Los diablos azules

Teatro de huesos y sangre

Rafa Castejón y Joaquín Notario en 'El castigo sin venganza', de Lope de Vega, dirigido por Helena Pimenta.

Adriana Estebanez Tascón

Federico García Lorca decía: “El teatro es la poesía que se levanta del papel y se hace humana. Y al hacerse, habla y grita, llora y se desespera. El teatro necesita que los personajes lleven un traje de poesía y al mismo tiempo se les vean los huesos, la sangre”. Y es que la ficción desdibuja sus límites, cuando el ojo por el que la contemplas se invierte, poniendo en marcha un ejercicio de autoconocimiento; una negociación con uno mismo y con los valores que representan la dignidad del ser humano. La literatura tiene que ver con todos esos valores con los que uno ha de pactar: el amor, la justicia, la venganza, el castigo, el honor… Por eso siempre es buena noticia que al bajar el telón, aparezca Lorca en el patio de butacas para consolidar de nuevo su razón. Porque cuando la poesía se levanta del papel, la ficción suele terminar con un viaje a lo más profundo de la realidad de uno mismo.

El castigo sin venganza, de Lope de Vega, es una historia que preserva su vigencia en una lírica congregación de pulsiones humanas. La obra comienza con la relación de amor del conde Federico con Casandra, la mujer de su padre (el duque de Ferrara), y la reacción del duque al descubrir el adulterio de su esposa y la traición de su hijo. El sentimiento de culpa que colma al personaje desde el inicio y la enfermedad de amor, el honor mancillado y la vergüenza, precipitan la trama hacia el brutal castigo enmascarado para ocultar una venganza que pudiese desvelar el deshonor y cargar sobre él el peso de la vergüenza.

La obra fue escrita en 1631. Cuatro siglos después, es necesaria una versión que limpie las asperezas verbales (palabras en desuso, giros de la época) que trasladadas al oído del presente puedan remansar o apresurar indebidamente el fluir de un verso nunca más categórico, profundo y lírico como en esta época de senectud de un Lope desencantado por sus circunstancias personales y empujado a un ejercicio de devoradora superación. El Lope de la madurez se consagra destilando un arte afilado y preciso, que reivindica su ingenio frente a la irrupción de poetas jóvenes que comienzan a destronarle de la supremacía escénica. Todo eso da lugar al Lope más lúcido e implacable, que se define en una obra cumbre: El castigo sin venganza. De su incuestionable fortuna da cuenta el subtítulo que aparece en una edición de 1647: “Cuando Lope quiere, quiere”.

Con todo esto, sería fácil afirmar que este Lope es una apuesta segura para la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que lo lleva a escena hasta el 9 de febrero. Pero además Helena Pimenta (directora) y Álvaro Tato (encargado de la versión) parecen entender a la perfección que su labor ha de partir de un diálogo intenso con el texto, y es así como invitan a Lope a la mesa y escuchándolo entienden que no se trata de distorsionar la obra a golpe de transgresión y modernidad estéril. Tampoco es necesario acicalarlo, ni oscurecer sus canas para que brille en el siglo XXI como lo hizo en la corte en 1632, no muy lejos de donde cuatro siglos después vuelve a lucir esplendoroso y perfecto. En esta tesitura, Lope se empodera y todos entienden que en primer lugar se trata de dejarle hablar.

Bertolt Brecht decía que el peligro de restaurar un cuadro está en que al hacerlo puedes llevarte también la pintura. Da la sensación de que Pimenta, conocedora de su oficio, sabe muy bien lo que tiene entre manos y encomienda todo su talento a la tarea de soplar el poco polvo de los años y rociarlo con la pátina delicada de un montaje sutil. La mirada de Tato allana el camino poniendo sombra sobre lo que hoy puede ser ignorado para centrarse en llenar de luz todo aquello que necesita ser visto. Pimenta nos ofrece, una vez más, un montaje particularmente bello, con un concepto escenográfico diáfano y un ambiente palaciego que prescinde de muros verdaderos, sustituyéndolos por gasas que aligeran el espacio y envuelven al espectador en una especie de ensoñación; en un áurea de sutileza escénica que abre o cierra los espacios, proyectando o no la luz sobre la gasa para modificar su opacidad, y permitiendo armar sin saltos de acción esas yuxtaposiciones escénicas del texto. Esta elección consigue dotar al montaje de una gran ligereza y eficacia, incorporando además los recursos teatrales habituales como cordajes, escenario giratorio, luces y sombras para involucrar o excluir personajes del espacio escénico.

Contribución propia de esta versión es la presencia de un grupo de actores que, a modo de coro trágico, aportan una sensación de voz común, y la aparición en escena de un enorme espejo que desciende en el momento en el que se produce la infidelidad. Barroco juego de espejos en el que se refleja la consumación del amor y también de la traición, y donde el propio espectador se habría acaso de reflejar, ya inmerso a estas alturas de la función en una especie de tela de araña pegajosa que lo involucra y que no da cabida a verdades absolutas. ¿La prioridad vital es el amor, la lealtad, el honor? Nadie sale ileso de la propia indagación en sí mismo, porque al teatro hay que entrar como se sale a la vida: dispuesto a aceptar sus poliédricas aristas. Porque debajo de la ficción siempre hay un pulso; un ajuste de cuentas con la realidad.

