después que la oyeron decir, atribuyéndolo a un extravío causado por su dolor, que se iba a España: nunca había viajado al extranjero, nunca se había subido a un avión, nunca había atravesado el mar. ¿Y de dónde sacaría el dineral que costaba el pasaje?  ¿Y encima el costo de repatriar el cadáver? Según uno de aquellos mensajes traerlo a Nicaragua no bajaría de cinco mil euros, según se había averiguado. Trasladarlo a una funeraria, la preparación, el ataúd, el embalaje del ataúd, el valor del flete aéreo.

No tenía ni un real doña Susana. Lo que el hijo había alcanzado a enviarle desde que consiguió trabajo en el hospital, haría de eso seis meses, ella lo había invertido en agregar un cuarto a la casa para cuando él volviera, y aún faltaba ponerle el techo. Pero seguía en su terquedad y las razones en contrario se fueron apagando. La primera que cedió en apoyarla fue su hermana Clarisa. ¿Quién va a negarle a una madre el derecho de ir a buscar a su hijo muerto al fin del mundo si es preciso? Después ya se vería lo de traer el cadáver.

Y entonces fue como una llamarada la que prendió en Somoto. Salieron los escolares con alcancías a las calles, barrio por barrio, y esas alcancías uno las encontraba también en los mini súperes, en la pizzerías, y al cabo de dos días, al vaciarlas, el total de la recaudación sumaba 17 mil córdobas. El domingo siguiente se organizó una kermesse en el atrio del templo parroquial de Santiago Apóstol que rindió 19.000 córdobas más.

Con lo cual tenemos ahora a doña Susana entre la multitud de pasajeros que salen de la manga del avión de Iberia que la ha traído a Madrid después de trasbordar en Panamá. Va vestida de negro riguroso, y por todo equipaje lleva un valijín de vinilo obsequio de la agencia de viajes Aeromundo donde su boleto fue comprado en Managua.

(Sigue Almudena Grandes.)

Al filo de la medianoche, doña Susana Armijo ocupó una silla en una hilera de asientos vacíos, frente a uno de los restaurantes de la T4.

Llevaba siete horas en Madrid y aún no había salido del aeropuerto. En ese plazo, su ánimo había subido y bajado tantas veces como las piernas de un niño pequeño que nunca se cansa de un tobogán. La sensación de triunfo que experimentó al aterrizar había encogido al mismo ritmo que sus pasos mientras avanzaba por aquella terminal inmensa, su altísimo techo de madera sostenido por vigas pintadas de colores vivos, como una catedral profana, hasta burlona. Siguió a los pasajeros de su vuelo sin hacer preguntas hasta el puesto de policía donde tuvo que enseñar el pasaporte. Allí sí preguntó, se enteró de que tenía que coger un tren hasta otro edificio, luego un metro, un autobús o un taxi hasta la dirección de Madrid a la que se dirigiera. Pero yo no vengo a Madrid, señorita, dijo ella, yo tengo que ir a San Sebastián. No se preocupe, la policía sonrió, está muy cerca. Pregunte a cualquiera, yo creo que le conviene coger el metro hasta la Plaza de Castilla y desde allí, en autobús, no tardará ni media hora.

Doña Susana tenía mucho miedo a la policía española. En Somoto le habían contado que no era fácil entrar en el país, que quizás la harían esperar, que tal vez sospecharían que era una inmigrante ilegal, igual que su hijo. La sonrisa de la agente que miró y selló su pasaporte sin ponerle pegas la desconcertó tanto como su optimismo. Ella no era culta, no había estudiado, pero sabía que la ciudad donde había muerto Misael no estaba a media hora de Madrid. Sin embargo, cuando volvió a tener el pasaporte en la mano, pensó que se había librado con bien y no se atrevió a hacer más preguntas.

