Los diablos azules

Joseph Roth y la 'vida nueva' del santo bebedor

El escritor Joseph Roth.

En 23 de mayo de 1939, tras enterarse del suicidio del escritor Ernst Toller en los Estados Unidos, Joseph Roth, alcoholizado, se desplomó en un café de París, siendo internado en el sanatorio donde pronto murió. En su lápida puede leerse: "Escritor austríaco muerto en París". Pasó gran parte de su vida lejos de su Galitzia natal (nació en Brody, a 4 kilómetros de la frontera rusa, hoy forma parte de Ucrania), como el judío exiliado que era, aunque afirmaba que su judaísmo no suponía más que un atributo accidental. No llegó a cumplir 45 años y aunque vivió los horrores del nacionalsocialismo, evitó los horrores de la Segunda Guerra Mundial y la llegada de los alemanes a París. Unos meses después, aparecía su novela corta La leyenda del santo bebedor, editada ahora por Alianza con traducción y epílogo de Ibon Zubiaur. Quizá por ello se haya repetido hasta la saciedad que debe leerse como el testamento de su autor. En la actualidad, el lector español dispone de cinco ediciones más, tras la ya veterana de Anagrama, de 1981, en versión de Michael Faber Kaiser, la única que conozco: Nuevo Siglo, de Buenos Aires; Book4pocket, en versión de Juan José del Solar; y las ilustradas de Nórdica y Libros del zorro rojo.

Lo habitual es que uno llegue a los libros a través de sus autores, o de los títulos, e incluso a veces por la confianza depositada en un editor o colección. Y, sin embargo, yo he llegado a este libro por su traductor, con quien comparto ciudad, Berlín, y curiosidades literarias similares. Hay dos cosas más que me siguen atrayendo: su género, la novela corta, una dimensión narrativa intermedia entre el cuento y la novela, y la versión cinematográfica de Ermanno Olmi, de 1988.

Hoy en día, Roth tiene entre nosotros un prestigio bien asentado, debido a novelas como Job (1930), que supuso su consagración, La marcha Radetzky (1932), El Anticristo (1934) y La cripta de los capuchinos (1936), por solo citar unos pocos títulos. El crítico Marcel Reich-Ranicki, artífice del prestigio y éxito en Alemania de Rafael Chirbes y Javier Marías, sintetizó con lucidez la vida y la obra de nuestro autor: "Roth fue pobre y a la vez manirroto, ascético y sin embargo disoluto, un hombre frívolo y abandonado, irresponsable e informal, y un escritor sobrio y lúcido, insobornable e implacable. Fue un granuja y además un poeta, un sinvergüenza y casi un profeta". Algunas de estas características son las mismas de Andreas Kartak, el protagonista de La leyenda del santo bebedor. Erika Mann, la hija del autor de La montaña mágica, en una carta a su hermano Klaus, describe a Roth como repulsivo, borracho, engreído, chabacano, vocinglero y avaricioso... Parece ser que llevó una vida disipada y a menudo sufrió apuros económicos, a pesar de tener fama de codicioso, pues le gustaba vivir en hoteles y, como le sucede al protagonista de su novela, solía invitar a otros exiliados en sus correrías nocturnas por bares y prostíbulos. No es fácil decir cuál fue la ideología de Roth, pues siendo siempre enemigo del nacionalsocialismo, al desencantarse de la izquierda se acercó a los monárquicos austríacos legitimistas y al catolicismo. Aunque su mujer, Andrea Manga Bell, comentó en una ocasión que se había hecho católico por esnobismo. En cualquier caso, fue uno de los primeros en alertar sobre el peligro que supondría Hitler.

Cuando Galitzia pasó a formar parte de Polonia, se afanó en obtener la nacionalidad austriaca, y aunque su lengua familiar era el yiddish, utilizó el alemán como lengua de cultura, en la que escribió sus obras. Compartió estudios con el escritor polaco Bruno Schulz, el autor de Las tiendas de color canela (1934), fue amigo de Ödön Von Horvárth, de Stefan Zweig, quien lo ayudó económicamente, y de Alfred Polgar (muy apreciado entre nosotros por sus microrrelatos editados por Acantilado), a quien consideraba su maestro. En el prestigioso Frankfurter Zeitung coincidió con Walter Benjamin, Ernst Bloch y un joven Adorno.... El caso es que Roth se pasó la vida yendo de un lugar a otro. Vivió en Lemberg (Galitzia), Viena, Berlín (sus Crónicas berlinesas, publicadas por Minúscula, son modélicas en su género) y París (su ciudad preferida), así como en ciudades en las que ejerció el periodismo o a las que viajó como corresponsal por la Unión Soviética, Yugoslavia, Albania, Polonia o la Italia de Mussolini.

