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El cuento que viene

Las primaveras de Verónica, Carola Aikin.

Las primaveras de VerónicaCarola AikinPáginas de EspumaMadrid2018Las primaveras de Verónica

 

Me considero una cuentista. Mi madre ya me lo decía y, acaso por ello, leo y escribo cuentos. La mayoría de los libros de cuentos que se publican son leídos a su vez por cuentistas, lo que puede producir una sensación de enclaustramiento, de no acceder a un público mayoritario, pero también tiene un efecto positivo: una retroalimentación, un aprendizaje de lo que otros cuentistas hacen, una lectura comparativa y a veces competitiva a la que el mundo editorial también nos acostumbra con esas apostillas que a veces van en faja o a veces en la contraportada: “El libro del año”, “Una voz única”, “El mayor impacto editorial”… Voces que a veces confunden pero otras veces no.

En la contraportada del libro de Carola Aikin (Madrid, 1961), Las primaveras de Verónica, J.M. Caballero Bonald dice lo siguiente: “La prosa de Carola Aikin sobresale por su exploración en un territorio cuyas fronteras coinciden en todo momento con la fantasía. El resultado es una poética cuyo rango determina, en cierto modo, la ruta más estimulante de la actual narrativa española”. Y en este caso es verdad. He leído el libro varias veces sin poder despegarme de él, cosa rara en un libro de cuentos, que tienes que respirar entre uno y otro, salir de una historia para entrar en otra, pero aquí las diferentes historias están tan imbricadas con el primer cuento, el que da título al libro, que apenas tienes que salir de uno para sumergirte en el siguiente. El primer cuento, el que da título al libro, “Las primaveras de Verónica”, es un cuento-río que al principio no lo parece, porque acaba. Pero después sigues leyendo los otros y, justo antes de cada nuevo cuento, en una página previa, hay un pequeño párrafo que da continuidad al primer cuento, prolongando así la historia y siendo, a la vez, el preludio del nuevo cuento. Como las muñecas rusas. Como Scherezade: Verónica, una anciana que se escapa de la residencia, se pone su vestido Chanel y roba un sombrero en una tienda porque “¿quién es una sin un sombrero?”, conoce a un francés y las historias se desatan porque él dice: “Cuéntame un cuento… Me encantan los cuentos”. Para luego insistir: “Cuéntame un cuento. No me gustan las historias”.

Y así la anciana Verónica inicia el hechizo con “El señor de los cangrejos”, cuando tenía doce años, cuando de pequeña fue niño y el mar naranja… Y da voz a un niño, al único niño a quien el rey del país respeta, a quien no le cortará el cuello. Y empieza a narrar en segunda, esa voz tan difícil de cuadrar en los cuentos, pero Verónica-Scherezade tiene un interlocutor y a él se dirige. Y después viene “La crisis” y la sentencia del francés: “Su cuento me trae recuerdos tristes”. Y llega entonces a la vida “El hombre del maletín”, el hombre que quiere apoderarse de la casa familiar, tras la ruina, tras la crisis, el de los zapatos de impostor. Y así nos va introduciendo en los siguientes relatos, en la muerte de su madre y la llegada de la abuela, en la visita del escocés a la casa familiar… Personajes que guardan silencios, la guerra como sutil telón de fondo y el pacto para no hablar de ella ante los niños. Desbroza historias de infancia, de la casa donde Verónica vivía, de la guerra, del silencio, ese silencio ominoso que aún hoy nos cubre y que es el estigma de generaciones siguientes. Y los hermanos, y el cuento para Valentina, su aya, y un epígrafe de Chirbes, de Los disparos del cazador, que resitúa todo el libro en lo que la autora quiere:

 

La casa nació para guardar una historia. Ahora permanece cerrada, con los muebles cubiertos por fundas y el jardín abandonado. Y nosotros nos hemos perdido.

Pero también está presente, a modo de homenaje, de influencia y de reflejo en sus cuentos, Edna O'Brien y La luz del atardecer:

 

Ella ve pasar su vida en una sucesión rápida, como nubes de distintas formas y distintos colores que se fusionan, se superponen unas sobre otras. La historia de su vida arrancada de ella, igual que se arrancan las páginas de un libro.

Y esa ella es Verónica, ya de vieja, con el francés, al que fortuitamente encuentra en una playa, y el mar y todo el universo que la autora quiere mostrarnos. Todos los cuentos están unidos por el cuento-río, y entre sí por unos hilos sutiles, los de la memoria, los de los recuerdos familiares. Sí, sé que es uno de los grandes temas de la literatura, también está de moda la autoficción, pero lo que sorprende es la forma de contar que tiene Carola Aikin, su alta condensación literaria.

Se puede experimentar mucho con el cuento, también se ha hecho con la novela, pero a un buen cuento hay que pedirle que, al menos, cuente una historia condensada que, como decía Cortázar, gane por KO en un combate de boxeo frente a la novela, que ganaría por puntos. Hay algunos autores, como Piglia, que opinan que el cuento debe contar dos historias, la que aparece y la que se entrevera. Yo, con una bien contada me conformo. Y si se quiere llegar a más público, cuanto mejor esté contada esa historia más adeptos habrá a este género. Y este libro puede ganarlo con que sólo se le haga un poco de caso, unas cuantas reseñas y entrevistas, con que se corra de boca a oreja y se encuentre en las librerías.

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He hecho un repaso de los ganadores del Premio Setenil para un libro de cuentos publicado, el premio más prestigioso, junto al Premio Ribera del Duero, para este género tan poco valorado aun en nuestro país. De los 14 años que se lleva otorgando, solo lo han ganado dos mujeres. Creo que la próxima edición debería ganarla una mujer, sobre todo porque este libro, el que ha escrito Carola Aikin, es difícil de superar. A lo mejor me equivoco y se publican otros mucho mejores, pero, desde luego, Las primaveras de Verónica se lo merece sin lugar a dudas. _________

Carmen Peire es escritora. Su último libro es Cuestión de tiempo (Menoscuarto, 2017).

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