Luces Rojas

Quiebras soberanas: el precio del desorden

Lucas Duplá

A algunos les parecerá que como farsa y a otros que como tragedia, pero es difícil negar que la historia de los mercados de deuda soberana se repite. Una y otra vez, los estados que cargan con una deuda insostenible, sean la Alemania de 1930, la Argentina de 2001, o la Grecia actual, se ven abocados, en lo relativo a su financiación, a un periodo muy largo de incertidumbre; frecuentemente esta incertidumbre termina amenazando seriamente a la paz social, cuando no directamente al sistema político de los países afectados. ¿Es imprescindible que esto sea así?

El caso de la empresa privada

Cuando una empresa privada es incapaz de devolver sus créditos, lo habitual hoy en día es que, una vez relevada la dirección que llevó a la empresa a esa situación, los acreedores renegocien la deuda pendiente de cobro con los nuevos gestores, que compartirán con ellos el objetivo de que la empresa funcione de la manera más eficiente posible. En no pocos casos, tras un par de años de reestructuración –en los que suele ser necesario tomar decisiones duras en relación a los costes–, la empresa vuelve a salir a flote; algunos ejemplos recientes podrían ser General Motors (apoyada por el gobierno de EEUU), Texaco o Delta Airlines, que gozan de una salud financiera mucho mejor que la que tenían hace diez años.

Ahora bien, este modelo, que a simple vista parece el más sensato, no fue el imperante durante buena parte de la historia del capitalismo: hasta 1932-1933, momento en que bajo la presidencia de Hoover y, posteriormente, de Roosevelt, el Congreso estadounidense aprobó la legislación actual –conocida como Chapter 11–. Lo habitual cuando una empresa no podía hacerse cargo de sus deudas era liquidarla: parar terminantemente la actividad y convertir todos sus activos (ya fueran edificios, maquinaria, patentes o cualquier otro) en liquidez, a la mayor brevedad posible y al precio que pagara el mejor postor (aunque esto implicase fuertes pérdidas). La liquidación procede de la tradición del derecho romano, que consideraba sacrosantos los contratos; de hecho, hasta hace bien poco, en occidente éstos debían cumplirse a toda costa, con frecuencia bajo pena de muerte o de privación de libertad del deudor. [El propio término “bancarrota” alude al castigo que se imponía a los prestamistas venecianos cuando no podían hacerse cargo de sus deudas: se rompía el lugar físico en el que podían hacer negocios, un banco de piedra, prohibiéndoles así volver a ejercer su profesión].

El modelo del Chapter 11, que es la referencia hacia la que tienden progresivamente todos los países avanzados (España entre ellos), consiste en suspender temporalmente, y con cobertura legal, los pagos a los acreedores, mientras la empresa renegocia y se reorganiza. La motivación de este modelo es que para la economía, y para la sociedad en su conjunto, es claramente preferible mantener el empleo y la producción siempre que se pueda; las empresas y los trabajadores no son entes aislados, sino que están integrados en ecosistemas: si una fábrica cierra, puede causar un daño importante en una comunidad, que lleve a su vez al cierre de otras empresas (por ejemplo, si dependían del consumo de los trabajadores de la fábrica que ha cerrado).

Desde el punto de vista del acreedor, una gestión de las quiebras según este modelo también es claramente preferible, ya que en la gran mayoría de casos se recupera mucho más dinero a medio plazo.

