Los diablos azules

La novela del Madrid de Trapiello

Portada de Madrid, de Andrés Trapiello.

Se han escrito muchos libros sobre Madrid y los madrileños, los mejores según Andrés Trapiello se recuerdan en las páginas de Madrid (pp. 422-430, a los múltiples citados yo añadiría La caída de Madrid, de Rafael Chirbes, y Balcón de piedra. Visiones de la Plaza Mayor, de Luis Mateo Díez), pero pocos, casi ninguno, son tan hermosos como este, que ha diseñado el propio autor junto a Alfonso Meléndez, con quien suele colaborar en la editorial Pre-textos, y su hijo Guillermo Trapiello. Además del texto, aparecen cuadros, grabados, carteles, postales, planos, ilustraciones diversas y fotos que hacen muy atractivo el volumen. Y diría que rinde homenaje a los mejores fotógrafos que ha tenido la ciudad: Gonzalo Juanes, Francisco Ontañón, Gabriel Cualladó, Francesc Català-Roca, Nicolás Müller, Enrique Sáenz de San Pedro y, junto a ellos, su mujer, Miriam Moreno y su otro hijo, Nicolás. Pero de todas las fotos que aparecen en el libro, mi preferida es aquella en la que el autor, muy joven, aparece con su futura mujer, autora hoy de un clarificador ensayo sobre Ramón Gaya (p. 164).

Trapiello nos cuenta que llegó a Madrid en 1971, huyendo de León, de una familia conservadora. Tenía 17 años y ese fue, afirma, el día más importante de su vida, el de su temprana emancipación. Luego, antes de regresar definitivamente a la capital, estuvo en Valladolid y se hizo maoísta, miembro de la denominada Joven Guardia roja. Las ilusiones antifranquistas, las buenas intenciones y la desinformación lograban que algunos jóvenes de entonces se implicaran en semejantes dislates.

Este libro, en el que se conjuga la historia y la autobiografía, tiene tres protagonistas: Madrid, Galdós y el propio autor, quien va desgranando su vida, una existencia que quienes somos lectores de su Salón de pasos perdidos conocemos casi al detalle. Así, podría decirse que establece paralelismos con sus diarios, aunque los episodios aparezcan contados en otro contexto y de otra manera. Porque aquí casi todo el protagonismo se lo lleva Madrid, la urbe –nos dice— en que la mezcla lo es todo, sus lugares preferidos de la ciudad (como la Plaza de la Paja, donde se inicia la acción de Tomás Nevinson, la última novela de Javier Marías), si bien pasada por el cedazo de las vivencias y anhelos del autor: de su pasado y presente en la capital, la casa familiar en Conde de Xiquena (cita a Ortega: “La casa [...] es el traje de la familia”), y las visitas a su segunda y tercera residencia, como él las llama, al Rastro (le dedicó un libro en el 2018) y a la Cuesta de Moyano (p. 271). Claro que la identificación tenía que ser casi total, pues Madrid y Trapiello, nos enseña, significan lo mismo: arroyo.

Estamos, por tanto, ante una historia, desde sus orígenes, y una guía de Madrid, con Galdós como referencia fundamental, pero también incluye una reflexión sobre las dificultades sufridas para profesionalizarse como escritor, confesándonos lo mucho que ha tenido que escribir para ganarse la vida –a él le hubiera gustado que le bastaran las novelas sin tener que recurrir a la esclavitud de la reseña y el artículo—. En suma, recuerda que el único propósito de su vida, su sueño, consistía en ser escritor, aunque en un momento dado aspirara a convertirse en archivero y bibliotecario. Todo ello se fija, en cierta forma, mediante el autorretrato de quien fue a comienzos de los setenta (p. 37).

Decía que en el libro hay mucho del autor de Fortunata y Jacinta, pero también de Cervantes y Lope de Vega, de Juan Ramón Jiménez, de Azorín y de su querido Ramón Gaya, a quien a veces nos presenta como la medida de todas las cosas. Pero tengo que confesar que para mí el mayor descubrimiento de este libro ha sido Ángel Fernández de los Ríos, el autor del XIX. Junto a estas filias, no podían faltar las fobias, pues Trapiello se presenta como un personaje quejoso, lo que cuesta trabajo entender porque como escritor, de géneros muy diversos, es muy reconocido, aunque a veces ni siquiera eso basta.

Al hilo de la historia principal cuenta cosas muy diferentes, como –por ejemplo— qué es el palé y como en este juego empezó a familiarizarse con las calles de Madrid alguien que muchos años después formaría parte de la Comisión que revisaría los nombres de la calles de la ciudad por encargo del Ayuntamiento. Recuerda algunos iconos de los años en que llegó a la ciudad: los zapatos Castellanos, los charlatanes que pregonaban su mercancía en la calle o, en otro orden de cosas, las comidas madrileñas por excelencia: el cocido, el besugo, los callos, los churros y los bocadillos de calamares... O las acacias y la belleza de ciertos nombres de lugares o calles, como Válgame Dios, Desengaño o Costanilla de los diablos, que ya utilizó para titular sus memorias Charles David Ley. Amigo de hacer listas, de lo mejor o de lo que más le gusta, afición que comparte con Roberto Bolaño, escoge diez edificios singulares, sus diez rincones predilectos de la ciudad y las iglesias que prefiere (pp. 390-394, 409 y 410).

