Los diablos azules

Pensamiento en exilio

La filósofa Hannah Arendt, en un retrato tomado por el fotógrafo Fred Stein en 1944.

Olga Amarís Duarte

El exilio es el relato de una vida que se quiebra de improviso. El exiliado, desde estos términos, es el personaje quebrado de una historia no elegida, enloquecida a destiempo. Y es que el exilio también es el momento detenido en la fractura de esas vidas, una cesura en medio de un relato inacabado. Sin embargo, ocurre a veces que los personajes del exilio se rebelan a ser narrados por una voz que no es la suya y que no admite el contrapunto. Es entonces cuando se vuelven ellos mismos la voz que cuenta la historia vivida en primera persona, sin intérpretes ni amanuenses que limen los bordes de unos hechos que solo pueden ser descritos a golpe de martillo. Así es como la experiencia del exilio se torna en materia de pensamiento, en un conocimiento que mucho tiene que ver con la frónesis aristotélica, del saber prudente que nace de la vida que se padece hasta las últimas consecuencias.

Dos de estos casos afortunados los encontramos en María Zambrano y en Hannah Arendt. Decir de ellas que fueron pensadoras extraordinarias es volver al exilio, que todo lo ubica en el lugar del extranjero, o sea, de lo excepcional. Decir que fueron dos huéspedes privilegiadas del pensamiento del siglo XX supone colocarlas en la morada que ambas decidieron habitar de forma consciente y voluntaria, tras haber comprobado la falibilidad de un mundo físico que se desplomaba a su alrededor. Ir a contracorriente, como afirmaron cada una a su manera, no fue una opción, ni siquiera una pose deliberada, sino que, simplemente, “se dio así”, como la única forma posible de mantener a flote un pensamiento insobornable que no claudica en su necesidad de comprensión.

Pero la elección del exilio como lugar en el que alberga el pensamiento sugiere también, en el caso de Arendt y de Zambrano, la creación de un refugio en donde les fue posible ejercitar un acto reflexivo muy íntimo, emancipado de escuelas, de maestros sumergidos y de teorías en boga. A este respecto, Zambrano dirá que el exilio es como una isla en la que es posible que surja una razón que ya no es náufraga, como se decía en el raciovitalismo de Ortega y Gasset, sino poética, poiesis que crea y que se crea ella misma por el mero esfuerzo de estirarse más allá de los confines del entendimiento: “Una isla es para la imaginación de siempre una promesa. Una promesa que se cumple y que es como un premio de una larga fatiga”.

También para Arendt el exilio supone aquel topos desde el cual es posible lanzar el pensamiento sin temor a las barandillas que se interpongan en el camino. En una carta fechada el 29 de enero de 1946, la politóloga confiesa a su maestro Karl Jaspers que la única existencia “decente” es aquella que se desarrolla en los márgenes de la sociedad, en donde el individuo corre el riesgo de morir de hambre o de ser apedreado hasta la muerte. La decencia de la que habla aquí Arendt no es otra que la socrática; es decir, aquella en la que el pensamiento y la vida andan de la mano. De ahí que el último libro interrumpido de Arendt se titule The life of the mind, esto es, un pensamiento que tiene vida, que es vida.

Ilusiones existenciales

Hacer una crónica fiel de los exilios de Arendt y Zambrano es tarea imposible, pues ya dijimos que la historia del exiliado es un pastiche trazado por una memoria asincrónica. Podemos, sin embargo, recurrir al poder creador que las dos pensadoras otorgaron a conocimientos alternativos y poco valorados en el ámbito filosófico. Porque el exilio también es el lugar propicio para encontrar ciertos saberes marginales. La imaginación en Arendt y los sueños en Zambrano son aquellas fuentes epistémicas que logran rellenar los vacíos de la razón mediante “ilusiones existenciales” que dan forma y sentido al relato de vida que se está contando. Y es que el exilio de ambas no se entiende sin su conclusión, sin su telos, que en ellas se trata de una suerte de segundo nacimiento a la plena consciencia. En este sentido, el mantra de la obra zambraniana es la vita nova que espera al final de un exilio interminable. Para Arendt, es aquel segundo nacimiento que difiere del biológico por su carga política y por la voluntad de ser y de estar en el mundo, asumiendo al completo la responsabilidad de la esfera pública.

