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Los diablos azules

La veleta de Margaret

La escritora Margaret Atwood, en una imagen de 2005.

Victoria Alonso Blanco

“¡Cuídate de los idus de marzo!”, cuenta Plutarco que le advirtieron a Julio César camino del Senado. Pero César, burlón, desoyó al oracular vidente y encontró la muerte a la vuelta de la esquina. A cuchilladas cayó, víctima de la conjura patricia y de la estocada final y traidora a manos de Bruto. Resulta, pues, apropiado que hoy, 15 de marzo de este pandémico y distópico 2021, aborde esta breve indagación sobre el papel de la afamada escritora Margaret Atwood (Ottawa, Canadá, 1939) como máximo exponente de la ficción distópica contemporánea, al menos en su vertiente femenina y más visible. A fin de cuentas y de cuentos, toda la obra de la autora, me atrevería a decir que incluso la más realista, trata de advertirnos sobre el peligro de esas cuchilladas cuyo fulgor metálico acecha en el horizonte y sobre esos brutos con las manos ensangrentadas.

A diferencia de los oráculos y las sibilas de antaño, Atwood no solo basa sus augurios en la interpretación de los signos de la naturaleza, sino en razones científicas y socialmente documentadas. Basta con echar un vistazo a su cuenta de Twitter en un día cualquiera para comprobar hasta qué punto esta escritora, ya octogenaria, es una observadora atenta y sagaz de la realidad, firmemente anclada en el presente: promoción de santuarios ornitológicos, campañas en defensa de especies animales protegidas, enlaces a reseñas de jóvenes escritoras feministas, divulgación de asuntos relacionados con la defensa de los derechos humanos y un largo etcétera de intereses candentes.

Lyman Tower Sargent, estudioso del utopianismo y sus contrarios, afirma precisamente que la mayor parte de las distopías son tal vez advertencias, pero que toda advertencia comporta la posibilidad de una elección, y por tanto, alberga en sí una esperanza. La autora, en una entrevista publicada en The Guardian (2016), declaraba que sus novelas distópicas “más que servir de guías para evitar el desastre, actúan como veletas de viento”, y en los últimos años, cuando más falta nos hace elevar esperanzadamente la vista al cielo para ver por dónde sopla el viento, sus veletas distópicas no han dejado de girar.

¿Pero por qué orientar la veleta hacia la distopía en particular? En materia de géneros literarios, la autora se declara heterodoxa. Desde que en 1961, con apenas 19 años, se autopublicó una colección de poemas que llevaba por título Double Persephone, un referente mitológico relevante sobre el que volveré más tarde, su prolífica obra ha tocado (y subvertido) todo tipo de géneros. Sin embargo, en su tierna infancia, cuando hacía honor a su nombre (Atwood, para quien no domine el inglés, significa en el bosque) y llevaba una vida asilvestrada y nómada en el remoto norte de Canadá siguiendo los diversos trabajos de campo de su padre, entomólogo forestal, sus primeros escritos inventaban mundos ficticios y su afición lectora se dirigía hacia el universo mágico del folklore y lo fantástico. La impronta de las lecturas infantiles es indeleble, y ya sabemos que las cabras, al igual que las brujas y las hechiceras, siempre tiran al monte, es decir, al bosque, a ese espacio mítico lleno de misterio que poblamos en nuestra imaginación de seres fantásticos y fantasías oscuras. Si a ese fértil bosque le añadimos unos toques de humor satírico y el cincel de una mente educada en la ciencia –sus autores preferidos en aquel entonces eran los hermanos Grimm, Edgar Allan Poe y Arthur Conan Doyle— ya tenemos la distopía burbujeando en la marmita.

Ficción especulativa

Atwood, sin embargo, rehúsa que se etiquete esa parte de su obra alejada del realismo sociológico como distopía, y prefiere que se la califique de “ficción especulativa”. Es decir, una ficción, por evitar el ya casi acuñado anglicismo especulador, que hace cábalas y conjeturas sobre el futuro basándose en un presente o pasado perfectamente reales. También ha rechazado que dichas obras se engloben en la categoría de ciencia ficción, puesto que, afirma, esta versa sobre monstruos, marcianos y naves espaciales, sobre viajes en el tiempo y otras cosas que hoy todavía no son posibles (como La guerra de los mundos o Crónicas marcianas), mientras que sus ficciones oscuras se basan en hechos que podrían ocurrir hoy mismo (como Un mundo feliz o 1984). En cualquier caso, poco importa la etiqueta que se les adscriba, como ella misma declara y defiende en un sustancioso artículo acerca de dichas categorizaciones publicado en The Guardian en 2011: en el fondo todos beben de lo mismo, “esos otros mundos imaginarios situados en otro lugar, al margen de nuestro mundo cotidiano”.

