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Los libros

La violencia de narrar

Cosas vivas, de Munir Hachemi.

Andrés Neuman

Cosas vivasMunir HachemiPeriféricaCáceres2018Cosas vivas

 

Quizá no sean cuatro, sino más bien cinco, los precarios aventureros de esta historia. Cuatro jóvenes desoladamente españoles —Ernesto, Álex, alguien llamado G y el narrador—, más la sombra que proyecta el discurso de este último. Esa silueta huidiza, fantasma lingüístico que es y no es real, que está vivo y no vive, puede identificarse como el protagonista oculto en esta novela de Munir Hachemi (Madrid, 1989).

La primera de sus secciones se abre con una significativa cita de Joyce, en justa alianza con Piglia, analista a su vez del irlandés. Si no se puede cambiar la realidad, leemos, cambiemos de conversación. Esta idea sería reelaborada por David Foster Wallace, adaptándola a los tiempos del zapping, recrudecidos hoy con la fusión de redes sociales y grandes empresas de comunicación: la única libertad consiste en elegir a qué le prestamos atención. En otras palabras, cuáles son las historias que merecen ser contadas, y por qué.

Al hilo infinito de Piglia, lo primero que se nos cuenta es precisamente una teoría del relato. La que le cuenta al narrador, en una serie de muñecas rusas metanarrativas, su amigo G. Pero este póquer doctoral adquiere enseguida una brutalidad vital que lanza la baraja por los aires: el acto de narrar se nos presenta como una pulsión frente a la muerte, ante el fin de la posibilidad misma de contar. Un cuento representaría entonces un ejercicio de rebeldía frente a la caducidad de sus propios narradores.

Munir Hachemi practica lo que —apropiándome de sus palabras, como hace él con otras— podríamos llamar violencia interpretativa. «Todo está cubierto de sangre», nos pone como engañoso ejemplo de literalidad el autor de este volumen de tapas rojas; y con eso no quiere decir, insiste, nada más que eso. Porque eso es todo. Hay algo profundamente político en su arrinconamiento de la mirada lectora, como si quisiera alertarla de algo urgente por la vía contraria. Como si escenificase con la narración, en términos semánticos, lo que la educación en el sistema hace con la ideología: volverla invisible. Orientarnos para no poder leerla. No hay ninguna metáfora, nos jura el narrador. No hay ningún doble fondo, nos asegura el político. Las cosas son como son y no hemos venido a interpretarlas. Interpretarlas sería violentarlas. Desde este punto de vista, leer y escribir literatura es necesariamente revolucionario.

Acaso una reflexión sobre la violencia de narrar resulte más atrevida que narrar la violencia, cosa que ya hacen a diario los grandes medios y la industria del entretenimiento. «Este texto es un libro», admite y retrocede la voz narradora, «en la medida en que todo es un libro». Pero, si todo es un libro, entonces la literatura ocupa todo, como aquel mapa a escala real de Borges. Y quien la pisa está pisando mundo. “Todos los madrileños”, declaró nuestro joven autor en una entrevista reciente, “llegamos a un punto en el que queremos salir de Madrid. Y cuando nos vamos, queremos volver”. Si sustituimos Madrid por literatura o ficción, tendremos la estrategia narrativa de esta novela.

En un hilarante rizo de autoconciencia, el cada vez menos confiable cronista se lanza a una apología del ornamento cero, haciendo gala de una sintaxis caracoleante como pocas, lo mismo que de un amor artesanal por las contradicciones. Y nos anuncia una historia inminente, llena de peripecias, en una introducción que se impide avanzar. Que juega con su sombra, como un gato persiguiendo el cascabel que le cuelga de la cola. O como cuando Ernesto tira una piedra al agua en el camping, y se complace de estropear una bonita metáfora. Además de establecer un tono, la función de este autoprólogo es perforar cualquier posible transparencia. Ensuciar el cristal, señalar el filtro. Al modo de un traductor subversivo que se propusiese recordarnos, frase a frase, que lo que leemos nunca será el texto original.

Cosas vivas plantea a las claras un conflicto económico y sociopolítico. Pero también, de forma más subterránea, un conflicto lingüístico. Cabe aquí recordar que Hachemi (hijo de padre argelino y madre andaluza) pasó gran parte de su infancia en Argelia, y que aprendió a hablar árabe incluso antes que la lengua en la que escribe. Inmigrante en su propia tradición, en su comunidad de pertenencia. Las dobleces del lenguaje literario, que la voz narradora finge combatir mientras las honra y ahonda en ellas, es la misma doblez identitaria que construye esta historia. La de un hermeneuta que no quiere que lo atrape la policía del sentido. Que piensa velozmente hacia adelante. “Me decían que mi padre era un terrorista”, recordó el autor como al pasar en aquella entrevista.

Su amigo G, el único de los cuatro que realmente necesita el dinero de la vendimia, se topa con unos enseres extraños en la granja de su abuelo. Pero el narrador encuentra ciertos recuerdos en la casa del padre. Su lengua materna y su inconsciente paterno no coinciden: necesitan traducirse, con todos los conflictos que ello implica. Pienso en la espléndida escena de Mohammad, cuando está a punto de acuchillar a G, hasta que oye asombrado que el narrador lo insulta en dialecto argelino. Entonces este comenta, con brutal honestidad y valentía: «Me jode tener algo en común con Mohammad, aunque sea una lengua, aunque sea involuntario».