El mapa de ruta del viaje de Hannah Arendt no tiene en sí nada de extraordinario o diferente del resto de judíos alemanes que tuvieron que abandonar el país y su nacionalidad perseguidos por la amenaza del nacionalsocialismo. Se dibuja, por el contrario, como una línea vectorial que conduce a Arendt, de un Berlín en llamas tras el incendio del Reichstag, a una ciudad de Nueva York vibrante y cargada de oportunidades para los recién llegados. Aunque no debieran faltar en el relato las paradas intermedias del campo de confinamiento de Gurs y la pérdida del admirado amigo Walter Benjamin en la localidad fronteriza de Portbou. Para referirse al exilio de la pensadora judía, su biógrafa Elisabeth Young-Bruehl identifica dos etapas bien diferenciadas: una primera que va de1933 a 1951, en la que Arendt sobrevive a guisa de una “sin papeles”, dedicándose en su mayoría a cuestiones relacionadas con la “condición judía”, y una segunda etapa que comienza con la concesión de la nacionalidad estadounidense en 1951 y la aparición de su primera gran obra, Los orígenes del totalitarismo, y que bien podría definirse al modo de Cicerón en sus Disputaciones tusculanas como un “sentirse en casa en el lugar en el que se está”.

Pensar el desarraigo

Muy revelador a este respecto es el hecho de que su segunda gran obra publicada en 1958, La condición humana, debía llevar originalmente el título de Amor mundi, en claro homenaje a un mundo al que tarde, según sus palabras, había aprendido a amar. Este sentimiento amoroso, que nada tiene que ver con el simple afecto, debe entenderse como una religación intelectual al estilo del Amor intellectualis de Spinoza. Para Arendt, amar al mundo es, en este sentido, reconciliase con él tras haber hecho un trabajo de reflexión que permita comprender el lugar en el que uno nació como un extraño, y en el cual, en razón de su singularidad, seguirá siendo siempre un extranjero.

El siguiente exilio de esta historia, el de María Zambrano, está compuesto por un sinfín de patrias forzadas, apresuradas y provisionales que se le fueron dibujando en el horizonte. Tanto es así que los que bien la conocieron no dudaron en calificarla de ubicua, de transparente, como en el poema que le dedica Lezama Lima, su alma gemela, e incluso de incandescente como hace Juan Soriano al retratarla a modo de una de esas mariposas místicas de San Juan de la Cruz que a ella tanto le gustaban.

Después de cruzar la frontera francesa en 1939, y de pasar una breve estancia en París, Zambrano huye al continente americano: primero a México y después a las islas de Cuba y Puerto Rico. En 1947, asediada por necesidades económicas y tras recibir un mensaje anunciando la agonía creciente de su madre, Zambrano volverá a París para reunirse con ella y con su hermana Araceli. El ansiado reencuentro con la madre, sin embargo, no fue posible. A Zambrano, como a su heterónima Antígona, no le fue dado el derecho de velar a sus muertos. En el viaje interminable, lleno de cruzamientos, de encuentros y desencuentros entre Europa y los países hispanoamericanos, las dos hermanas acabarán viviendo hasta 1977 en una casita desvencijada de La Pièce, en donde Zambrano escribirá las obras más importantes de su “razón poética”, entre ellas: España, sueño y verdad, Claros del bosque y varios textos que solo serán publicados a su regreso en España en 1984. Tras 40 años viviendo y pensando en desarraigo, queda aún la pregunta irresoluble de si es posible el regreso de quien en el exilio ha descubierto, a fuerza de soñarla, la ciudad ideal: “Una Patria desconocida, pero que, una vez que se conoce, es irrenunciable”.

En sus exilios particulares, Hannah Arendt y María Zambrano no se conocieron, aunque sus destinos sí se cruzaron en el invierno parisino de 1939. Sin embargo, cada una por su lado llegó a una concepción del exilio muy similar, convirtiéndolo en un elemento esencial de la condición humana.

Arendt hablará a este respecto de la “vida desnuda” para referirse al exiliado que ha tenido que abandonar todo excepto la mera condición biológica. De igual manera, Zambrano elogiará la humanidad ejemplar del sujeto sin atributos que se ha quedado “desnudo y desencarnado” al vaivén de la historia. Es más, que ha dejado de ser personaje y se ha convertido en persona y, de nuevo, en voz que toma la palabra. Y es desde esta desnudez, tan parecida a la del recién nacido, en donde se gesta esa filosofía de la esperanza, del nacimiento, y de la creación desde la ruina que ambas pensadoras proponen en su obra.

En el proceso de reducción hasta llegar a lo irreductible que acontece en el exilio, el pensamiento se libera, a la vez que se ensancha para llegar a comprender hasta lo incomprensible y dar sentido allá donde el horror solía silenciar a la razón. Y allí, en aquel lugar sin lugar, se encontraron al final los pensamientos de Arendt y de Zambrano: dos centellas irradiando luz a su alrededor en los tiempos de mayor oscuridad de nuestra historia.

Amor pese a todo

Amor pese a todo

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Olga Amarís Duarte es doctora en Filosofía y autora del ensayo Una poética del exilio: Hannah Arendt y María Zambrano en la editorial Herder.

Esta entrevista está publicada en el número de marzo de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes suscribirte a la revista en papel aquí o leer online todos sus contenidos aquí.aquíonlineaquí

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