Luces Rojas

El Estado, la última frontera

Jacint Jordana

1. Los Estados europeos y la globalización

Una de las múltiples lecturas que puede hacerse de la persistente conflictividad entre Cataluña y España tiene que ver con la dimensión internacional y su impacto local. Así, un argumento muy habitual en contra de la independencia de Cataluña es preguntarse para qué son necesarios nuevos Estados si, en el marco de la globalización, y gracias a la apertura de los mercados y la facilidad para todo tipo de comunicaciones, lo que se necesita son mayores espacios de integración. Además, también se señala que el modelo de Estado-nación surgido en el siglo XIX, que combinaba la provisión de bienes y servicios públicos con la regulación de mercados bastantes cerrados, y que posteriormente sirvió también para las políticas de redistribución, entró en crisis hace ya décadas. A su vez, los partidarios de la independencia señalan que, precisamente por ello, tampoco están pidiendo tanto. En Europa, los Estados actuales ya no son tan importantes, apuntan, tienen menos funciones, y al final comparten ya gran parte de su soberanía en el espacio europeo.

Ambas partes coinciden en el diagnostico, pero mantienen posiciones opuestas: unos desean mantener el status quo actual, mientras que los otros prefieren cambiarlo. ¿Por qué? ¿Cómo podemos explicar esto? ¿Qué les ocurre a los Estados europeos en el contexto de la globalización? Intentamos aquí responder a esta pregunta, planteando algunos dilemas clave. Primero, nos encontramos con lo que podemos llamar el efecto “el fin de la historia”. Todos sabemos perfectamente que las fronteras de los Estados europeos actuales no son fruto de decisiones racionales, sino de múltiples acontecimientos históricos. A lo largo de la historia, el motor de cambio era obtener más territorio, para extraer más recursos y alcanzar mayores mercados. Algunos Estados lo hicieron mediante la continuidad territorial, otros a través de la expansión colonial; largas y terribles historias en cualquier caso. Por suerte, hace ya tiempo que este modelo de expansión territorial está en crisis, y las nuevas vías de expansión de Estados y empresas apenas requieren de controles territoriales, por lo que la historia de los cambios de fronteras en Europa, para muchos, ha llegado a su fin.

En segundo lugar, cabe destacar que la globalización ha impulsado grandes cambios de escala en muchas políticas públicas. Las políticas de redistribución se encuentran sometidas a todo tipo de tensiones. Por otra parte, los Estados apenas se dedican ya a regular mercados, mientras que para muchos servicios públicos no se requiere demasiado tamaño, como bien lo muestra la explosión de procesos de descentralización en todo el mundo. En todo caso, podemos observar cómo los equilibrios entre regulación, redistribución y servicios públicos, que se habían ido forjando con el paso del tiempo en cada país con más o menos acierto, quedan ahora sin demasiado encaje, desde el punto de vista del poder estatal. Con la europeización y la globalización, los grandes Estados europeos mantienen muchos de sus instrumentos de poder, pero sus equilibrios tradicionales se encuentran desencajados. El problema tiene un ejemplo que parece muy claro: si en Cataluña los mercados funcionan con regulación europea, la redistribución está cada vez más amenazada y sus habitantes prefieren distintas combinaciones de servicios públicos, ¿por qué tiene que compartir unas mismas estructuras estatales con España?

En tercer lugar, y coincidiendo con la globalización, crece el número de Estados en Europa. En los últimos años ha aumentado bastante rápidamente (unos 12 nuevos desde 1990), igual que en el resto del mundo (unos 34 más desde 1990). En muchos casos son Estados pequeños, bastante homogéneos, que raramente regulan sus mercados, sólo adoptan regulaciones de otros países, o de organismos transnacionales o internacionales. Otra cosa es que reinventen símbolos y retóricas tradicionales de la tecnología del Estado-nación, algo que sin duda hacen con frecuencia. La mayor parte de esto nuevos Estados, sin embargo, derivan del hundimiento del mundo comunista, o de reajustes étnico-territoriales en espacios post-coloniales. De hecho, es muy poco frecuente que surjan de la fractura de Estados-nación con sus capacidades operativas intactas. Esto es debido a que todos los Estados, una vez constituidos, son muy resistentes a la fragmentación. Las burocracias públicas configuran estructuras organizativas capaces de desarrollar todo tipo de estrategias reactivas para mantener el status quo existente. A pesar de los desequilibrios mencionados antes, estas burocracias siguen siendo muy activas en frenar riesgos y evitar que se produzca un colapso institucional.

