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Luces Rojas

¿Quién teme a la juventud feroz?

En un libro recientemente publicado y titulado Contra los ídolos posmodernos, Pierangelo Sequeri, teólogo de profesión, ataca sin miramientos a la juventud. Lo hace al principio del volumen, en un capítulo titulado Jóvenes. Allí afirma que “la existencia separada de un mundo juvenil con lógicas propias, deseos propios, organización propia” e “irresponsabilidad propia”, se produce después de la Segunda Guerra Mundial y que desde entonces esa “invención”, “esencialmente mercantil”, ha producido “el universo despreciable de la competición senil”, pero también la “defensa corporativa del poder y de todos sus accesos”. Es decir, que la aparición de la juventud como grupo diferenciado, allá por la década de 1950, fue un acontecimiento nefasto, responsable de buena parte de lo que nos está pasando ahora.

Curiosamente, acaba de aparecer otro libro, escrito por Justo Serna y el autor de estas líneas, en el que reflexionamos sobre el origen de esa rebeldía juvenil a la que se refiere el profesor Sequeri. En nuestro volumen, titulado Young Americans (1951-1965), analizamos, efectivamente, el surgimiento de la juventud tal y como hoy la conocemos, como un grupo social con características propias, claramente separado del mundo adulto. Sin embargo, y aunque nos ocupamos de lo mismo, llegamos a conclusiones diametralmente opuestas a las del escritor italiano: para nosotros la juventud está llena de posibilidades; para Sequeri es una de las grandes idolatrías de la sociedad posmoderna, la causa de muchos de los males que nos afectan.

Según el teólogo, “la juventud ya no es una cuestión de edad, es una categoría del espíritu”. Lleva razón el pensador italiano. Desde la irrupción de aquellos jóvenes norteamericanos en la escena pública, atributos como la rebeldía y la contestación, la fuerza creativa y la energía, el deseo de autonomía y el cuestionamiento de lo heredado, se han convertido en elementos que están al alcance de todos; cualquiera, con independencia de su edad, puede hacerlos suyos, puede reivindicarlos. Pocas de esas cualidades parece tener Francisco Nicolás Gómez-Iglesias, un joven de apenas veinte años que se ha colado en todos los saraos de España. Muchas de ellas, en cambio, son los que poseían José Luis Sampedro o Stéphane Hessel: aunque nonagenarios, su espíritu, su inconformismo y sus reivindicaciones seguían siendo jóvenes.

La cuestión es que para Sequeri la juventud está llena de aspectos negativos: prácticamente todo lo malo que hacen los adultos es producto del joven que llevan dentro, de esos elementos juveniles que, a través de la posmodernidad, han infectado el mundo de los mayores.

Para él los individuos egoístas y corporativos; los que se aferran al poder a toda costa; los que mienten, los que engañan, los que roban; los que derrochan sin miramientos; los que actúan como unos irresponsables, los que operan como delincuentes, lo hacen porque se comportan como jóvenes, no como adultos. ¿Acaso los señores hechos y derechos no pueden ser unos impresentables, unos sinvergüenzas? Que se lo pregunten a Rodrigo Rato, a Luis Bárcenas, a Jordi Pujol, Miguel Blesa, a Francisco Granados.

Hacía tiempo que no leía un argumento tan insultante, una forma tan increíble de eludir las responsabilidades; de echar la culpa de nuestros problemas a los más débiles, a quienes menos pueden defenderse. Sequeri, con su razonamiento, reproduce el comportamiento que supuestamente dice combatir.

En realidad al pensador italiano le pasa como a esos adultos conservadores que juzgaban obscenos los movimientos de cadera de Elvis Presley; le sucede como a quienes por aquella época falseaban programas televisivos de máxima audiencia, engañando a los telespectadores; como a esos norteamericanos que no permitían que los negros se sentaran en el autobús si había un blanco de pie. Sequeri, como todos esos viejos guardianes de la moral, tiene miedo. Tiene miedo de la juventud porque sabe de su energía, de su capacidad transformadora: sabe que es la fuerza de lo joven lo que amenaza el mantenimiento del statu quo. Y tiene miedo porque es perfectamente consciente que esos rasgos no tienen nada que ver con la edad, sino con una forma de estar en el mundo.

