Los diablos azules

Luis Mateo Díez, la cultura oral de la invención

El escritor Luis Mateo Díez en una imagen de 2017.

Luis Mateo Díez, autor con una escritura “heredera de una cultura oral en la que nace y de la que registra su progresiva desaparición”. En esos términos hablaba de él el jurado que le anunciaba el jueves como ganador del Premio Nacional de las Letras. El fallo estaba señalando, en realidad, una paradoja. No solo por el hecho de que Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942) haya contribuido con su escritura a alargar un poco más la vida de esa cultura oral, sino porque la relación del escritor con la oralidad es tan compleja como lo es la narrativa nacida al amor de la lumbre. Si la cultura oral suele identificarse (con razón o sin ella) con cierta simplicidad formal, el lenguaje de Díez es singular, con recovecos, a veces florida, poco interesada en la literalidad. Pero también está Celama: ese reino inventado en el que se parapeta el autor, un territorio “onírico” o “surrealista” según sus propias palabras, creado trazo a trazo a lo largo de los años, con sus ciudades de sombra y sus ríos lóbregos. Al rescatar la memoria de Celama, un territorio en el que nadie ha vivido nunca, Luis Mateo Díez accede por pasadizos secretos a habitaciones de la imaginación colectiva que parecían olvidadas. Una “cultura oral” que jamás ha sido pronunciada pero que resuena como un cuento que todo el mundo hubiera oído.

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A ese universo ha dedicado Díez gran parte de su carrera literaria, también en algunos de sus últimos títulos, Vicisitudes o El hijo de las cosas. Esos espacios que parecen tener alma están habitados por personajes que suelen tener ciertas características en común: los nombres estrambóticos, la tendencia al disparate, una conciencia humorística de la futilidad de la experiencia humana y un núcleo moral pesado como los metales. Es otra de las características que señalaba el jurado, su “preocupación constante por la dimensión moral del ser humano”. Él mismo no duda en asociarla con su educación como lector, forjada en los clásicos, con una buena dosis de literatura rusa. “Lo ruso siempre ha tenido para mí un gran atractivo”, decía a este periódico. “Eso que llaman el alma rusa, eso que Zúñiga [uno de sus maestros] llama los bosques nevados. Es una literatura que representa mucho el dolor de un pueblo, de una civilización, su desgracia”. Una literatura de la que aprendió también el interés por el bien y por la bondad, dos términos a los que se refiere a menudo y que presenta en oposición. De un lado, la bondad en nombre de la cual el ser humano es capaz de sus mejores acciones; del otro, el bien, usado a menudo como excusa para el totalitarismo (otro de los términos que, quizás sorprendentemente, a menudo surgen en la conversación cuando Díez habla de bien y de bondad).

El Premio Nacional de las Letras suponía el colofón de una carrera muy celebrada. Ahí están los sendos Premios Nacionales de Narrativa, en 1987 y 2000, por La fuente de la edad y La ruina del cielo, respectivamente. Están los sendos Premios de la Crítica ganados con estas mismas novelas. Está su entrada en la Real Academia Española en 2001. Y está un (casi) intangible, el reconocimiento (casi) unánime de la crítica y el respeto generalizado de su profesión. Quizás esto esté relacionado con un carácter considerado discreto y que sus amigos describen como afable y fiel (fiel fue también a su oficio en el Ayuntamiento de Madrid, del que ya está jubilado), con la constancia en la escritura, que le ha convertido en un escritor muy prolífico, particularmente en relato y novela: si se consulta su bibliografía se verá que va casi a libro por año, lo que revela que su imaginación y los senderos de Celama están lejos de agotarse. Cuando Luis Mateo Díez habla de su biografía, menciona la crianza en León, donde quedaba la huella de la Institución Libre de Enseñanza, la lectura infantil del Quijote o de Robinson Crusoe, su traslado a Madrid como estudiante y, finalmente, como funcionario, la Plaza Mayor y la memoria cada vez más lejanas de las reuniones de vecinos en torno al fuego.

El crítico Fernando Valls, estudioso de su obra, hablaba así de La fuente de la edad, con una aseveración que sin embargo sirve para el conjunto de su obra: de Cervantes, dice, “recoge la acción itinerante, el peregrinaje de los protagonistas, el gusto por la digresión y la utilización de personajes locos o inocentes”. Y añade: “Cervantina es también la búsqueda del ideal; el constante enfrentamiento entre sueños y realidad, entre lo soñado y lo vivido en definitiva; y el gusto por el lenguaje retórico, abarrocado, siempre con un deje de ironía”. Su confianza en la literatura como habitante del límite entre imaginación y realidad, entre ensueño y mundo, le hace también crítico con la literatura considerada de entretenimiento: “La literatura actual tiene grandeza en los grandes, en los escritores que tienen un reto literario y que ejercen ese reto, han conquistado un estilo personal y tienen un mundo propio, y creo que en el panorama español hay unos cuantos extraordinarios”, decía, optimista, en una entrevista con este medio. “Y luego, la literatura ha derivado en manos de los comerciantes, los editores se han vendido a la búsqueda de un lector que no necesita literatura, sino entretenimiento literario. Y ese lector es infinito”. También es infinita Celama.

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