El rincón de los lectores

Confesiones de un ilustrado

Portada de 'El encargo', de Javier Melero.

Las conclusiones definitivas del abogado defensor Javier Melero, al final del juicio del procés el 12 de junio de 2019, comenzaron con el elogio de la publicidad que ofrecía su retransmisión televisiva. Quería subrayar Melero la conveniencia de conocer, por parte de la población, las prácticas de la ciencia penal, y el tipo de conocimiento que comporta para ilustración general. Los vídeos están en la red y mucha gente los siguió en su momento y pueden revisarse hoy, pero existe ahora una pieza de convicción mejor todavía que la transmisión televisiva, a menudo latosa y aburrida. El libro que publicó hace ya un año Javier Melero (editado por Ariel en castellano y por Destino en catalán) ofrece un relato trabado y brillante, persuasivo y civilizado sin incurrir en las maneras del predicador y poniéndose la toga solo lo justo. La convicción de haber vivido desde dentro un caso único favorece que en el libro se deslicen con humor británico y hedonismo francés la ristra de vicios privados del autor, como el tabaco, el alcohol (mejor si es un dry martini) y la buena mesa, pero también la sensibilidad atenta a la luz, la pintura y el cine, la arquitectura y el urbanismo, la literatura alta, baja y media, e incluso un deporte de riesgo como el boxeo. Exprime tan bien las horas de gimnasio que cada capítulo lleva una sentencia (pertinentísima) de algún boxeador histórico, en afición compartida por más de uno de los protagonistas del juicio, como el mismo Marchena (no dice si hay también aficionados entre los procesados).

La inmensa mayoría de observadores de la vida pública sabíamos poco de este abogado penalista hijo de mecánico, nacido en Barcelona en 1958 y saxofonista de jazz frustrado, sin barco y sin casa en la Cerdaña, más afín a Jaume Sisa y Pau Riba que a Lluís Llach, amante del cine y del wéstern en particular, además de nostálgico sin lágrima quejumbrosa de los tiempos del Zeleste, del Glaciar y de amigos como “el incombustible Carles Flavià”.

Melero ha sido miembro del equipo jurídico del nacionalismo catalán convergente de los últimos años, con casos tan sonados como la defensa de Oriol Pujol por las ITV, pero también se hizo cargo de la acción popular contra Millet en relación con el caso del Palau de la Música. No es precisamente un recién llegado y, pese a ello, ha mantenido una autonomía de juicio –ideológico y político— que lo convierte en especimen casi estrambótico en muchos sentidos, y también en el literario.

El único héroe posible de la retirada, a la altura de 2017, se llamaba, según escribe Melero, Jordi Pujol. Pero desde la confesión pública sobre su fortuna en el extranjero de 2014 calló y ya no hubo nadie más apto para liderar esa retirada: alguien había metido en la cabeza de Pujol la idea de la declaración (aunque no dice quién). Parecía así agotada toda posibilidad de atenuar la “atmósfera onírica de la Barcelona del procés”, cuando dominaba el “ensimismamiento narcisista ante todo lo que fuese español” y parecía más “peligroso retroceder porque te fusilaban los tuyos”, como pasaba con el ejército de Stalin. La “determinación implacable” de los políticos hacia la independencia los acercaba a la “asamblea de creyentes” e “iluminados por su ilusión política”, sin haber sido capaces, como no lo fue su defendido Joaquim Forn, de entender que el sol poble del que hablaban una y otra vez no era ni todo el pueblo ni tan siquiera la mitad de la población de Cataluña. En su “horizonte mental” no había nada grave en lo que iban haciendo y decidiendo en nombre del pueblo catalán desde el 6 de septiembre y hasta el 27 de octubre, cuando “ni siquiera Lluís Llach tuvo ganas de cantar”, todos “absortos en la táctica” y desentendidos de la estrategia (y del resto de catalanes no indepes), con exabruptos de “independentismo garibaldino”. De hecho, incluso parte del público de Forn en el juicio le parecía a Melero “básicamente un conjunto de puritanos indignados porque la realidad no estuviese a la altura de sus ideales”.