Estas tres tendencias apuntan a que, a pesar de que haya más Estados en Europa, no es seguro pronosticar ningún resultado futuro. Mientras la soberanía estatal se diluye muy lentamente, la relevancia de las políticas comunitarias aumenta, la redistribución disminuye y los espacios de producción de servicios públicos se reconfiguran en unidades más pequeñas, los Estados grandes y unitarios del continente afrontan tensiones crecientes. No existen automatismos de carácter determinista en la historia y difícilmente se pueden hacer predicciones en temas como estos. Casi cualquier situación es posible, las derivas son múltiples y los ritmos de transición pueden ser también muy diferentes. No obstante, mantener que dentro de 20 años habrá en Europa algunos Estados independientes más, o que unos cuantos Estados unitarios se habrán federalizado completamente, es una proposición bastante plausible; aunque adivinar cuáles pueden ser estos Estados es algo más cercano a la intuición que a la ciencia.

2. ¿Pueden surgir nuevas oleadas de difusión estatal en Europa?

Si pensamos en la creación de nuevos Estados como procesos de cambio en forma de oleadas, donde los cambios en unos países influyen a otros, ello puede ser entendido como un proceso de difusión política, en este caso de decisiones sobre la formación de nuevos Estados. Los procesos de difusión, muy estudiados por las ciencias sociales, tienen en común la interdependencia no coordinada entre las decisiones de sus protagonistas a lo largo del tiempo. En este casos, se considera que lo que hace un sujeto (una comunidad, un Estado..., quien sea), o los resultados que obtenga, tienen un impacto posterior en otros sujetos, en el sentido de que hacen aumentar las probabilidad de que estos lo reproduzcan. En el ámbito de la creación de nuevos Estados, algunos estudios sobre los procesos de descolonización nos han mostrado claramente la existencia de secuencias de probabilidades condicionadas, donde aspectos como compartir una lengua, o la proximidad territorial, incrementan la probabilidad de seguir rápidamente el camino de la descolonización.

Así, cuanto más cercanas sean estas sociedades, se considera que las probabilidades de reproducir el fenómeno aumentarán de forma destacada. Tampoco quiere decir que suceda todo igual. En los estudios sobre difusión, uno de los aspectos más estudiados es precisamente la identificación de los factores que condicionan las probabilidades de adopción de decisiones a lo largo del tiempo. Se identifican mecanismos que influyen en las adopciones: el aprendizaje a partir de la experiencia de los otros, la emulación entre Estados y territorios, o la competencia, son algunos de los más destacados.

En un proceso de difusión se observa frecuentemente una secuencia en tres fases. En primer lugar, encontramos un momento inicial, cuando se inicia el proceso con la aparición casos aislados de adopción de innovaciones. La segunda fase es cuando se produce la adopción de decisiones similares por parte de numerosos seguidores, de forma muy rápida en el tiempo. Finalmente, en la tercera fase todavía encontramos algunos sujetos que continúan adoptando la innovación, pero su ritmo de adopción ya es mucho más pausada temporalmente. Esta secuencia constituye un patrón habitual de difusión de innovaciones –también de cambios políticos–, y ha sido observada en muchos fenómenos sociales diferentes.

