Los diablos azules

Manchas de tinta

Un golpe de vida, de Juan Cruz.

Carlos Serrato

Un golpe de vida (Alfaguara, 2017) es una novela sincera, no es un libro de memorias, no es una crónica periodística. Quizá entre dentro de ese género tan traído y llevado de la autoficción, porque es cierto que el relato se cuenta en primera persona por Juan Cruz y habla de lo que realmente le pasa a Juan Cruz, pero, al fin y al cabo, en la selección de materiales vividos que se van a contar y en la organización del recuerdo desde la mirada presente, no hay una intención de recuento memorialístico de una vida a la que se quiere dar un sentido global explicativo. Aquí hay otra cosa: cabe el dolor de la pérdida de la hermana, junto con la evocación de la infancia en Canarias, la madre protectora, la hija en peligro, la diatriba, la autodefensa, la crítica, el desencanto con la revolución fallida, el enfado con Pablo Iglesias y la simpatía por Juan Carlos Monedero, pocas palabras para el PP, como si no existiera su gobierno, y El País, siempre El País, como entidad indisoluble del narrador Juan Cruz, el espacio material en el que se hizo como es ahora: un periodista, para quien el mundo siempre está siendo escrito y cuya vida es vivir para escribirlo o “vivir para contarla”, como diría su admirado García Márquez.

La historia empieza en Civitella Ranieri en la Umbría italiana, en agosto de 2015, en una residencia para escritores a donde Juan Cruz ha ido, invitado por el poeta norteamericano Mark Strand a escribir no sabe muy bien de qué. Tiene 66 años y acaba de jubilarse como periodista de El País. Enciende el ordenador y se pone a escribir para saber que escribe y para entender por qué no puede hacer otra cosa que escribir, que escribirse, como si anduviera buscándose a sí mismo palabra a palabra, frase a frase, sin acabar de saber nunca dónde ha de poner el punto final. Aquí la fabulación es determinante, no por la invención de hechos que solo existirán en la imaginación, sino porque arma con trozos de vida esa imagen que le sirve como un espejo, donde acaba por descubrir(se) que nunca trabajó como periodista, que aún es, y no puede dejar de ser,  periodista.

Lo que comienza siendo la novela de un jubilado, se torna jubilosa afirmación de que al periodista no hay quien lo jubile, en el descubrimiento de que hasta su vida privada está marcada por el oficio que nunca morirá, que no hay tiempo en el mundo para contar lo que tiene que ser contado y que allí está, en Civitella de Renieri, escribiendo que escribe: desencantado de los sueños revolucionarios, de Cuba, de Nicaragua, de Venezuela, enfadado con todos aquellos que dicen que el periódico al que dedicó su vida, El País, incluso durante los años en que se ocupó de labores de dirección en una editorial literaria (aquello solo fue un paréntesis), que El País ya no es lo que era y él no se amilana y saca datos: sigue siendo el gran periódico que decíamos que era, vindica. Quien narra la novela y el periódico madrileño son uno, no pueden vivir el uno sin el otro, al menos no en Un golpe de vida. Es el desencanto sí, pero no el de Jaime Chávarri, es la rabia que da que ahora te digan que tú ya no eres el que solías, que te has pasado al enemigo, la empresa para la que trabajas y tú, ambos. Y entonces es como si alguien tirara una piedra contra el espejo y el personaje yo no puede verse más que en fragmentos en los que no se reconoce. Y escribe, como una apología, como una reafirmación, como un sagrado deber para juntar los trozos y armar de nuevo la imagen que te han roto.

Sale el niño en la Canarias de los años cincuenta, el descubrimiento de los grandes periodistas que frecuentaban la mítica revista Destino y la figura del dios García Márquez y el asma, que, mira tú por donde, le permitió al personaje Juan Cruz establecer el lazo solidario imprescindible para aquella entrevista imposible con el pintor Francis Bacon. Y el recuerdo emocionado a Rafael Chirbes, a Manuel Vázquez Montalbán, a Feliciano Fidalgo

El pulso narrativo, entre la evocación lírica, a veces nostálgica, en ocasiones dolorida, amarga y casi trágica, refleja el curso de la memoria que no recuerda, sino que revive y se enrosca en el papel impreso del periódico, en la propia vida que no existe para el personaje sin que la tinta la manche, en los viajes, en las personas que se cruzan, las que busca y las que lo buscan a él, en la perpetua obligación de contar, porque alguien tiene que decirlo. Discutible, discutidora, emocionada, apasionada, muy bien informada, esta novela no puede dejar indiferente al lector. No, no fue “un golpe de suerte”, la imagen que vuelve a ver de sí mismo en el espejo reconstruido párrafo a párrafo, capítulo a capítulo, no tiene nada que ver con la suerte, sino con la entrega de toda una vida al periodismo y a la literatura (inseparables, como el personaje y su periódico), Un golpe de vida, que aún resuena. No, no le puso el punto final.

*Carlos Serrato es escritor y profesor de Literatura.Carlos Serrato

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