Deuda soberana: vuelta al principio

Sin embargo, en los mercados de deuda soberana, las quiebras se siguen gestionando como se gestionaban en el mercado de deuda privada hace más de dos siglos: generalmente se trata de obligar al país deudor –a no ser que sea un país de importancia estratégica para un plan económico mundial, como la Alemania de 1953 y el Plan Marshall– a satisfacer la totalidad de sus deudas. En esos casos, frecuentemente el país deudor y sus acreedores se enzarzan en una guerra de desgaste, motivada por la desconfianza mutua, que lleva a un resultado peor para todos: el país deudor puede pasar varios años sin pagar intereses, pero también sin tener acceso a financiación; en muchos casos, esa falta de financiación desencadena una depreciación de la moneda del país deudor y la subsiguiente quiebra de las empresas privadas endeudadas en moneda extranjera, generando una depresión económica. Además de al país deudor, cuya capacidad de pago se ve considerablemente mermada, esta secuencia de eventos perjudica, y mucho, al país acreedor: es precisamente esa estrategia la que hace menos probable el cobro futuro de la deuda pendiente. Como se viene señalando desde hace unos años, en la mayoría de los casos una reestructuración rápida podría evitar la mayor parte de estas pérdidas: así ocurrió en Pakistán, Ecuador y Rusia a finales de la década de 1990.

Otro problema habitual de los mercados de deuda soberana es que en la mayoría de los casos el FMI termina “rescatando” al país deudor; la intervención del FMI, al que de momento ningún país ha dejado de pagar hasta ahora (más allá de algún retraso puntual de unos días), genera un incentivo perverso para los inversores privados en deuda pública, que –sabiendo que gracias al FMI van a recuperar el 100% de lo invertido– a menudo prestan más de lo que debieran a determinados gobiernos. Todo este proceso implica una gran transferencia de pérdidas desde los inversores privados a los ciudadanos del país deudor. La correa de transmisión de esta transferencia es el FMI; en el caso de Grecia, sustituyan FMI por troika. Conviene notar que, en el caso de la deuda helena, hasta el propio Fondo ha insistido en que es necesario aplicar una quita sustancialmente mayor a la pactada, pero son sus socios acreedores quienes se niegan a oírlo (de momento).

Por una regulación de las bancarrotas soberanas

La principal razón por la que existen leyes de bancarrota para el sector privado del tipo del Chapter 11 es que, en ausencia de leyes de ese tenor, una bancarrota es un proceso plagado de incertidumbres, que puede dilatarse durante años y llevar al caos. Por este motivo no existe ninguna economía avanzada que permita al mercado determinar por sí solo el desenlace de las bancarrotas: éstas están fuertemente reguladas. En el ámbito supranacional, la complejidad es mucho mayor si cabe: en una quiebra soberana hay que lidiar con una maraña de distintas legislaciones nacionales, y ni siquiera está claro qué activos puede reclamar un acreedor (ya que con frecuencia estas reclamaciones chocan con la soberanía nacional de la otra parte; imaginemos, por ejemplo, a Alemania reclamando la isla de Creta).

Como ha señalado recientemente Joseph Stiglitz, el modelo actual de gestión de las bancarrotas soberanas (a diferencia de las quiebras de empresas privadas) no se basa en ningún tipo de reglas: las disputas suelen resolverse tras una negociación entre partes desiguales, en la que la parte rica y poderosa impone su voluntad a la parte pobre y débil. Este tipo de desenlace no sólo genera desigualdad, sino que además es claramente ineficiente para la economía mundial. Dicho de otro modo, la ausencia de un marco legal internacional apropiado para la deuda soberana genera más crisis económicas de las que sería necesario padecer, e inhibe el crecimiento mundial.

Varios grupos de economistas (por ejemplo, este) están tratando de promover, especialmente en la ONU, pero también en otros foros, un movimiento que legisle el mercado mundial de deuda soberana, de modo que: existan unas reglas claras del juego; se generen incentivos a prestar a países en dificultades (y no al contrario, como sucede en la actualidad); y no sea posible forzar a un país a renunciar a su soberanía, de igual modo que en el ámbito privado hace tiempo que es ilegal forzar a un deudor a pagar su deuda con trabajo esclavo.

Por el bien de la economía mundial, y de la justicia social, esperemos que estas iniciativas tengan éxito.

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Lucas Duplá es analista financiero. Licenciado en economía en la Universidad Complutense y máster en finanzas cuantitativas por la Escuela de Finanzas Aplicadas (AFI).

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