Los primeros casos son siempre los más especiales, puesto que requieren fuertes elementos singulares para que sucedan, y necesitan otro tipo de explicaciones. No nos entretendremos, puesto que no es esta la pregunta formulada. En relación a la segunda fase, la generación de la “oleada” propiamente dicha, sí podemos apuntar algunas cosas. Primero, conviene decir que actualmente, y más después de los resultados del referéndum en Escocia, no hay ninguna oleada en movimiento, porque no hay ningún caso incipiente de nueva estatalidad, más allá de los casos tardíos de las oleadas anteriores, como el caso de algunas nuevas repúblicas de los Balcanes. Segundo, sigue existiendo la posibilidad de que se produzca una nueva oleada de creación de nuevos Estados en el contexto de las democracias occidentales, y en particular en Europa, donde varios Estados muestran numerosas tensiones en la gobernanza del territorio desde hace décadas (Gran Bretaña, España, Italia, Bélgica, etc.). Pero también es cierto que estas tensiones se han ido gestionando en el marco de procesos de descentralización política adaptados a las características de cada caso y que, por lo tanto, la intensidad de los conflictos entre territorios dentro de Estados democráticos no ha logrado niveles de no-regreso en sus relaciones intergubernamentales, aunque no es descartable que se pueda llegar a ellos. De hecho, igual que hablamos de una posible difusión de procesos de creación de nuevos Estados, también es posible que se produzca como alternativa la difusión de nuevos diseños institucionales para articular la relación entre territorios dentro de un Estado.

En tercer lugar, está claro que el juego de las identidades nacionales tiene mucho que ver en definir las probabilidades de difusión. Si se configuran en Europa espacios de identidad múltiple, que vayan desde las identidades locales hasta la nación europea, es posible que las estructuras estatales actuales se mantengan, más por los costes hundidos de cualquier cambio, que por una gran ilusión colectiva. Sí, por el contrario, se configuran en Europa identidades nacionales excluyentes, y los Estado-nación consiguen mantener su vigor en la Europa actual, gracias a la alianza de estructuras burocráticas y élites que se benefician, sin duda aquellos sectores sociales y económicos en territorios sin Estado propio, pero capaces de abrirse camino en un modo globalizado, aprovecharán las oportunidades de un proceso de difusión de nuevos Estados, especialmente si hay ejemplos cercanos, con fuerte intensidad de contactos y cierta similitud institucional.

Finalmente, no deja de ser una paradoja apuntar que el fuerte crecimiento de las redes transnacionales en muchos ámbitos sectoriales, así como la emergencia de entidades supranacionales, se relacione con el aumento del número de Estados en todo el mundo, producido durante las últimas décadas. En cierta medida, la relativa pérdida de centralidad de los Estados en un mundo cada vez más interconectado y global, a pesar de la persistencia de sus elementos simbólicos, hace más probable su fragmentación y multiplicación –aunque en ningún caso su desaparición como espacios de soberanía. Todo ello está configurando un nuevo escenario, diferente al dominante durante el siglo XX, donde la aparición de múltiples fuentes de legitimidad, más allá de los marcos territoriales, apunta a que sean las comunidades transnacionales y las estructuras supranacionales como la propia Unión Europa, las que puedan reconocer los nuevos espacios de soberanía territorial, incluso con más fuerza más que los propios Estados individualmente.

3. ¿Porque los Estados europeos tienen pánico a los cambios de fronteras?

No nos vamos ocupar aquí de los motivos por los que existen demandas de nuevos Estados en diversas partes de la Unión Europea. Nuestra pregunta es distinta. Nos preguntamos por qué, con talantes muy diversos, los gobernantes actuales han mostrado tanto miedo a los cambios de fronteras. Lo podemos observar en Gran Bretaña, España e Italia, a todos ellos se les nota el nerviosismo. Algunas razones deben existir para justificar estas reacciones. De hecho, aunque puedan apuntarse muchos interrogantes, cambiar de fronteras dentro de la Unión Europea no debería ser un problema muy complicado técnicamente. Una gran parte de nuestras normas legales ya derivan de hecho de los marcos europeos, la convergencia en las políticas públicas es enorme, y la circulación de bienes y personas en todos direcciones dentro de Europa en muy intensa. Sin embargo no se ha planteado como un problema técnico, sino que se ha percibido como un problema de gran magnitud política, hasta el punto de que uno de los grandes argumentos de los Estados actuales ha sido precisamente la amenaza de expulsión de la Unión Europea a los territorios que se quieran disgregar.

