Los diablos azules

Lo que dijo Susan Sontag

La escritora y filósofa Susan Sontag en 1979.

Susan Sontag. La entrevista completa de 'Rolling Stone' (Alpha Decay) se publicó en los Estados Unidos en el 2013 y, un año después, apareció en Chile la traducción al castellano, que ahora nos llega en edición española. Pero tiene su origen en la entrevista que Jonathan Cott le hizo a la escritora para la revista Rolling Stone, publicada en 1979. En el libro se recoge la versión completa de aquella conversación, tal y como se anuncia en el título de nuestra edición. Cott es hoy un veterano escritor y periodista norteamericano, nacido en 1942, colaborador de medios prestigiosos como The New Yorker y The New York Times, y autor de varios libros de entrevistas con músicos, entre los que destacaría el dedicado a Glenn Gould o Vision and Voices (1995), donde recoge conversaciones con Sam Shepard, Oliver Sacks, Peter Brook, Fellini, Pierre Boulez o Bob Dylan, el cual estaría muy bien que se tradujera.

Susan Sontag murió hace ya quince años. En España ha gozado de prestigio entre las minorías intelectuales, no en vano en el 2003, un año antes de su muerte, se le concedió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, y sus libros siguen estando a disposición de los lectores curiosos en las asequibles ediciones DeBolsillo. Pero más que su obra de ficción, compuesta de novelas y cuentos, o su labor cinematográfica, lo que creo que ha obtenido mayor repercusión entre nosotros han sido sus ensayos, y en especial cuatro de ellos: Contra la interpretación (1966; traducido en 1969), Sobre la fotografía (1977; y 1981), La enfermedad y sus metáforas (1978; y 1980) y El sida y sus metáforas (1988; y 1989). Y, sin embargo, sorprende la cantidad de editoriales españolas distintas que han publicado su obra, desde que en 1969 Seix Barral la editó en España por primera vez: Muchnik, Lumen, Edhasa y Alfaguara, a quienes han seguido otras en el siglo XXI, hasta desembocar en DeBolsillo. Quizá sus dos grandes valedores entre nosotros hayan sido Mario Muchnik y Aurelio Major, ambos traductores de sus libros, que también fueron vertidos al castellano por Roberto Ruiz, un narrador del exilio republicano español residente en los Estados Unidos, y los escritores catalanes Marta Pessarrodona y Francesc Parcerisas, entre otros muchos.

Si repasamos de forma somera la biografía de Sontag (la última que conozco resulta muy recomendable, es la publicada en Chile en el 2016, por la editorial Tajamar, obra de Daniel Schreiber), llaman la atención varios detalles que deben haber influido en su trayectoria intelectual: su origen judío —su apellido real es Rosenblatt—; los estudios en prestigiosas universidades norteamericanas y europeas: Berkeley, Oxford, Chicago, La Sorbona y Harvard; su tempranísimo matrimonio, a los 17 años, que solo duró siete ; sus relaciones sentimentales con el poeta ruso afincado en los Estados Unidos Joseph Brodsky, y con la gran fotógrafa Annie Leibovitz; sus colaboraciones en revistas culturales de renombre: Harper's, The New York Review Books y The Partisan Review; el montaje en Sarajevo, durante la guerra, de Esperando a Godot, con Juan Goytisolo chupando cámara; el cáncer que padeció en los años setenta, del que finalmente falleció en el 2004; y su inconfundible imagen convertida en icono intelectual, reproducida hasta la saciedad, incluso en las cubiertas de sus libros, hasta el punto de que podría decirse que forma parte de su obra, como otro más de sus componentes. Si en los años sesenta y setenta existió en los Estados Unidos, en Nueva York, una especie de gauche divine, que sí existió, Susan Sontag fue uno de sus miembros más destacados y deslumbrantes. Y respecto al interés que mostró siempre por las ilustraciones de las cubiertas y contracubiertas de sus libros, véase lo que comenta sobre La enfermedad y sus metáforas (p. 33-35) y Sobre la fotografía (p. 51 y 52).

 

A diferencia de la mayoría de los intelectuales que se muestran esquivos o recelosos con las entrevistas, Sontag no las desdeña porque –cuando el interlocutor sabe de lo que se trae entre manos, como ocurre en esta ocasión— la conversación le sirve para pensar e incluso para confesarse, pues no repara en comentar aspectos de su vida privada, aunque insista en que —frente a lo que suele creerse— su obra se fundamenta en la imaginación más que en su biografía, que no suele utilizar ni siquiera transformada, algo que –en verdad— cuesta creer, porque lo que realmente le interesa es el mundo. En suma, más que utilizar sus libros para expresarse lo que hace es prestarse a componer una determinada obra que no necesita obligatoriamente ocuparse de los temas que la atraen (p. 103), pues tiene la sensación de ser una persona que cambia todo el tiempo. Así, confiesa: “yo escribo en parte para cambiarme a mí misma” (p. 109). También afirma en estas páginas que decidió no volver a casarse y tener una vida independiente, pues hay un momento en la existencia, reconoce, en que hay que plantearse el dilema Vida/Proyecto, elegir entre vida u obra.