En el afortunado título de su narración se vale de dos conceptos: el de leyenda, pues su relato procede de una historia que le contaron y que él transformó, proporcionándole una dimensión literaria a la historia oral, al mismo tiempo que la propia vida del autor aparece rodeada de leyendas, sobre él y los suyos, que fue tejiendo y destejiendo a lo largo de toda su existencia. Y la idea del bebedor que Roth fue, y muy constante. (Para un contexto mayor, vid. Javier Barreiro, Alcohol y literatura, Menoscuarto). Como también lo es su protagonista, cuya muerte en una iglesia de París, embriagado, envidiaba el autor, pues en la memorable frase final: "¡Que Dios nos dé a todos los bebedores una muerte así de hermosa y fácil!", la voz del autor parece suplantar a la del narrador. Todo el título en su conjunto, con la palabra santo en medio de la frase, destila un punto de ironía, un recurso muy presente en esta obra. Así, sus personajes —valga un solo detalle— se pasan la obra bebiendo Pernod (convertido en absenta en otras traducciones), el cual —por cierto— el autor detestaba.

La leyenda del santo bebedor cuenta la vida nueva de un minero de la Silesia polaca que llega a Francia de manera ilegal, para trabajar, acabando en la cárcel tras cometer un crimen y convirtiéndose al salir en un vagabundo que duerme bajo los puentes del Sena. Se trata de una historia sorprendente, cuya acción transcurre en 1934 (el narrador comenta con sorna que "futbolistas y boxeadores [son] la élite de nuestro tiempo", p. 47), si bien el autor posee la rara habilidad de conseguir que nos creamos una historia plagada de —digamos— inexplicables casualidades, que el protagonista tacha de milagros, pues, según comenta el narrador: "a nada se acostumbra el ser humano con tanta facilidad como a los milagros" (p. 39).

Así, un caballero desconocido le pide a Andreas, el vagabundo que se define como "un hombre de honor, aunque sin dirección", que le haga el favor de aceptar 200 francos, préstamo que deberá devolver a santa Teresita de Lisieux, venerada en la capilla de Sainte Marie de Batignolles, dejando el dinero al sacerdote tras acabar la misa. El caso es que la posesión de los francos lo lleva primero a un restaurante modesto, luego a un bistró burgués, seguidamente a una peluquería y a comprarse un billetero, luego se dirige a un prostíbulo, va al cine y a bailar con Karoline (un antiguo amor, por quien acabó en prisión), mientras empieza a apreciar el valor del dinero. A continuación, se encuentra con un famoso futbolista de Silesia que lo ayuda, hecho que el narrador define como "un milagro dentro de un milagro" (p. 49), luego con una bella joven, Gabby, una prostituta que finge ser bailarina y que le roba y, finalmente, con un viejo amigo ucraniano, Woitej, compañero suyo en las minas... A Andreas le salen trabajos o consigue más dinero de forma imprevista, pero a pesar de su intención de cumplir con la promesa (hasta en tres ocasiones intenta acercarse a la iglesia), siempre le surge algún impedimento, llega tarde, una u otra persona lo distrae, interponiéndose en su camino, o bien convirtiéndose en excusa para no devolver el dinero. Es como si hubiera un umbral —digamos que metafísico— que no logra traspasar, de ahí que solo con la muerte consiga alcanzar a medias su destino.

La estructura no es menos singular, pues parcela la narración en 15 breves capítulos, varios de los cuales no superan las tres páginas. Si la historia, desde su primera escena, resulta paradójica y sorprendente, los componentes de la narración, las "cosas raras", casualidades o milagros que se repiten, el tipo de historia que se cuenta, en suma, exigen cierta intensidad, esa dimensión breve que muestra la novela corta si la comparamos con la novela al uso y un estilo caracterizado por la concisión y la exactitud, con la precisión. El caso es que todos los personajes aparecen y desaparecen a lo largo de sus páginas; solo el protagonista y la voz del narrador permanecen en el centro de la acción. Debo decir, además, que gran parte de los datos procede del epílogo del traductor, muy útiles para acabar con malentendidos e informaciones falsas que circulaban sobre Josep Roth, contextualizar su trayectoria literaria y su singular y agitada biografía, y conocer el criterio que ha seguido en su versión.

Paloma Díaz-Mas al ritmo del cocido

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Se trata, en definitiva, de la historia de una metamorfosis (el libro de Kafka data de 1915), de un relato sobre el azar y el destino, sobre las nuevas oportunidades que proporciona la vida, aunque a menudo, por una u otra razón (la amistad mal entendida, la distracción del deseo, el alcohol, la indolencia, las decisiones equivocadas...), las dilapidemos, o confundamos lo permanente con lo pasajero. En La leyenda del santo bebedor gira y gira la rueda del mundo, la vida de Andreas parece que pueda cambiar, de laico o indiferente va transformándose en —digamos— religioso, cree en los milagros ("me suceden tantos milagros seguidos", comenta, p. 33), y los años de indigencia han quedado atrás, si bien apenas consigue seguir nunca el compás del implacable transcurrir de la existencia. Se trata de una clásico de la novela corta, de una pequeña obra maestra que todo lector que se precie debería leer.

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Fernando Valls es crítico literario.Fernando Valls

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