Directo
Ver
La gran paradoja del 21A: un Parlamento más soberanista, una ciudadanía menos independentista

Los diablos azules

La vida que no queremos

Portada de Las niñas siempre dicen la verdad, de Rosa Berbel.

¿Creéis que un bello cielo nos cubre todavía?

Ángela Figuera Aymerich

No sé si la poesía sigue siendo un arma cargada de futuro. Seguramente el futuro no existe. Lo que existe, también seguramente, son las preguntas que interrogan sobre esa posible inexistencia. La poesía es todo dudas, material dispuesto a la quema, como los rastrojos que antes fueron leña indomable. “Hacerse poeta es enfermedad incurable y pegadiza”, escribía Cervantes. Que al menos exista, sea posible, la poesía que elude respuestas complacientes. Como tanta y tanta de la que hoy se escribe para decirla con altavoces a lo U2 en los grandes auditorios, o en ese oscuro, para mí tan extraño, amontonamiento confuso de las redes. “La suerte del amor es ese instante / en que vuelves a casa / como un niño / y te preguntas de nuevo cuánto falta / cuánto falta otra vez / para el futuro”: son unos versos de Rosa Berbel, de su libro Las niñas siempre dicen la verdad, ganador del Premio de Poesía Joven Antonio Carvajal en 2018. Nunca la había leído. Como tampoco al otro poeta que ocupa esta crónica que me llena de una íntima, enorme, satisfacción. Descubrí esas y otras escrituras parecidas en un amplio reportaje de Clara Morales en infoLibre, hace unas semanas. La poesía que sale en todas partes, la de la fanfarria cancionera o esa otra que abruma con su tediosa cotidianeidad de ripios aparentes, provoca sarpullidos. Hace setenta años ya lo escribía Ángela Figuera Aymerich: ese “tópico dulcísimo y sedante / de un verso con timón y cortesía / … porque eso, al fin, a nada compromete / y siempre suena bien y hace bonito”. Y más adelante: “Colegas queridísimos, estetas y defensores / del pájaro y la rosa…”. En la inmensa poesía de la escritora vasca busca sus razones otra poesía distinta a la del pájaro y la rosa, a la de esa ficción que se muere en la intimidad de un misticismo que huele a más rancio que los exvotos de un convento. Los tormentos del alma o el viacrucis del corazón sangrando a cada espina: ¡venga ya!

La poesía de Carlos Catena Cózar y Rosa Berbel podría ser la que se queda en la antesala de lo que anunciaba Gabriel Celaya: la poesía es un arma cargada de presente. Miren lo que escribe Carlos Catena en Los días hábiles, Premio de Poesía Hiperión en 2019: “quizás no te acuerdes ahora (Carlos) / de que hace años teníamos un futuro / hoy desde el futuro vuelvo agotado a ti / y te pregunto qué tenemos ahora”. O esto otro: “a ti (Ricardo) único joven de éxito que conozco / he venido a preguntarte cómo vamos a aguantar / los cuarenta años de trabajo que nos quedan / hasta jubilarnos”. Llámenla ustedes poesía social o como les dé la gana. A mí me gusta llamarla política. Indaguen si les apetece en sus orígenes, si en la de la generación de los 50 o en la del 27. No importa dónde situemos esa poesía que enlaza con esa otra, crítica, que anda como puede —a ratos incluso puede mucho: con Juan Carlos Mestre, Antonio Orihuela o Enrique Falcón y gente así a la cabeza— entre el discurso acomodado de quienes tan alegremente copan las lista poética de los 40 Principales. O en otro (des)orden de las cosas, lo que escriben Olvido García Valdés y Antonio Méndez Rubio, por poner dos ejemplos, entre otros, de poesía grande.

Hay un regusto amargo en lo que cuentan estos jóvenes poetas. Tienen poco más de veinte años y mucha poesía a sus espaldas. Saben a pesar de su juventud de lo difícil que es escribirla: “Yo soy un poeta fracasado”, decía nada menos que William Faulkner. También tienen, a la par, mucha seguridad en que lo que vivimos es una mierda y que tiene pocas posibilidades de que cambie a mejor. El humo del capitalismo, en esa forma disfrazada de sólo neoliberal, ciega los ojos de los amantes, como cantaban los Platters cuando yo era tan joven como ellos: digo como los poetas, no como los Platters. Y aquí llegan ellos, los poetas, no los Platters (qué lío, ¿no?), para decirnos que las cosas pueden cambiar, que nada es para siempre, aunque hoy por hoy la esperanza se agote en medio del desastre (y no sólo por el coronavirus): “Pero después del amor, de la rutina, / la propiedad privada y el verano, / la realidad regresa / inconformista”, escribe Rosa Berbel.

Hay mucho de indagación familiar en sus poemas (en eso me recuerdan bastante una parte —sólo una parte— de Cingla, el excelente libro de Constantino Molina que ahora estoy leyendo y obtuvo en 2020 el Premio de Poesía Hermanos Argensola, con esa figura del padre siempre uncida a la tierra y al arado). A veces es como si la carta de Kafka reviviera en la mirada al fondo de la casa: el padre, la madre, esa inmensa figura de la abuela en los poemas de Carlos Catena: “ella dice que nunca va a darles el gusto / de dejarles el país para ellos solos”. O en este de Rosa Berbel: “Si la muerte invadiera estos cuerpos, / si arrasara estas tierras o los muros / cayeran a pedazos, / yo salvaría los ojos de mi madre”. El respeto, la admiración muchas veces, a lo que hicieron los padres, también, en otras ocasiones, la casi compasiva mirada a sus fracasos. Nunca fue fácil vivir en un país que construyó la historia a base de mentiras. Y lo sigue haciendo en la boca de quienes urden sus estrategias para que las cosas no cambien y sigan como entonces. Para qué la poesía, pues, en este paisaje de precariedades a destajo. Cómo echo de menos —en tanta y tanta poesía de ahora mismo— la fuerza de aquel primer libro de poemas de Blanca Andreu, cuando apenas había pasado de los veinte años y ganó el Adonais en 1980: De una niña de provincias que se vino a vivir en un chagall. Ese verso que suena a maldito en el tiempo de la poesía complaciente: “creer en la poesía, y en la intolerancia de la poesía”. Volviendo al texto de infoLibre que me movió a escribir este acto de rendición a la poesía social escrita por gente insultantemente joven, ya tengo aquí, dispuesto sin corazas de ninguna clase a esa misma rendición, Actos impuros, de Ángelo Néstore, Hijos de la bonanza, de Rocío Acebal Doval, y Pertinaz freelance, de Sergio C. Fanjul. Sé de buena tinta que será una lectura rabiosamente gozosa, como suele pasar cuando te enfrentas a un buen libro de poemas.

No parar quietas

No parar quietas

Ya para terminar, la pregunta del millón. Decía Vladimir Holan que la poesía que es sólo poesía no es poesía. Ha de haber algo más que pájaros, amores adolescentes acunados con música moderna y almas atormentadas en los poemas-convento que rozan —cuando no lo sobrepasan— el ridículo. Me quedo con los versos de Rosa Berbel: “Pero sé que hay lugares / en los que basta solo una palabra / para encender el fuego”. Y con estos otros de Carlos Catena Cózar: “Repitamos hoy el procedimiento: / formar comités salir a la calle clamar / que la tristeza y este dolor en el pecho / cada domingo por la tarde / no son la vida que queremos”. Yo tampoco la quiero. Ojalá ustedes se sumen al manifiesto. Pongan su firma aquí. Y ahí nos vemos.

_____

Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Algo personal (Piel de Zapa, 2021). 

Más sobre este tema
stats