Luces Rojas

Usos privados, asuntos públicos

Parque

Luis Fernando Medina

Versión en inglés  

Los pronósticos a varias décadas son un excelente negocio, especialmente para quienes ya tenemos cierta edad. Si se cumplen, el autor queda como un visionario y si no ya estará muy viejo como para que el asunto tenga alguna importancia. Así que me voy a arriesgar con un pronóstico de ese estilo: en las próximas décadas las cuestiones sobre el ocio y el consumo se convertirán en tema de discusión política de primer orden en una trayectoria similar a la que han seguido recientemente los asuntos ambientales.

No me refiero únicamente al tema de la cantidad de ocio, aunque sin duda éste juega un papel fundamental en mi argumento. Buena parte de la historia política del capitalismo en el último siglo y medio ha sido ya una lucha en torno a la cantidad de ocio y su distribución (p. ej.: longitud de la jornada laboral, vacaciones, edad de retiro). Me refiero también a temas tales como la calidad del ocio e incluso la definición misma de qué constituye ocio.

En cierto modo es un pronóstico contraintuitivo. Piedra angular de nuestro orden liberal moderno es precisamente el reconocimiento de una esfera privada de los individuos, una esfera en la que ellos, y solamente ellos, deciden qué deben y quieren hacer. Dentro de esa esfera se encuentran las decisiones sobre el ocio y el consumo. Abrir estos temas al debate político parecería ir en contra de la noción misma de liberalismo, tan cara a los ciudadanos de las democracias avanzadas. Pero aún así, me mantengo en mi pronóstico por tres razones.

La primera y más obvia es que la cantidad "potencial" de ocio está aumentando como resultado de los aumentos en productividad. Aunque las jornadas laborales no se hayan reducido mucho, es claro que en las economías modernas solo una pequeña fracción del trabajo total es necesaria para cubrir los requerimientos básicos de subsistencia. En el siglo XIX muchos economistas respetables creían que medidas tales como suprimir el trabajo infantil o reducir la jornada laboral a 10 horas destruirían la civilización moderna. Los aumentos de productividad dieron por tierra con tales argumentos. Al aumentar la cantidad de ocio disponible, es de esperarse que, todo lo demás constante, aumente la pugna por su distribución.

La segunda razón, o mejor, el segundo conjunto de razones,tiene que ver con cambios en la estructura económica. El ocio como lo conocemos hoy es un producto de los últimos dos siglos, el resultado de un proceso de regulación y codificación de la vida social ligado al desarrollo del capitalismo y sus requerimientos de disciplina y predictibilidad. Pero el capitalismo ha cambiado en todo este tiempo y con él la estructura del ocio. Tanto al comienzo como al final del ciclo de vida se han alargado los tiempos que la persona transcurre por fuera del mercado laboral. La educación superior puede durar ya hasta entrados los veinte años (recordemos que “escuela” viene de la palabra griega para ocio) mientras que los pensionistas de hoy viven más tiempo, y en mejores condiciones de salud, que cuando se institucionalizó el retiro.

Por otro lado, como lo ha dejado claro la actual recesión económica, las economías capitalistas avanzadas han abandonado el consenso en torno al pleno empleo que las caracterizó hasta los años 80. Si la actual crisis sirve de modelo, los ciclos económicos del futuro se caracterizarán por enviar al paro a porcentajes elevados de la población durante años decisivos de su vida productiva sin que exista el consenso político necesario para impedirlo. Ante este hecho, no sería de extrañar que los ciudadanos pidan abrir cada vez más el debate sobre quién tiene derecho a trabajar y a descansar y cómo repartir ese derecho sin dejarlo al arbitrio de un ciclo económico impersonal y antidemocrático.

Pero la razón que más me interesa explorar aquí es la tercera. Nuestra noción liberal moderna sobre el ocio reposa sobre la premisa de que nuestras preferencias sobre consumo, sobre cómo usar nuestro tiempo libre son sacrosantas, que nadie, mucho menos el proceso político, debe entrar a debatirlas. Obviamente es una ficción:nuestras preferencias no son un atributo individual sino el producto de nuestros procesos de socialización en la familia, en la escuela, en los grupos sociales a los que pertenecemos, etc. Ha sido una ficción útil en la medida en que buena parte de esos procesos de socialización ocurren por fuera del mercado. Pero si algo ha caracterizado al capitalismo de las últimas décadas ha sido precisamente su capacidad de mercantilizar inclusive los procesos de socialización, de generación de preferencias y de status.

Las firmas más exitosas hoy en día no venden productos sino estilos de vida. Puede que sea rentable producir un convertible de buena calidad, pero es aún más rentable si se le puede erigir como símbolo de jovialidad de modo que cada nuevo ejecutivo yuppie que lo adquiera es, sin proponérselo, un nuevo agente de ventas para reclutar a otros. Independientemente de si el té orgánico y fairtrade es de mejor calidad que los otros, lo que lo vuelve rentable es que cada usuario está indicando su interés en los estilos de vida alternativos, las culturas asiáticasy el bienestar de los campesinos de la India, con lo que invita a otros a participar, no solo en la compra del té, sino de CDs de música instrumental y libros de yoga.

No digo nada de esto con sorna. Al fin y al cabo, el orden anterior contenía injusticias y desigualdades terribles. Los patrones de consumo servían para denotar un status al que no se podía acceder sin haber nacido en la familia correcta o tener el color de piel indicado. La mercantilización de los estilos de vida vuelve más transparente la estructura de poder que los sustenta. Si antes los árbitros del gusto eran élites legitimadas por razones religiosas, políticas o de cualquier otra índole, en el nuevo orden está claro quedichos árbitros son corporaciones muy específicas que amasan enormes fortunas como producto de su labor.

No importa si nos parece bien o no este hecho. Lo importante es que es ahora un hecho que está en evidencia, listo para ser objeto de debate político. ¿Quién tiene derecho a fijar tendencias y crear estilos de vida? ¿Cuánto dinero puede acumular en función de su éxito? ¿Es posible generar estilos de vida por fuera del mercado? ¿Es posible discutir sobre ellos? En últimas, ¿qué es un buen estilo de vida? ¿Quién puede pronunciarse al respecto? Son solo algunas de las preguntas que surgirán en el espacio político a medida que este proceso avance.

Private Habits, Public Affairs

En esencia, mi pronóstico se reduce a decir que el capitalismo va a hacer con el ocio y la identidad personal lo que ya ha hecho con el medio ambiente, con el trabajo, con las finanzas: mercantilizarlos hasta el punto que a la par que genera nuevas desigualdades (nuevas, no digo mayores ni menores), hace que dichas desigualdades queden más a la vista del proceso democrático. Al fin y al cabo, los liberales puros siempre quieren proteger el mercado de la política pero se olvidan que el mercado es él mismo un producto de la política.

--------------------------------------

Luis Fernando Medina es Investigador del Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March, realizó el doctorado en Economía en la Universidad de Stanford, ha sido profesor de ciencia política en las Universidades de Chicago y Virginia (EEUU) e investiga temas de economía política, teoría de juegos, acción colectiva y conflictos sociales. Es autor del libro A Unified Theory of Collective Action and Social Change (University of Michigan Press, 2007).

Más sobre este tema
stats