Los diablos azules

La T que falta en la literatura

Imagen de la bandera LGTBI y la bandera trans.

LGTB: a estas alturas, es más que probable que cualquier persona aproximadamente informada sepa que esas siglas designan a las personas lesbianas, gais, trans y bisexuales. Pero ese puñado de caracteres, que son la expresión pública de una alianza entre colectivos, no siempre contuvo las mismas letras. Basta con mirar a la historia de la Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales, la FELGTB, que comenzó siendo solo FEGL —gais antes que lesbianas, la orden se invirtió en el 2000—. Aunque las personas trans fueron protagonistas de la misma fundación de la lucha queer contemporánea, con la revuelta de Stonewall que conmemora cada año la marcha del Orgullo y que este viernes cumple medio siglo, tuvieron que esperar mucho, mucho tiempo para que su letra fuera sumada al conjunto. En el caso de la principal federación española, la T no se incluiría en el nombre hasta el año 2002. Entró antes en circulación el euro que la T en FELGTB. Por supuesto, la T es muda todavía en muchos ámbitos. Incluido, paradójicamente o no, el de las letras. 

Alana Portero, Valeria Vegas y Darío Gael Blanco son tres de los autores trans que reivindican su espacio en la literatura, a menudo desde ámbitos ajenos a las grandes editoriales y enfrentándose a la transfobia imperante. Valeria Vegas, con estudios como Vestidas de azul (Dos Bigotes, 2019), una investigación sobre el documental de Antonio Giménez-Rico, o ¡Digo! Ni puta ni santa, la biografía de La Veneno en la que se basará la serie de Atresmedia sobre la artista. Alana Portero, con libros como el poemario La habitación de las ahogadas (Harpo Libros, 2017) y sus artículos en medios como El Salto. Darío Gael Blanco, participando en antologías como Cuadernos de Medusa vol. II (Amor de Madre, 2018) o en volúmenes de ensayo como Vidas trans (Antipersona, 2019), donde coincide con Portero. Pese a su lucha, a la fuerza del movimiento trans y a la progresiva visibilidad lograda, su tarea es a menudo una labor solitaria. 

 

Lo era, desde luego, cuando comenzaron a adentrarse en la lectura. No son capaces de recordar un solo personaje trans que les orientara en la infancia. "Mi despertar trans fue bastante temprano", cuenta Alana Portero, "aunque he transicionado muy tarde, y esa falta de referentes me creaba una sensación grande de extrañeza conmigo misma". Quien no tiene referentes, dice, no tiene espejos ni manera de nombrarse a sí misma: "No había palabras para expresar las cosas que yo sentía, y es muy difícil vivir una situación que no puedes explicar, para la que no hay conceptos, no hay ideas… Te encuentras en una especie de deriva que es bastante triste". Darío Gael Blanco se permite soñar un poco: "Me habría encantado disfrutar mientras crecía de la obra de Iria G. Parente y Selene Pascual donde aparecen personajes trans y no binarios con bastante frecuencia y, hasta donde yo he leído, tratados con auténtica exquisitez". Estos nuevos modelos de literatura juvenil llegaron, todavía con cuenta gotas, pero llegaron tarde para muchos. 

La cosa cambaría ligeramente en la adolescencia. Tanto Blanco como Portero nombran Orlando, de Virginia Woolf, como libro fundacional. La novela, en la que Orlando pasa, mágicamente y de la noche al día, de hombre a mujer, fue una narración absolutamente rompedora en su tratamiento del género y la sexualidad, y ha sido un oasis para muchos lectores LGTB. "Era un cuento de hadas, un milagro", recuerda la escritora, "y se me quedó grabado hasta el día de hoy: a veces todavía tengo la esperanza de quedarme dormida y despertarme y que mi cuerpo haya cambiado, como el de Orlando". Darío Gael Blanco encontró, por su parte, un modelo en "el tipo de masculinidad que construye en la primera parte, y en la fluidez y alegría con la que trata el tema del género en el resto". 

Hubo también, claro, lecturas menos felices. Valeria Vegas menciona Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy, publicado por Eduardo Mendicutti, autor abiertamente homosexual, en 1997. La protagonista era una mujer trans, Rebecca de Windsor, que se adentra en la madurez. "No me pareció adecuado, o más bien realista", se lamenta la periodista y escritora: "A veces hay mucho peligro, tanto en el cine como en la literatura: cuando se quiere crear un personaje trans, se tiene que crear desde el conocimiento de causa". Alana Portero saca otra lectura menos luminosa que la de Woolf, de nuevo escrita por un hombre gay: Otras voces, otros ámbitos, el debut de Truman Capote allá por 1948. Allí aparecía el tío Randolph, "una figura un poco extraña, un travesti, en realidad", que vive en una casa hundida entre pantanos: "Es la imagen más representada de las mujeres trans: la decadencia, la depresión, el rechazo por parte de casi todo el mundo…".