Lo que la mayoría de estos jóvenes personajes va a buscar a la vendimia no es dinero, sino una historia. Es capital simbólico. El aval de un relato. Invertir en experiencia. No por casualidad se elige el verbo amonedar, más hermoso y más útil que su equivalente acuñar. Nos topamos así con un aforismo político que sólo un escritor de su generación, la formada en la crisis económica de la década anterior, hija semi-emancipada de otra que vivió con un concepto distinto del futuro, podía formular con tanta puntería: «Por aquellos años en España todo el mundo pertenecía a alguna variación de la clase media mientras no se demostrara la contrario». Me cuesta imaginar un mejor resumen de la premisa aspiracional de eso que llamamos democracia y la uberización de su economía. Divierte combinarlo con otro aforismo post-Erasmus, y no menos generacional, al que llegan conversando con la señora Élodie: «Éramos el etcétera de Europa». Y entristece completarlo con esta demoledora entrada del diario del narrador: «La extraña sensación de querer que todo acabe y al mismo tiempo saber que menos horas de trabajo implican menos dinero». Una síntesis narrativa de la explotación.

Por debajo de la primera historia, junto con el iceberg de su argumento, se sumergen otras. Y que tienen que ver con los vínculos entre dinero y vida, entre clase y experiencia. No buscamos tanto la felicidad, nos sugiere el narrador, como el espesor de lo vivido. Desde una lógica de la vivencia como transacción, los pobres serían «los que menos gastan y por tanto los que menos mueven la máquina de la experiencia». Pero, dándole la vuelta a este agujereado calcetín marxista, el libro habla a la vez de lo contrario: de cómo el dinero puede ser el gran pretexto, el señuelo de otros móviles que nos resultaría obsceno nombrar sin su aceptable disfraz económico. Hacer determinadas cosas por dinero es casi como hacerlo por la patria o la familia. Se acepta bajo la forma neutra de una misión. Preferimos contárnoslo así, antes que hacer esas mismas cosas por odio, ego, miedo, mezquindad o lo que sea. Ahí radicaría nuestra pobreza narrativa diaria.

La forma de diario que adopta la segunda mitad del relato es —Piglia mediante­— otro modo de pensar las relaciones entre vida y relato, otro eslabón en la cadena de reescrituras que llamamos identidad. Pero un diario también escenifica los conflictos naturales de la memoria. De su necesidad y verosimilitud. Quizá por eso ronde tanto el libro la figura de Funes el memorioso, en quien la suma de datos no equivale a conocimiento. Y quizá por eso mismo los amigos discuten, en uno de sus interludios bolañescos, sobre si Google supone la muerte de las grandes memorias acumulativas, el fin del paradigma literario de quien trata de recordarlo todo; o si, por el contrario, supone la consumación de esa quimera, como una pesadilla hecha realidad. Creo que Cosas vivas está escrita para ensayar la posible verdad de ambas hipótesis. Para poner a prueba las distintas batallas entre recuerdo y olvido, entre los hechos y sus huecos.

En términos dramáticos, los cuatro amigos forman en realidad un coro dialéctico. Se dejan leer como el conjunto de voces que discute dentro de una conciencia. La secreta polifonía de todo monólogo reflexivo. Quizá por eso, cerca del final, el narrador confiesa: «G y yo nunca nos enfrentamos». Porque no pueden hacerlo. Porque ambos morirían. Y enseguida añade: «A mí me gustaría ser como G, pero debo conformarme con ser como Munir». ¿Forman ambos personajes un dúo de orillas internas, una especie de Jekyll & Mr. Hyde teórico? ¿Y no podría interpretarse esta dualidad desde lo bicultural, lo bilingüe? Más bien trilingüe: en la novela se habla español, francés y árabe. O incluso tetralingüe, si contamos la lengua literaria. Quizá los cuatro amigos representen, de alguna forma, un rectángulo lingüístico. El cuadrilátero donde el narrador pelea consigo mismo, contra sus propias sombras proyectadas, para seguir en pie.

El meta-amor

El meta-amor

Una laguna habitual del activismo político es la especialización. Que sus denuncias se atomicen en exceso, desactivando los motivos comunes que las causan. Uno de los grandes aciertos de este relato es precisamente su capacidad para asociar problemas como la precariedad laboral, la xenofobia o la industria alimentaria dentro de un hilo conductor que va adquiriendo una tensión narrativa cada vez mayor. Si la novela se transforma en un thriller laboral es porque, examinado al microscopio, el mundo laboral es una novela negra. Negra y roja. No como Stendhal, acotaría irónico su protagonista. Sino sólo de color negro y color rojo. Como cubierta de sangre y de ceguera. Pero sin el como. Nada más, sólo eso. Literatura viva. La que necesitamos. Esa que crean mentes radiantes, cargadas de futuro como la de Munir Hachemi. _____

Andrés Neuman es escritos. Su último libro, Fractura (Alfaguara, 2018). 

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