Lo que me gusta de Sontag es que sus opiniones no son nunca previsibles, ni suele subirse al carro de la opinión predominante para andar cómoda en el rebaño. Por eso, sus obras representan como pocas la esencia del ensayo, en lo que este género tiene de especulativo, parcial e imaginativo. No en vano, se muestra en contra de los estereotipos que nos limitan, de las polarizaciones del tipo: joven/viejo, masculino/femenino, pensamiento/sentimiento (“pensar –comenta— es una forma de sentir y sentir una forma de pensar”, p. 66), corazón/cabeza... El ensayo, defiende, no precisa seguir una argumentación lineal, sino que debe utilizar la discontinuidad y el fragmento, aunque en ese concepto no se maneje con comodidad (“el de los fragmentos –zanja— es un problema muy complicado”, p. 59). A pesar de que suela utilizarse a menudo, nunca he conseguido saber a qué se refieren cuando hablan de fragmentos, quizá porque no siempre se haya entendido bien a los románticos de Jena, de quienes parte la idea. Y se planeta, como no podía ser menos, el problema del estilo, que por un lado define –el suyo propio— como despojado, escueto, de ahí su admiración por Kafka y Beckett, en el que la metáfora desempeña un papel importante. Y respecto a la técnica, resultan de interés sus comentarios sobre el uso ambiguo del punto de vista en sus narraciones, pues en “Viejas quejas revisitadas” no llegamos a saber si el narrador es hombre o mujer, y en “El nene”, uno de sus relatos más autobiográficos, narra una historia desde la primera persona del plural (p. 76).

La conversación con Cott empieza tratando de la enfermedad, del cáncer, de lo que aquella significa como metáfora; luego, pasan a ocuparse de la cultura popular (el rock, confiesa, fue la causa de su divorcio), que ella compaginó siempre con la denominada alta cultura, y acaban deteniéndose en los componentes fascistas (no creo que sea esta la palabra precisa) de la New Left de los años sesenta. Y no podrían faltar los grandes temas a los que dedicó sus libros o ensayos sueltos, tales como la interpretación, cuya tesis siempre me resultó más que discutible; la fotografía, sobre la que hoy –dada su banal proliferación con los móviles— creo que diría cosas distintas y enriquecedoras; la sexualidad, pues a pesar de que nos han preparado, más bien convencido, indica, de que es la actividad central, la única natural de nuestra vida, a ella le resultan ridículas esas opiniones (p. 97), y respecto al amor y al sexo, cree que quizá sea el máximo problema del ser humano, la cuestión es que no siempre van de la mano (p. 92); y por lo que se refiere a las drogas, puesto que a ella la aletargaban, la sumían en la pasividad, consideraba que le sentaban bien, dado que era una persona muy nerviosa (p. 81).

En 1975 le encargaron que dibujara su autorretrato para un libro colectivo. Pintó una estrella de David y reprodujo una frase de Confucio: “Cada uno de nosotros está destinado a salvar al mundo” (p. 101). Susan Sontag se declaraba neoyorquina por elección, pues prefería el nordeste del país, y al contraponer esa ciudad a California, afirmaba que el Estado del sur le resultaba demasiado remoto, si bien reconocía que le debe su manera de hablar, la costumbre de sonreír (véase la foto de la cubierta) y el no mostrarse ni desconfiada, ni tampoco a la defensiva. Sus ciudades europeas favoritas eran: París, entre otras razones porque el francés era la otra única lengua que conocía bien, Roma y Venecia, donde solía ir a menudo. Pero, en suma, podría decirse que era capaz de sentirse cómoda en cualquier lugar en que pudiera crearse un espacio propio y llenarlo de libros y silencio. También comenta su admiración por autores atípicos, como Laura Riding, Paul Goodman, Elizabeth Hardwick y William Gass. Aunque no falten, en la lista de sus preferidos, clásicos más reconocidos, como Dostoyevski, Stendhal o Henry James, si bien confiesa que el libro que despertó su deseo de ser escritora fue Martin Eden, de Jack London.

Pero si una cuestión no podía faltar era la del feminismo, terreno en el que se reconoce admiradora de Simone de Beauvoir, pues para ella El segundo sexo (1949) sigue siendo el mejor libro feminista que se haya escrito. En cambio, se muestra crítica con Hélène Cixous, la estrella entonces emergente, con quien no comparte la idea de que la escritura delate las diferencias sexuales, pues Sontag no cree que exista una escritura masculina y otra femenina, y tampoco que una mujer no pueda escribir lo que escribe un hombre, y viceversa (pp. 26 y 67). En una especie de balance, de confesiones finales, Sontag afirma que se hizo a sí misma, sin apoyo ni protección de nadie, cosa que no parece cierta si nos creemos a sus biógrafos, y sin restarle mérito alguno, y aunque reconozca que se ha pasado la vida escapando, cree también haber llegado lejos (pp. 119 y 120). Y así me parece que ha sido, si es que podemos expresarnos en semejantes términos.

No quiero dejar de ocuparme de una cuestión que me parece importante, más allá de que resulte polémica. La traducción del escritor argentino Alan Pauls, en el castellano que le es propio, debemos asumirla en España con naturalidad, sin aspavientos, como tantas traducciones que en los cincuenta y sesenta nos llegaron de Argentina o México, de Losada, Emecé, Sudamericana o el F.C.E., de la misma manera en que los hispanoamericanos deberían hacer suyas las de tantos libros que les llegan traducidos —por ejemplo— por Anagrama.

Susan Sontag como metáfora

Susan Sontag como metáfora

Y para acabar con nuestra autora, debo que confesar que no siempre es fácil estar de acuerdo con Susan Sontag, ni falta que hace, si bien tiene ese don que solo poseen los grandes ensayistas: pues despiertan las ideas del lector, incitándolo a pensar. _____

Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporanea en la Univesidad Autónoma de Barcelona y crítico literario aficionado.

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