En esa categoría de ficción especulativa o ustopía, un neologismo que ella misma ha inventado con la intención de aunar utopía y distopía pues a su juicio cada una de ellas “contiene una versión latente de la otra”, hemos de incluir por un lado su novela El cuento de la criada, publicada por primera vez en Canadá en 1985, así como la continuación de esta, Los testamentos (2020), escrita casi por petición popular tras el éxito de la reedición de la primera y su serialización para las pantallas. Por otro lado, tendríamos la trilogía Maddadam: Oryx y Crake, El año del diluvio y MaddAddam, novelas que vieron la luz en el periodo que va desde 2003 a 2013.

Dejando al margen los motivos personales que pudieran encender la chispa de esas ustopías, las del siglo XX y las del XXI, se observa que en ambos casos surgieron propiciadas por momentos históricos convulsos: El cuento de la criada, calificada de distopía feminista, vio la luz tras una estancia de Margaret Atwood en Berlín durante la primavera de 1984, unos años antes de la caída del Muro y de la quiebra del totalitarismo soviético, y unos años después de la llegada de Ronald Reagan al poder (1981-1989), cuando los avances del feminismo en Estados Unidos amenazaban con un retroceso y el poder religioso cobraba fuerza. Esa teocracia totalitaria y puritana donde las mujeres se veían sometidas al esclavismo reproductor que la autora creó en el siglo XX, tendría su continuación casi 30 años después en Los testamentos, justo tras la llegada de Donald Trump al poder (2017-2021), cuando el feminismo cobra fuerza planetaria gracias al movimiento MeToo, pero también el fanatismo y la intolerancia religiosa vuelven a asomar los colmillos. Y los cuchillos. La autora ha repetido hasta la saciedad que a la hora de escribir esas ustopías siempre se ha impuesto la condición de no incluir nada que no hubiera sucedido en otro tiempo o en otro lugar o para lo que no existan herramientas fundamentadas en la realidad.

Entre Ronald y Donald, sus “ficciones especulativas” han tomado otro cariz, otra deriva si cabe más urgente y casi apocalíptica: el cambio climático y los recursos esquilmados del planeta. La trilogía MaddAdam dibuja y satiriza un mundo lúgubre asolado por catástrofes medioambientales, pandemias y manipulaciones genéticas: los fundamentos reales no pueden refulgir con más claridad.

Si bien es cierto que el estreno televisivo en 2017 de la serie El cuento de la criada y el movimiento planetario MeToo han popularizado mundialmente su figura, también habría que cifrar el alcance de sus ecodistopías en la capacidad de la autora para tomarle el pulso a la realidad, para detectar el cambiante signo y viento de los tiempos y llevar al papel cábalas y conjeturas espeluznantes. Pero también al deseo confeso de sacar a la luz nuestro lado más oscuro, de adentrarse en el bosque para meter la mano en el pozo y luego mostrarnos todo eso que tanto nos disgusta y angustia, pero que todavía estamos a tiempo de cambiar.

En ‘A la hoguera con los carcamales’, la distópica historia que cierra su colección Nueve cuentos malvados, una residencia geriátrica llamada Ambrosia vive el asalto de Nostoka, la guerrilla edadista que incendia el centro convencida de que los viejos están esquilmando los ya muy mermados recursos del planeta. ¿Resuena, verdad? Atwood, sin embargo, salva de la quema a la pareja protagonista, Tobias y Wilma, que contemplan el fuego desde un paradisiaco jardín, como una suerte de Adán y Eva en su tercera edad, plantando con ello una semillita de esperanza.

En Negotiating with the dead (2002), una recopilación de conferencias en torno al oficio de escribir que pronunció en la Universidad de Cambridge, sugiere Atwood, desbordante de erudición y sabiduría, que toda narración, o quizá todo escrito en general, proviene en el fondo del miedo y la fascinación que nos inspira la muerte. Del deseo de quien escribe por embarcarse en ese viaje proceloso a través del inframundo para extraer algo o a alguien. Y así tal vez iluminarlo. Hechicera del bosque, profética sibila, clarividente agorera a su pesar, pero ante todo escritora con una capacidad de fabulación interminable, eso ha hecho la autora desde aquella Doble Perséfone de su adolescencia: bajar como Proserpina al reino de los infiernos, estación tras estación, y regresar con los bolsillos cargados de rojas granadas con las que deleitarnos. Y avisarnos. Porque el fulgor de los cuchillos destella en el horizonte.

Mal favor al socialismo (y a Rubalcaba)

Mal favor al socialismo (y a Rubalcaba)

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Victoria Alonso Blanco es traductora de narrativa, ensayo y teatro en lengua inglesa. Ha traducido, entre otros autores, a Margaret Atwood, Arthur Miller, David Sedaris, Dennis Lehane, Tibor Fischer, Karen Russell y Kenneth Graham.Victoria Alonso Blanco

Este artículo está publicado en el número de abril de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquíaquí

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