 

La cosa no ha mejorado tanto. La transfobia, dicen, se manifiesta en el mundo editorial de manera similar a como lo hace en el resto del mundo. Es decir, y en palabras de Portero: "Hay reacciones maravillosas y grandes hostilidades, y luego un mundo medio, como indeciso, que no lacera demasiado pero tampoco te acoge con los brazos abiertos". "Eso me decepcionó un poco", continúa la escritora, que ha trabajado casi toda su vida como librera, "porque creía que el mundo editorial —que es un pensamiento clasista, en realidad—, por estar asociado a la cultura, tendría que entender mejor las cosas, y no es cierto". Y eso afecta, claro, a la creación. No es solo que "pocas editoriales se plantean siquiera la posibilidad de publicar a une autore trans", critica Darío Gael Blanco, sino que "la mayoría de las pocas que lo hacen esperan y solicitan un tipo de texto muy limitado y concreto, más dirigido a satisfacer la mirada cis (y su bolsillo) que a otra cosa". Esto resulta, explica, en que se les impide producir sus propios "referentes de ficción" y "saberes". Y lo mismo se les hurta, claro, a los lectores. 

Si este escritor y traductor señala que con frecuencia se pretende que las autoras y autores trans prioricen el ensayo y la pedagogía frente a la poesía y la narrativa, Valeria Vegas ha notado una serie de prejuicios por el mismo hecho de tratar la memoria trans: "Al haber escrito la biografía de La Veneno, al ser ella un icono pop, y al ser tan controvertida… Es verdad que eso me ha dado visibilidad, pero, cómo decirlo, a vista de alguien yo no he hecho la biografía de Severo Ochoa. Yo he hecho la de La Veneno". No es solo que se tratara de un personaje mediático, sino de "no entrar dentro de la escala: si no eres un personaje correcto, o si no actúas desde la visión que ellos quieren, estás fuera". Vestidas de azul, un estudio sobre la representación de las mujeres trans en el cine de la Transición, buscaba "resarcir" aquel prejuicio. "Después de algo considerado frívolo, pues haces un ensayo de 300 páginas que huye del concepto pop". Pero es una trampa: si escribe sobre la historia del colectivo, uno de sus muchos intereses, dice, se le "encasilla". "Me apetece hablar de más cosas, del papel de las chachas en el cine español, de la visión de la prostitución en el cine… Esto es un tipo de transfobia, porque se considera que solo puedes hablar de transexualidad: 'No vengas a hablarnos de algo que se salga de lo que esperamos de ti'. Yo quiero que se esperen de mí muchas cosas".

 

Quizás por todo esto, Darío Gael Blanco y Alana Portero hablen de una relación ambivalente con la literatura: por una parte, es un espacio seguro, de exploración de la propia identidad. Pero es también un ámbito espinoso. "Yo lo he pasado muy mal a veces escribiendo", dice la autora, "porque contaba las verdades que fuera no podía contar todavía, y era un poco frustrante". Pero Blanco habla también de la "angustia" generada por la idea de escribir, de no estar a la altura de las autoras y autores admirados, algo a lo que se sumó luego la transición hormonal: "Tuve que centrarme en mi propia supervivencia, y en aquel momento esta no pasaba por arriesgarme a sentirme aún peor por mi exceso de perfeccionismo y autoexigencia a la hora de escribir". Y la manera en que ese proceso descoloca ciertas cuestiones vitales. Y las necesidades económicas. Y la falta de referentes. Y luego, un poco de luz: "Ha sido únicamente en los últimos meses (pese a que mi condición de pluriempleado hasta hace nada no ayudara) cuando he sentido la suficiente confianza en mi propia voz como para retomar este sueño y concebirlo de una manera más sana y constructiva".

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Las reivindicaciones trans interseccionan, en el ámbito literario, con otras reclamaciones. Tanto Alana Portero como Valeria Vegas han seguido de cerca, y participado, en el movimiento que reivindica, desde el pasado año con especial fuerza, el papel de las mujeres en el mundo editorial. "Es un acto de justicia, de restitución, y no hay más que ver lo que está molestando al mundo masculino literario", celebra la primera, especialmente activa en la lucha feminista. "Estoy muy orgullosa de este acto de reparación y de autovindicación".

Pero. Porque hay un pero, aunque insista, por si hubiera que despejar dudas, en que está "absolutamente a favor del movimiento". El pero es evidente, aunque, dice, "difícil de plantear": "Me pone muy triste que la ausencia de las mujeres trans sea total. No solo porque no hay una mención a ninguna escritora trans, jamás, sino porque no he visto ninguna reivindicación específica, y a las mujeres más visibles del mundo editorial que han encabezado este movimiento tampoco las he visto hacer una mínima reclamación". Coincide Vegas, que no se ha sentido incluida tampoco en los grupos de mujeres periodistas surgidos al calor del 8M: "He tenido pocas compañeras que me hayan invitado. Pocas. Las demás... Yo creo que hay algo todavía en sus cabezas que reacciona pensando que yo debo ser una intrusa". Y de nuevo, una luz: "Pero estoy segura de que esto cambiará". La pregunta es cuándo. "Un lustro", dice primero. Luego, una duda, una sombra: "¿Estoy siendo demasiado optimista?". 

 

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