Nos da noticia, asimismo, de las empresas culturales, literarias, en las que ha participado: la diversa fortuna de sus libros, la colección Entregas de La Ventura, con su inseparable Juan Manuel Bonet, las editoriales Trieste y Comares (la colección La Veleta), sus experiencias como negro, casi siempre mal pagado, o las colaboraciones en catálogos, su trabajo como tipógrafo, su participación en programas de televisión, como La edad de oro (Paloma Chamorro no sale bien parada) y Encuentro con las letras, o en la Movida, aunque me parece que en esta última no tuvo un papel protagonista.

A veces no puede dejar uno de reír con lo que dice, pues no suele faltar el humor (lo define con una greguería como “metáfora del sentimiento”, p. 444), adobado con la ironía, en alguna ocasión malvada, verdadero oxígeno de unas páginas que, en algún momento, pueden resultar algo reiterativas. Y a este respecto, quizás el capítulo que me ha resultado menos sugestivo haya sido el que dedica a la gastronomía, si exceptuamos lo que cuenta sobre la gente con la que ha comido, dónde lo ha hecho y en qué condiciones. Sea como fuere, chincherías de crítico aparte (práctica siempre cuestionada por Trapiello, aunque él la haya cultivado con brillantez), el libro es excelente e invita a pasearse con él por Madrid atendiendo a sus recomendaciones. Pues, como afirma a otro propósito: “Los grandes innovadores en arte no son únicamente aquellos que inventan un género nuevo, sino que además imprimen en los antiguos un acento especial, personal. Que en arte la mayor originalidad acaba siempre en brazos de la tradición” (p. 329). Y prueba de ello es lo bien que integra su autobiografía en un libro sobre Madrid, y una cierta historia de sus lecturas, de los autores y obras que más aprecia, de sus gustos urbanísticos, arquitectónicos y artísticos.

Otra de las virtudes mayores del libro estriba en la prosa, en ese tono entre informativo, irónico y sentencioso que utiliza, lírico y apasionado. Pero también logra convertir la mera anécdota en categoría, cuando cuenta su participación en un montaje de Tío Vania (p. 418). Mucho más interés tiene aún la lectura de primera mano que hace de los numerosos textos que cita, por lo que no suele repetir las ideas y juicios establecidos, aunque a veces eso lo lleva a caer en opiniones atrabiliarias o demasiado categóricas, como cuando opina sobre el Reina Sofía o, en general, del arte contemporáneo (p. 459). En suma, lo que el libro tiene de revoltijo de materiales lo hace ilustrativo y ameno, más grato a la lectura.

Para Trapiello los escritores se dividen en dos tipos, por así decir: “los que viven de una manera que ellos consideran literaria (trasnochar, escoger su vestuario, hablar mucho de libros, de escritores y de críticos) y los que hacen lo posible por no llamar la atención. Uno es, creo, de estos últimos” (p. 148). Donde el creo es la clave de esas frases. En lo que llama la generación de los difíciles, engloba a Bergamín, Cernuda, Rosa Chacel, Gil-Albert y Gaya (pp. 168 y 169), a los que podría añadirse María Zambrano y Serrano Poncela, e incluso el mismo Trapiello como uno de sus últimos componentes, pues nadie ha sabido hasta ahora (cuenta nuestro autor con 68 años) situarlo en la historia de la poesía, la novela o el artículo. Solo como diarista, tipógrafo, editor o como experto en la literatura de la Guerra Civil, parece ocupar un lugar indiscutible.

Como ha ocurrido con su libro sobre Las armas y las letras, este dedicado a Madrid, pero que también trata sobre cómo se forja un escritor, y sobre las dificultades que encontró para profesionalizarse, se convertirá pronto en lectura y referencia imprescindible entre todos aquellos a los que sin vivir en Madrid nos gusta la ciudad y sus gentes, nos interesa su historia y la vida que bulle en los diversos ámbitos que la componen, su capacidad para convertir a todos sus visitantes en madrileños, algo que los que venimos de Barcelona, y no andamos entre los rizos del poder nacionalista, agradecemos mucho. En cualquier caso, lo cierto es que esta novela de Madrid no es una novela, pues no solo de novelas viven los buenos lectores, sino también de libros excelentes como este.

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P.S. Leo en una crónica que el libro anda ya por la novena edición y que las librerías independientes españolas lo recomiendan en la categoría de eso que ahora llaman no ficción y que yo denominaría, en todo caso, ensayo. Y me atrevería a pronosticar que en el próximo Premio Nacional de dicha categoría dará guerra.

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Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.

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