Luces Rojas

La inconsistencia como motor de la historia

Luis Fernando Medina

¿Cómo se gana un debate? Es una pregunta viejísima; ya los clásicos griegos le habían dedicado muchas reflexiones e incluso crearon todo un campo intelectual para ella: la retórica. Entre políticos profesionales esto es ya una disciplina que genera empleo altamente remunerado para todo tipo de consultores. Quienes no aspiramos a cargos de elección popular pero queremos intervenir ante la ciudadanía nos pasamos mucho tiempo tratando también de afinar nuestras herramientas retóricas, ya sea buscando buenas metáforas, cultivando el humor... En fin, lo que se ajuste más al estilo del polemista.

Pero en realidad, aunque la calidad de los participantes en el debate público importa, el resultado final depende de factores mucho más profundos que escapan al control de cualquiera. A raíz de discusiones recientes me he dado cuenta de uno de tales factores que se suele subestimar: la inconsistencia. Cuando nos trenzamos en debates ideológicos solemos apelar a elevados principios normativos con la esperanza de que esos principios convenzan a nuestra audiencia, pero resulta que en la práctica las sociedades son inevitablemente inconsistentes a la hora de aplicar dichos principios.

Un ejemplo. En fechas recientes se ha encendido en España el debate sobre la renta básica universal. El libreto de estos debates es ya bastante conocido: quienes la defendemos sabemos de entrada que más temprano que tarde nos vamos a encontrar con el argumento de que es injusto que alguien obtenga beneficios sin haber trabajado. A partir de ese punto, la discusión suele seguir sobre cauces más bien predecibles. Pero hoy, en cambio, me interesa dar un paso atrás y observar desde lejos el debate.

El principio de que nadie debe obtener beneficios sin haber trabajado es un principio de justicia bastante antiguo. Pero resulta que históricamente su significado ha ido cambiando precisamente porque las sociedades siempre tienen que transar en sus principios dando origen a inconsistencias interesantes. Así pues, en la Edad Media este principio era el que invocaban aquellos teólogos que condenaban la usura. Un préstamo a interés es una transacción mediante la cual alguien (el prestamista) se beneficia del trabajo de otra persona (el deudor) sin necesidad de trabajar.

Claro, se puede objetar que el prestamista tiene los recursos para prestar precisamente como resultado de su trabajo previo y que, por tanto, nadie podría objetar al hecho de que quiera preservar el valor de sus ahorros. Por supuesto. Pero en ese caso la tasa de interés real debería ser cero: el prestamista tendría derecho a esperar que el deudor le mantenga el valor de lo que ahorró y nada más. Estaría permitido que el poseedor de los recursos se los aportara al deudor pero no a cambio de un interés fijo sino de una participación en las ganancias, compartiendo así los riesgos. De hecho, un principio similar es el que rige el sistema de banca islámica.

De modo que el mismo principio (no beneficiarse sin trabajar), en contextos distintos da lugar a interpretaciones distintas dependiendo de quién sea percibido como la amenaza al orden social existente. En la Edad Media los teólogos temían que el surgimiento de un estamento financiero, capaz de enriquecerse indefinidamente sin trabajar, terminaría por resquebrajar la comunidad cristiana. En nuestro tiempo, cuando ya el enriquecimiento financiero está totalmente normalizado, este principio lo invocan quienes perciben que la amenaza al orden proviene de sectores que aspiran a utilizar la incontestable opulencia material de nuestros tiempos para erradicar los fenómenos más evitables de pobreza.

Por lo demás, en nuestro tiempo este principio se aplica de manera inconsistente. Si de verdad estuviéramos interesados en prohibir que cualquier persona pueda vivir sin trabajar, deberíamos prohibir las herencias. Sin embargo, en el capitalismo moderno tanto las herencias como los préstamos a interés están permitidos y, de hecho, se los considera una pieza fundamental del sistema. En ambos casos la justificación es la misma: si se prohibieran ambas cosas, los individuos tendrían menos incentivos a ahorrar, lo cual frenaría el progreso económico.

Esto nos muestra que las sociedades están dispuestas a flexibilizar algunos principios en aras de otro tipo de metas. Si de verdad profesáramos el principio de “sin trabajo no hay ingreso” como algo sagrado, no estaríamos dispuestos a sacrificarlo a cambio de ningún tipo de progreso económico. Pero también nos muestra que la interpretación de estos principios está en última instancia condicionada por la historia.

El problema de cómo generar incentivos para el ahorro solo pudo plantearse seriamente en sociedades en las que existía el crecimiento económico, es decir, en sociedades en las que el ahorro, aparte de servir como protección contra malas cosechas, podía de verdad generar riqueza adicional. Y, como sabemos, el crecimiento económico, tal como lo entendemos hoy en día, solo vino a existir hace aproximadamente dos siglos y medio.

¿Qué quiere decir todo esto para el debate actual sobre la renta básica? La verdad, no mucho. No quiere decir ni que sea buena ni mala. Pero sí indica que los cambios sociales no tienen que ver únicamente con la eficacia retórica de los actores sino con corrientes más profundas que hacen que lo que una vez fue una abominación (como la usura) pase en otro contexto a considerarse una piedra angular de la civilización. Creo que para los partidarios de la renta básica esto es un llamado al optimismo. Cambios en el mundo del trabajo tales como la mecanización, el hecho de que cada vez hay más oportunidades de ocio creativo al mismo tiempo que el capitalismo se encarga de reducirlo, el hecho de que es cada vez más evidente que los problemas básicos de alimentación, salud y vivienda se pueden resolver sin sumir a la sociedad en la penuria, empujan todos en la dirección de que la renta básica sea cada vez más una idea aceptable.

Por supuesto que, de llegarse a implementar, violentará el principio de que nadie debe beneficiarse sin trabajar. Pero lo violentará solamente en la forma en que lo entendemos ahora y resulta que esa forma de entenderlo puede llegar a ser tan anticuada como aquella que lo interpretaba como una prohibición de la usura.

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Luis Fernando Medina es Investigador del Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March, realizó el doctorado en Economía en la Universidad de Stanford, ha sido profesor de ciencia política en las Universidades de Chicago y Virginia (EEUU) e investiga temas de economía política, teoría de juegos, acción colectiva y conflictos sociales. Es autor del libro 'A Unified Theory of Collective Action and Social Change' (University of Michigan Press, 2007).

  

 

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