Es cierto que en determinados ámbitos de la sociedad la juventud, entendida como despreocupación e irresponsabilidad, como precipitación, impaciencia o diversión sin límite, está bien presente. Esa cara de lo joven impregna parte de nuestra existencia y hay que combatirla. Pero la juventud también tiene otros valores, y ocultarlos es hacer un flaco favor a la verdad, a la responsabilidad y a la justicia.

Aunque la situación actual en España es muy distinta a la de los Estados Unidos de los años 50, aquí también tenemos a nuestros particulares guardianes de la moral. Muchos de nuestros políticos, por increíble que parezca, aún no se han dado cuenta de que lo viejo ha muerto y de que los ciudadanos, imbuidos por ese espíritu juvenil, les estamos exigiendo desde hace tiempo un cambio.

En España hay adultos que se han confabulado para financiarse ilegalmente, que han utilizado empresas públicas para enriquecerse, que se han saltado la legalidad de manera sistemática para medrar y engañar a los ciudadanos, que han aprovechado la impunidad de sus cargos y la tolerancia de sus partidos para lucrarse. Y que muchos de ellos lo han estado haciendo hasta hace dos días.

Mientras todo esto sucedía, desde el Partido Popular se nos repetía una y otra vez que para superar la crisis había que hacer renuncias, apretarse el cinturón y aceptar que las cosas ya no iban a ser como antes, que había que reducir los sueldos y subir el IVA, abaratar el despido y salvar a los bancos, eliminar becas, las ayudas a los dependientes y a la cultura. Que había que poner fin a los onerosos gastos del Estado: la sanidad, la educación y demás servicios públicos esenciales debían ser transferidos al sector privado. Como si con esa medida todo fuera a solucionarse, como si allí no campara a sus anchas la inmoralidad y el desenfreno. Si dirigentes como los de Caja Madrid son los que tienen que velar por nuestra salud lo llevamos claro.

Lo cierto es que entre la corrupción y el desmantelamiento del Estado del Bienestar con la excusa de la crisis, nuestros dirigentes, todos ellos adultos, han hipotecado una parte importante de nuestro futuro. Pero también, y lo que aún es más grave, el futuro de nuestros hijos, de nuestros jóvenes. Son ya cientos de miles los que han tenido que irse fuera del país para vivir y trabajar con un mínimo de dignidad. Si eso no es un ejercicio de madurez y responsabilidad, que baje dios y lo vea.

Así que por favor: que no nos hablen de irresponsabilidad, que no mencionen la palabra decoro, que no nos disuadan con el miedo. Necesitamos apuestas firmes y ambiciosas, desconsideradas e irreverentes con lo podrido, pero aferradas a lo real. Yo no quiero sueños; a veces se convierten en pesadillas. No quiero quimeras, sino sensatez, empeño y exigencia. Quiero hechos contundentes y precisos, transformaciones profundas que obliguen, si es necesario, a sacrificios dentro de los partidos políticos. Pero esto no puede seguir así.

Aunque le pese a Sequeri y a quienes piensan como él (José Ignacio Wert, sin ir más lejos), quizá aún podamos aprender algo de aquellos jóvenes de los cincuenta. Alzando la voz, comenzaron a expresar su descontento, a cuestionar el mundo de sus mayores. No fueron los únicos, claro, pero sí los primeros. Cometieron errores, y muchos de sus propósitos no se cumplieron, pero lucharon por cambiar una realidad repleta de hipocresía y falsedad. Quizá sí, quizá sea el momento de regresar a ellos. El teólogo y los suyos pueden quedarse con su estéril verdad.

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Alejandro Lillo es historiador, doctorando en el Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia. Su tesis, en proceso avanzado de redacción, versa sobre 'Drácula', la novela de Bram Stoker. Colabora desde hace años con Justo Serna en distintos proyectos comunes vinculados con la historia cultural, entre ellos 'Covers (1951-1964): cultura, juventud y rebeldía', exitosa exposición organizada por la Universidad de Valencia.

 

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