En el tren se acercó a una señora española, más o menos de su edad, que fue mucho menos simpática que la policía, lo justo para deshacer el malentendido. El San Sebastián que estaba a media hora de la plaza de Castilla no era el del País Vasco, sino otro que se apellidaba de los Reyes. Cuando doña Susana le preguntó cómo podría llegar al primero, la señora se encogió de hombros. En autobús, en tren, usted verá…

Sin equipaje que recoger, la señora Armijo vagó durante horas por los pasillos de la T4. Tenía que pedir ayuda, pero no sabía por dónde empezar. A ratos se sentía animada, confiada en sus fuerzas, porque había llegado a Madrid desde Managua, sin haber montado nunca en avión y sin un céntimo, pero enseguida se venía abajo, porque todo le parecía muy grande y ella demasiado pequeña, una figura de escala diminuta en una realidad nueva, gigantesca. Entonces se sentaba un rato, se animaba de nuevo, volvía a ponerse en pie y buscaba a alguien con pinta de buena persona. Los mejores que encontró eran quienes menos lo parecían.

Cuando un hombre bien vestido no sólo le dijo que no podía ayudarla, sino que se alejó mascullando que a quién se le ocurría viajar en esas condiciones, escuchó a su espalda una voz joven, de mujer. Gilipollas…, dijo la voz que un instante después se dirigió a ella. ¿Qué le pasa, señora? Doña Susana giró la cabeza muy despacio y se encontró con lo que en Nicaragua habría definido como una pareja de mendigos.

Él era tirando a rubio y llevaba el pelo muy largo, unos mechones raros, como retorcidos, recogidos en una coleta, y una extraña barba del siglo XIX. Ella llevaba el pelo teñido de verde, los brazos repletos de tatuajes bajo las mangas de una camiseta ceñida. En Managua les habría dado limosna, en Barajas les contó la verdad y descubrió con asombro que los dos estaban muy bien educados. ¿Tiene usted dinero?, le preguntó él, y negó con la cabeza. ¿Y tarjeta de crédito?, la chica obtuvo el mismo resultado. Entonces hablaron entre ellos y decidieron que lo mejor sería que fuera a su embajada. Sacaron sus teléfonos, empezaron a teclear y apuntaron en un papel una dirección y una estación de metro. Pero ahora estará cerrada, claro, dijo ella, ¿y dónde va a dormir? ¿Conoce usted a alguien en Madrid?

Doña Susana no conocía a nadie en Madrid, pero no dijo que no. Tampoco que sí. Sólo preguntó a sus benefactores si iban a la universidad. Los dos afirmaron con la cabeza y no comprendieron por qué los ojos de aquella señora nicaragüense, tan mayor, tan bajita, se llenaban de lágrimas. A mí me habría gustado que mi Misael fuera a la universidad, les dijo al rato, después de que le trajeran una botella de agua y un donut. Por si tiene hambre, le dijeron antes de despedirse. Cada uno de ellos le dio dos besos, ella además un billete de cinco euros, él un bonometro en el que quedaban tres viajes. No tenemos más, se disculparon, y ella les bendijo antes de dejarles marchar.

Se bebió el agua, se comió el donut y siguió vagando por el aeropuerto, pensando que el siguiente sería otro día. Hasta que, al filo de las 12, se sentó en aquella silla y se quedó dormida. Cuando despertó, a las tres de la mañana, otra extraña pareja la miraba. Estos eran mayores e iban aparentemente bien vestidos. Estaban limpios, no olían mal, pero los zapatos de la mujer parecían tan deformados por el uso como el cuello roído de la camisa del hombre, y ambos tenían bolsas bajo los ojos, como si hiciera mucho tiempo que no dormían en una cama.

Doña Susana Armijo tuvo la intuición de que ellos sí eran mendigos, y acertó.

Acababa de contactar, sin pretenderlo, con la comunidad de indigentes que vive en la T4 del aeropuerto de Barajas.

(Continuará Jorge Franco.)Jorge Franco

*Sergio Ramírez es escritor. Su último libro es Sara(Alfaguara, 2015).

*Almudena Grandes es escritora. Su última novela es Los pacientes del doctor García (Tusquets, 2017). 

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