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Luces Rojas

¿Debería existir el servicio social obligatorio?

Luis Fernando Medina

La pregunta que da título a este artículo no forma parte de la agenda política actual. Ningún partido político ha propuesto la creación de un servicio social obligatorio, un sistema mediante el cual todo adulto tenga que contribuir gratuitamente una cantidad determinada de su tiempo trabajando en alguna labor que se considere de utilidad social. Debo confesar que no tengo la respuesta. Pero, como suele suceder con preguntas de este tipo, pensar en ella abre interrogantes muy profundos sobre la esencia del pensamiento político moderno. Así que adentrémonos en el asunto.

En la actualidad ya muchísimos ciudadanos cumplen labores sociales voluntarias. Existen muchos mecanismos para invitar a los jóvenes a involucrarse en voluntariados de todo tipo. El trabajo social voluntario goza de gran aceptación social y quienes lo practican coinciden en forma casi unánime en considerarlo una experiencia muy gratificante. Entonces, ¿por qué no generalizar esta práctica? ¿Por qué no convertirla en un deber ciudadano?

La razón es que convertir el trabajo social en un deber ciudadano iría en contra de una de las premisas fundamentales de las democracias liberales modernas, a saber, que el individuo adulto, mentalmente sano, es el mejor juez de lo que le conviene. En esto coinciden las principales doctrinas del espectro político. Es obvio que el liberalismo clásico acepta esta idea, de hecho se enorgullece de ser su progenitor. Pero también la socialdemocracia moderna la suscribe. Por ejemplo, aunque la socialdemocracia postula que los ciudadanos tienen obligaciones para con la sociedad, obligaciones que buscan garantizar que exista cierta redistribución de la riqueza, estas obligaciones están monetizadas vía impuestos. Es decir, es decisión de la persona ver cómo generar en su esfera privada el dinero necesario para cumplir con esas obligaciones. Solo ella sabe la mejor manera de cumplir. Por lo demás, dichas obligaciones no se espera que vayan en su beneficio ya que solo ella puede evaluar qué es lo que le conviene.

Por supuesto, la monetización de las obligaciones sociales es un imperativo en una sociedad moderna compleja. No todos podemos ser médicos o profesores y si tratáramos de serlo habría enormes pérdidas de eficiencia. Pero para los socialdemócratas la eficiencia no es el único principio que rige en una sociedad. De hecho, la socialdemocracia defiende la igualdad aun cuando pueda generar cierta ineficiencia económica. Y sin embargo, ningún programa socialdemócrata propone un servicio social obligatorio con todo y que, en magnitudes razonables, prácticamente no tendría ningún coste en términos de eficiencia. La economía no colapsaría si a cada ciudadano se le exigiera trabajar unos veinte o treinta días al año en alguna labor social.

Curiosamente, a pesar de que el principio de que el individuo es el mejor juez de su bienestar ocupa un papel preponderante en nuestra ideología política, en nuestra vida privada no siempre lo aceptamos. Pedimos consejos a nuestros amigos; acudimos a psicólogos, psiquiatras o curas; nos apuntamos a clubes para animarnos a cambiar nuestros hábitos. Esta dicotomía entre doctrina pública y creencias privadas habría sorprendido a los clásicos griegos. En las ciudades-estado helénicas, muchos cargos públicos se asignaban por sorteo para obligar a los ciudadanos (libres) a involucrarse en el gobierno de la polis, precisamente porque se partía de la premisa de que el hombre (ya sabemos lo que los clásicos pensaban sobre la igualdad de género), a pesar de ser ya adulto, tenía que seguir aprendiendo, mediante el cumplimiento de sus obligaciones cívicas, para llegar a la verdadera excelencia.

¿Qué efectos tendría un servicio social obligatorio? Por supuesto que sería visto por muchos ciudadanos como una carga, lo cual explica en buena medida por qué no figura entre las propuestas de ningún partido político. Pero tendría algunos beneficios económicos. De entrada, aumentaría muchísimo la oferta de trabajo en la producción de bienes públicos y servicios sociales. Además, como el trabajo y el capital son insumos complementarios, este aumento reduciría las necesidades de capital para financiar dichos bienes y servicios, con lo que se reduciría la presión fiscal. A eso habría que sumarle la reducción en el consumo privado por parte de los ciudadanos. Más trabajo en servicio social significa menos tiempo para ir de compras o al bar. Aparte de tener ventajas macroeconómicas, esta reducción no vendría mal desde el punto de vista del uso de recursos naturales. Si, en aras de la discusión suponemos un servicio social de 30 días al año, no necesariamente consecutivos (lo cual nos colocaría muy cerca del diezmo de la iglesia católica), no estamos hablando de cifras descomunales, tal vez una reasignación del 2 o 3% del PIB. Pero se lograría con solo un cambio en la legislación.

A estos beneficios económicos habría que añadirle otros beneficios intangibles. Posiblemente reduciría los niveles de segregación social e intolerancia racial y religiosa ya que obligaría a la gente a conocer otros entornos distintos a los que suele habitar. Podría mejorar los niveles de solidaridad y armonía social. Además, si tienen razón las personas que trabajan de voluntarias, y no hay por qué dudar que la tengan, aumentaría el bienestar de quienes contribuyen.

Es notorio que de los tres principios de la Revolución Francesa (libertad, igualdad y fraternidad), nuestro ideario político contemporáneo se ha concentrado exclusivamente en los dos primeros. Es muy difícil hablar de fraternidad cuando se acepta la ficción liberal del individuo plenamente formado e independiente de quienes lo rodean. No sé si un servicio social obligatorio sea una buena idea. Aquí me he concentrado en los beneficios en detrimento de sus posibles desventajas. Pero solo contemplar la posibilidad de dicha idea, y la imposibilidad de plantearla seriamente en nuestros programas políticos, ya nos dice mucho sobre la esencia de nuestra sociedad.

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Luis Fernando Medina es Investigador del Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March, realizó el doctorado en Economía en la Universidad de Stanford, ha sido profesor de ciencia política en las Universidades de Chicago y Virginia (EEUU) e investiga temas de economía política, teoría de juegos, acción colectiva y conflictos sociales. Es autor del libro 'A Unified Theory of Collective Action and Social Change' (University of Michigan Press, 2007).

 

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