En este mecanismo especular, los reflejos dicen más que las palabras, y a veces no hay imagen que las contraste, lo que genera una tensión en la propia ausencia. Nada ocurre delante del espectador: ni la guerra, ni el amor, ni la muerte. Nada de lo que no debe ser visto se muestra explícitamente. La capa oculta los vicios del duque como una máscara encargada de preservar su honor, en una especie de parapeto envenenado que le regala el anonimato pero a cambio le devuelve la desgarradora imagen que su pueblo tiene de él. El adulterio se ve a través del espejo y vuelve a ser la capa la que encubre el asesinato.

Es un verdadero ejercicio de virtuosismo la forma en que Lope lleva la trama al borde del colapso, haciendo que sea lo no dicho y lo no visto lo que soporte todo el peso de la tensión dramática. El lector, que sí es conocedor de lo que los personajes ocultan, va anudando en su garganta toda la verdad que construyen las traiciones, las voces que subyacen tras los silencios, lo que los personajes son y lo que dicen ser, ahogándose en la sensación inminente de que esa amalgama de emociones y de verdades ocultas, va a hacer que todo salte por los aires. Quizá el montaje carezca un poco de esa sensación de falta de aliento. Y quizá sea esa falta de oxígeno en el espectador su única carencia; además de detalles mínimos que chirrían en la escenografía, como la silla de barbero en la que se sienta el duque y un estéril anacronismo del vestuario.

Todas estas virtudes se hacen humanas gracias a un elenco experimentado cuyo mejor atributo es el supremo acierto en el arte de declinar un verso que no le viene grande y que encaja sin artificios de una manera fluida y cotidiana. Todos sostienen con creces el nivel exigido por la talla de la obra. Algunos, curtidos en mil batallas, han sido el reparto principal de numerosos clásicos. Para lucir medallas destaca un Joaquín Notario sublime que ha sido Basilio en La vida es sueño, criado en El perro del hortelano, don Lope de Figueroa en El alcalde Zalamea, y cuyo mayor desafío es siempre ser y no hacer de. Contundente esta vez también en su papel de duque de Ferrara, una vez más consigue el clímax perfecto con su personaje y es capaz de reflejar ese halo de derrota, de desmoronamiento moral que desprende el duque desde que pone un pie en el escenario. Personaje complejo, con todo un currículum de deslices que le han llevado al rechazo de su pueblo y a la imposibilidad de corresponder el amor de su hijo, razón que podría ser en su conciencia la culpable última de su deslealtad. Toda esta tragedia que es capaz de atesorar su personaje se adivina sobre sus hombros mucho antes de que se desencadene la tormenta. Su voz ajada carga con el peso del dilema de ostentar una posición de poder, y desde el primer verso su templanza le hace parecer conocedor, pese a su reprobable comportamiento, de la responsabilidad que sus decisiones podrían acarrear.

Muy notable el trabajo de Rafa Castejón, que, no tan crecido en las veleidades de Diana en El perro del hortelano y muy correcto en El alcalde de Zalamea, reaparece con una contundencia que va aumentando conforme transcurre la obra, como si la gravedad de traicionar a un padre le hiciese a uno madurar súbitamente. Beatriz Argüello resulta a veces un poco discreta aunque muy correcta, y Carlos Chamarro,muy acertado en la modulación del personaje gracioso que exige la temperatura del montaje.

Con todo, en este último montaje que dirigirá Helena Pimenta al frente de la Compañía Nacional, el espectador se empapa de la cuestión moral que emerge en la obra. Y el desenlace final, tamizado por el filtro de la imaginación, no es un acto de barbarie sino un embudo de pasiones que encuentran una salida que conecta directamente con lo más profundo del patio de butacas. “El teatro es la poesía que se levanta del papel y se hace humana (…) El teatro necesita que los personajes lleven un traje de poesía, pero a la vez se les vean los huesos y la sangre”. Ahí está Lope, aún vigoroso y deslumbrante, capaz de emocionar con el lirismo que destilan sus versos y capaz de erigirlos en su perfecta humanidad. Y ahí está Helena Pimenta para servirlos a la temperatura perfecta y vestirlos de una gasa vaporosa que los arropa pero que “deja ver los huesos y la sangre”.

El castigo sin venganza, de Lope de VegaCompañía Nacional de Teatro ClásicoDirección: Elena PimentaAdaptación: Álvaro TatoCon Beatriz Argüello, Lola Baldrich, Rafa Castejón, Carlos Chamarro, Nuria Gallardo, Joaquín Notario, Íñigo Álvarez de Lara, Javier Collado, Fernando Trujillo, Alejandro Pau y Anna MarunyTeatro de la ComediaDel 21 de Noviembre del 2018 al 9 de Febrero del 2019El castigo sin venganza, de Lope de Vega

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*Adriana Estebanez Tascón es crítica teatral.Adriana Estebanez Tascón

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