Turquía

Protesta y democracia en Turquía

Manifestante en las calles de Estambul.

Daniel M. Kselman

Versión en inglés  

El 28 de mayo, un grupo de gente no excesivamente numeroso se reunió en Estambul para protestar por los planes del Gobierno de transformar un parque público en un monumento otomano y un centro comercial. A raíz de la reacción policial, que casi todo el mundo ha juzgado excesiva, varios miles más de personas salieron a la calle en apoyo a los primeros manifestantes. De esta manera, una protesta que en principio atrajo pocos seguidores se ha transformado en una expresión más grande y agresiva de insatisfacción con el actual Gobierno del Partido de la Justicia y el Desarrollo, así como con su líder y Primer Ministro, Recep Tayyip Erdoğan.

El descontento ha estado cociéndose durante años. Para entenderlo, es necesario tener en cuenta la historia de la República Turca. Turquía se formó en 1921 a partir de los restos del Imperio Otomano. El fundador del Estado, Mustafa Kemal Atatürk, tras librar con éxito una guerra de independencia, puso en marcha un ambicioso programa de modernización que incluía políticas profundas de secularización de la sociedad turca y reservaba un papel importante al sector público en la industrialización y la economía del país.

En parte como reacción a este desarrollo histórico, el Islam político y la economía de libre mercado se han unido en una curiosa alianza ideológica dentro de la política turca. Este perfil cristaliza en el actual partido de gobierno (en turco, Adaletve Kalkınma Parti, al que me referiré como AKParti). Desde su llegada al poder en 2002, el AKParti ha promovido políticas que rebajen las restricciones a la expresión de creencias religiosas, como la eliminación de la prohibición de llevar el pañuelo islámico en los edificios gubernamentales. Asimismo, el Gobierno ha apoyado la empresa privada y ha aumentado la integración de Turquía en la economía internacional.

Tras una década en el poder, el AKParti ha cosechado varios éxitos. El país ha tenido diez años de crecimiento y estabilidad; a pesar de la recesión económica global, Turquía no ha dejado de crecer después de 2007. Los primeros intentos por diluir las restricciones en materia de religión tuvieron el apoyo no sólo de los conservadores religiosos, sino también de una parte de los progresistas y de los intelectuales, quienes vieron en estas políticas un avance en los derechos civiles. Asimismo, ha mejorado la provisión de bienes públicos, especialmente en el campo y en zonas urbanas de clase trabajadora. Los ciudadanos que se han beneficiado de estas políticas, muchos de los cuales son más religiosos que las clases urbanas medias y altas, han dado su apoyo al AKParti, cuyos resultados electorales han pasado del 34% en 2002 al 47% en 2007 y al 50% en 2011.

A pesar de estos logros, una década en el poder es mucho tiempo. La oposición a las políticas, que para muchos ponían en peligro la secularización de Turquía, así como el rechazo a la “venta” del país a los grandes intereses del capital, han estado fermentando durante años. En este sentido, no debería resultar sorprendente que el conflicto actual haya estallado ante los planes del Gobierno de transformar un parque en una zona comercial; tampoco debería serlo que los manifestantes se hayan centrado en la reciente prohibición de venta de alcohol o en el apoyo del Gobierno a los insurgentes sirios (la mayor parte de los cuales procede de la población suní de Siria; los líderes, cuadros y votantes del AKParti son mayoritariamente suníes).

Muchos de quienes protestan se sienten, en la práctica, excluidos del proceso electoral. Dada la temible maquinaria electoral del AKParti, estas personas no ven posibilidades reales en el futuro inmediato de ejercer influencia alguna a través de los mecanismos representativos tradicionales. No ayuda a combatir esa sensación la impotencia de los partidos opositores, cuyas estructuras organizativas y su retórica apenas ha variado desde los años noventa. Al afrontar una derrota electoral y con una oposición que no representa sus intereses, algunos jóvenes turcos han optado por expresar sus preferencias y frustraciones en la calle. La verdad es que era una cuestión de tiempo que sucediera algo así.