No parece pues que Melero sea exactamente un partidario de la independencia, a pesar de su distancia ya estratosférica de Ciudadanos (con el que simpatizó en sus orígenes). También se sintió empujado a participar en la manifestación del 8 de octubre de 2017 en Barcelona, incluida la angustia inocultable que le causó buena parte de la compañía. Seguramente parte de ella entraría en el capítulo de la “legión de dementes que nos han traído hasta aquí”, y que no incluye solo a la plaça de Sant Jaume o a Waterloo. El auténtico lujo de este libro consiste en escuchar el runrún mental de un señor culto y preciso a la hora de argumentar jurídicamente y también a la hora de sondear su propia vivencia como ciudadano y sujeto paciente de un procés que lo lleva a aceptar como abogado penalista la defensa de los imputados Meritxell Borràs y Joaquim Forn, entre otros. Pero ni calla ni disfraza su discrepancia con los objetivos del procés, como no oculta tampoco sus claras reticencias con parte de los abogados de la defensa y su estrategia, más ideológica que técnica, sean Andreu Van Den Eynde o sea un Jordi Pina invasivo, incontinente y un tanto fanfarrón, que “no desaprovechaba ocasión para fer país” durante el juicio, como si asumiese un “plus patriótico en sus minutas”.

El libro no incluye su opinión sobre la sentencia pero sí el desencanto matizado por no haber sido capaz de mover un milímetro la posición de la Fiscalía en sus peticiones finales. Por la prensa, sin embargo, hemos sabido que Melero considera la sentencia “muy desafortunada”, “bastante decepcionante” y finalmente “injusta”, sin esconder tampoco –según declaraba en eldiario.es— que “se fue llevando la partida demasiado lejos”, en alusión al 27 de octubre. Es el mismo autor quien se lamenta, mientras charla con Arcadi Espada, de que en sus columnas “había juzgado y condenado” a los procesados antes de hora (contra la ecuanimidad de gente más sensata, como Xavier Vidal-Folch o Ernesto Ekaizer). Melero aspiraba, como ejemplar ilustrado postmoderno, “al triunfo del mal menor antes que al del bien absoluto”, y reconoce los errores cometidos en el interrogatorio a Pérez de los Cobos, o se permite incluso el sacrilegio de recordar en Cataluña –en una de las inmersiones meditativas del libro— la existencia de un franquismo catalán con nombres y apellidos (desde Miquel Mateu hasta Valls i Taberner).

Quizá por todo eso junto, a menudo repite que los cuatro meses pasados en el Supremo podrían haberse resuelto, a la vista de las pruebas presentadas, en un “juicio rápido”: se trataba básicamente de evaluar hechos públicos y retransmitidos incansablemente y de tasar la intensidad de la violencia ejercida por los procesados, descartada en la sentencia pese a la beligerancia de la fiscalía. De hecho, su discurso de conclusiones se inspiró en un clásico del cine español, Amanece que no es poco, de José Luis Cuerda, para incluir un toque de “humor suave” y “un poco de buena voluntad” con la intención (quizá ilusa pero irrenunciable) de señalar que “nos estábamos tomando a nosotros mismos demasiado en serio”. Quizá también por eso, sus retratos son muchas veces valientes e irónicos, bien porque el discurso del rey del 3 de octubre le parece “inoportuno”, bien porque el exconsejero Santi Vila podría parecer “nuestro Lord Jim, a pesar suyo” o el periodista Guillem Martínez un “personaje de Richard Crumb”. El regalo central del libro no es jurídico ni ideológico ni político: es ejemplarmente civilizado.

La versión original en catalán de este artículo apareció en el número 16 de Política&prosa en febrero de 2020.

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Jordi Gracia es ensayista y profesor de Literatura Española en la Universidad de Barcelona. Su último libro es Javier Pradera o el poder de la izquierda (Anagrama, 2019).

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