Seguimos sin tener respuesta a la pregunta formulada. Podríamos probar con un argumento institucional: la aparición de nuevos Estados dentro de la UE puede alterar los delicados equilibrios de poder dentro de las instituciones europeas. Ello sin duda es una molestia para todos, y especialmente para los que pierdan peso, ya que implica también perder mucha influencia. A nadie le gusta, obviamente. Por otra parte, esta interpretación nos da otra pista: los propietarios de la UE no son los ciudadanos, sino los Estados miembros. Lo han recordado recientemente, y obviamente lo demuestran a menudo. Tal vez en algunas décadas esta situación cambie, pero no hay que confundir el deseo con la realidad actual. Actualmente, como propietarios, los Estados no tienen ningún interés en hacer espacio a otros Estados, y menos si no hay beneficios para todos –como cuando hay una ampliación–.

Todo ello nos lleva a una nueva pregunta, a estas alturas ya predecible: ¿de qué estamos hablando cuando hablamos de Estados? Hay muchas teorías sobre el Estado, no vamos a descubrir nada nuevo. Brevemente, una interpretación bastante aceptada nos señala que un Estado es una organización encargada de producir bienes públicos para una comunidad que dispone del monopolio de la violencia en el territorio en el que opera. Para que pueda funcionar, requiere de alguna forma de legitimidad y reglas que mantengan su cohesión interna (como el principio de jerarquía, mecanismos de coordinación, selección de representantes, etc.). En fin, estamos hablando de unas estructuras organizativas muy complejas, singulares, que entre otras cosas, o tal vez más que otras cosas, se preocupan de su supervivencia, estabilidad, y siempre que sea posible, su crecimiento. Su división, reducción o redefinición no esta en su ADN. Por eso, oponerse a su fragmentación es en el fondo el mismo problema que existe para que las instituciones europeas tengan más autonomía, recursos propios y legitimidad democrática directa… el Estado como organización lo vive como una perdida tremenda, y se opone con toda su fuerza, que es mucha, a cualquier cambio que puede limitar sus poderes.

Llegados aquí, podríamos pensar que ya tenemos una respuesta, y dejarlo así. No obstante, seguramente nos quedaríamos con una respuesta incompleta, basada sólo en las dimensiones organizativa e institucional. Los Estados, además de ser proveedores de bienes públicos, también se han especializado en gestionar identidades comunitarias. De hecho, la construcción de identidades nacionales a lo largo de los dos últimos siglos por parte de los Estados ha sido tremenda, como pone de manifiesto un rápido repaso mental de la historia reciente. La ventaja que representaba disponer de una población identificada con un sentimiento colectivo de comunidad, en términos de disciplina social, esfuerzo militar, homogeneización de identidades locales, etc. fueron enormes, y más en los casos donde el ideal de Estado-nación se ejecutó con mayor perfección. Todo ello por descontado, representa un proceso secular, difícil de percibir desde el ciclo vital humano. Si en el siglo XIX se definieron y construyeron los Estados-nación, más o menos perfectos, que en el siglo XX dieron un rico rendimiento a sus beneficiarios, las organizaciones estatales, en el siglo XXI, se enfrentan a un lento proceso de disgregación de este ideal, al estar bajo tensión desde muchos ámbitos.

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Sin embargo, no todos los Estados evolucionan simultáneamente. Mientras en algunas partes de mundo hay Estados que se encuentran en una situación relativamente emergente, o se crean incluso nuevos Estados que aspiran a reproducir el ideal de Estado-nación, los Estados más antiguos, como los europeos, sufren particularmente esta crisis de madurez secular. La vinculación emocional con la idea de Estado-nación sigue viva entre amplios sectores de la población y, cuando hay tensiones territoriales, se reproducen los símbolos y los misterios del poder soberano, aunque mucha gente ya no se case ni por lo civil, las aduanas se transformen en sistemas de gestión de riesgos y las grandes empresas dejen de pagar impuestos, entre muchos otros síntomas de esta descomposición estatal. Renovar la comunión de la identidad nacional se convierte en la nueva religión compartida, cuya fe no se discute para no sembrar dudas sobre las creencias que sustentan el apoyo a los Estados en estos tiempos inciertos. Por ello, la sensación de pánico también se explica porque el territorio es percibido como el núcleo de la soberanía de los Estados y, en un contexto de crisis, la última frontera.

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Jacint Jordana es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Pompeu Fabra y Director del IBEI (Instituto Barcelona de Estudios Internacionales)

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