El primer ministro Erdoğan se ha enfrentado a las protestas con displicencia, llamando a los participantes “zánganos”, “saqueadores” y “extremistas”. El pasado sábado 30 de mayo, Erdoğan se dirigió a quienes protestan en estos términos: “Si vosotros reunís a cien mil personas… yo conseguiré un millón”. Añadió que “…construiremos una mezquita en Taksim, para lo cual no necesitamos ni el permiso del CHP (principal partido opositor) ni de unos pocos zánganos”.

Una lectura generosa diría que es un lenguaje poco delicado; otra que lo fuera menos concluiría que Erdoğan muestra falta de sensibilidad democrática. Al ser acusado de tendencias autoritarias, Erdoğan se ha referido a sí mismo como “un servidor del pueblo” y ha apelado a la hegemonía electoral de su partido como prueba de sus credenciales democráticas. Lo que estas justificaciones transmiten es una visión de la democracia basada únicamente en la regla de mayoría: hay elecciones, los ciudadanos votan y el ganador hace las políticas que estima conveniente. El Primer Ministro no parece haber entendido el reverso de la regla de mayoría: la importancia de preservar los derechos y la influencia de las minorías, así como la protección frente a la “tiranía de la mayoría” mediante mecanismos de frenos y contrapesos.

Con Erdoğan en visita diplomática al Norte de África, en los últimos días han surgido otras voces dentro del AKParti. El Presidente turco, Abdullah Gül, ha estado más conciliador al afirmar que “no hay nada más natural que otras formas de expresión distintas a la electoral cuando hay visiones tan diferentes…”. Sabemos que, durante los últimos años, la relación entre el Presidente Gül y el Primer Ministro Erdoğan ha sido tensa. De ahí que algunos interpreten que la moderación del Presidente es más una maniobra oportunista destinada a debilitar la posición del Primer Ministro que una expresión genuina de tolerancia democrática.

En este contexto, podemos plantearnos varias preguntas sobre las consecuencias políticas que pueda tener a medio plazo el movimiento de protesta. Un cambio de régimen parece improbable y, en mi opinión, indeseable. Un objetivo más realista, que encaja dentro de las reglas del juego democrático, sería mantener las movilizaciones como medio para agudizar las disensiones en el seno del AKParti. Tengo además la esperanza de que el movimiento pueda canalizar su energía mediante una estrategia electoral que concentre los apoyos en un partido opositor viable.

Aunque reconozca que muchos de los logros económicos y sociales de estos años me han impresionado, creo sin embargo que los periodos de gobiernos largos y sin interrupción de un partido único pueden acabar erosionando la democracia, incluso cuando el partido llega al poder a través de elecciones libres y limpias. Es verdad, por lo demás, que las experiencias de Turquía con los gobiernos de coalición no han sido muy positivas. De hecho, el AKParti llegó al Gobierno en parte por la insatisfacción ante la incompetencia y la corrupción de las coaliciones de gobierno de los años noventa. Con todo, a pesar de estos precedentes, parece que tras una década de partido único ha llegado el momento de volver a un modelo más consensual de hacer política, aun si eso supone que pueda haber bloqueos e ineficiencias.

Si no ocurriera así, los turcos que se sienten alienados con respecto al proceso electoral continuará tomando las calles en el futuro. ¿Y quién puede culparles por ello? El fracaso de las elecciones como mecanismo inclusivo de representación política no se da sólo en Turquía. En España los “indignados” han recurrido a la protesta para oponerse a políticas que se percibían impuestas por fueras externas “no electas”. En Estados Unidos, el movimiento “Occupy” se ha opuesto a la influencia del dinero corporativo en los dos principales partidos políticos. Cuando las elecciones fracasan en la representación de los intereses minoritarios, no consiguen frenar la imposición de políticas por parte de actores internacionales, y fortalecen los intereses especiales a costa de la ciudadanía, la gente acaba encontrando formas de hacer que sus voces se oigan. Y no deberían dejar de hacerlo…

Miles de personas arropan a Erdogan en el aeropuerto a su regreso a Turquía

Miles de personas arropan a Erdogan en el aeropuerto a su regreso a Turquía

--------------------------------Daniel M. Kselman es doctor en Ciencia Política por la Universidad de Duke. Es profesor de Relaciones Internacionales en el Instituto de Empresa. Su investigación gira en torno a la naturaleza de los partidos en las democracias contemporáneas. Es experto en política turca. 

Daniel M. Kselman

 

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