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Luces Rojas

Por qué Rajoy puede llegar de nuevo a la Moncloa

Ramiro Feijoo

Hace unos días Ignacio Sánchez-Cuenca levantó un interesante debate con su atinado artículo ¿Y si al final no pasa nada?, en el que interpretaba las últimas encuestas que señalaban el retroceso de los partidos emergentes y el fortalecimiento de los partidos tradicionales en España, poniéndolo en relación con una tendencia general europea según la cual las sociedades acaudaladas siempre preferirían el “malo conocido” al “bueno por conocer”.

Aurora Nacarino, más que enmendar sus ideas, las complementó, regalándonos una deliciosa cita de Michael Oakeshott que nunca sobrará repetir: el conservadurismo es “preferir lo familiar a lo desconocido, lo contrastado a lo no probado, los hechos al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo desenfrenado, lo cercano a lo distante, lo suficiente a lo superabundante, lo conveniente a lo perfecto, la risa presente a la dicha utópica”. Ignacio Paredero, por su parte, señaló que, independientemente de lo que sucediera en estas elecciones, la falta de cambios económicos e institucionales de fondo en Europa suponía una salida en falso de la crisis, por lo que seguiremos con toda probabilidad encontrándonos en el futuro cercano con réplicas de los problemas actuales y por tanto con una contestación popular con seguridad crecida.

Para muchos, sin embargo, la pregunta es más limitada. No se trata de entender por qué las demandas de cambio político de gran parte de la ciudadanía pueden no llegar a materializarse, sino simplemente cómo es posible que un partido tan profundamente podrido de raíz como el Partido Popular puede volver a ganar en España con unas cotas cercanas al 30% del voto. Las principales comunidades autónomas de poder popular han sido desnudadas por medios de información y organismos de justicia para mostrarnos una corrupción estructural que nada tiene que ver con el discurso defensivo del partido del Gobierno, que pinta los casos sacados a la luz como las “normales” ovejas negras que existen en todo corral.

Hemos presenciado cómo las fórmulas de enriquecimiento personal y de partido formaban parte de una cultura no sólo consentida, sino institucionalizada, y cómo la rendición de cuentas por los casos descubiertos brillaba por su ausencia, mediante una asunción de responsabilidades a mil leguas de los modos noreuropeos en los que pretendemos reflejarnos. Es decir, lo más terrible de este Gobierno no ha sido constatar cómo el partido gubernamental, y/o particulares dentro de él, se lucraban con dinero sucio mediante redes perfectamente organizadas, sino cómo el descubrimiento de estos mecanismos ha sido asumido por sus culpables como si no supusieran pecado alguno, como si por ello no debieran sufrir ninguna vergüenza. Para algunos es en esta obscenidad donde reside lo tremendo.

Y sin embargo el PP muy probablemente vuelva a ganar. Para explicarlo, la definición clásica de conservadurismo me parece insuficiente. No son pocos los pensadores sobre el conservadurismo que han llegado a la conclusión de que existe un germen profundo de la mentalidad conservadora que va más allá del propio deseo de conservar. Según ellos, el origen del conservadurismo se halla en su visión radicalmente pesimista de la naturaleza humana. El hombre es imperfecto o incluso malvado en esencia, y consecuentemente este estado natural no es perfectible ni puede ser enmendado.

El mito del pecado original en los países cristianos puede coadyuvar a esta concepción aunque, como decía Kaltenbrunnen, cabe verlo más bien al contrario: la mentalidad conservadora crea en cada una de sus culturas los mitos que explican y legitiman su concepción del mundo. Según esta interpretación, el conservadurismo sería la suma de una visión antropológica de la maldad inherente al hombre combinada con un fatalismo esencialista, según el cual no existe posibilidad de cambio ni de progreso. Y de estas dos convicciones combinadas derivarán todas las demás: conservadurismo (en realidad no es posible el cambio) o autoritarismo (al hombre hay que vigilarle y castigarle), entre otras.

Tal vez desde esta perspectiva nos sea algo más accesible entender a este 25-30% de votantes que todavía se muestran dispuestos a apoyar al partido al que tanta inmundicia se le ha descubierto en sus sentinas. Según este electorado, no hay alternativa a estas formas de hacer política. Los que prometen otra cosa son ingenuos o “buenistas” (maravilloso término) que, o bien se engañan a sí mismos, o bien intentan engañar a cándidos oídos prometiendo falsos edenes.

En lenguaje popular se expresa esta filosofía en el “todos son iguales”. Como afirmaba un tertuliano televisivo, desde el mismo momento en que se otorga un coche oficial al recién llegado (entiéndase que a cualquiera: principio esencialista), se comportará de la misma manera reprobable (principio pesimista). Sólo entonces entraría lo que normalmente se entiende como el principio conservador, como enunció la secretaría de Estado norteamericana respecto a Somoza: “Es posible que sea un hijo puta, pero es nuestro hijo de puta”.

Siempre he creído que Rajoy ha sido el más conservador de nuestros líderes conservadores, porque la escala del conservadurismo no es exactamente la misma que la del radicalismo derechista, es más, pueden resultar divergentes y hasta opuestas. Aznar fue un radical de derechas, en cuya cabeza guardaba la creencia en el cambio de las cosas, en la política proactiva. Aznar actuaba y transformaba según, por supuesto, sus propios principios y objetivos.

Rajoy, en cambio, representa la quintaesencia del conservador. Su pasividad fatalista le lleva a la inacción. Resistir, ser fuerte, permanecer –como buen gallego– impertérrito ante días y días de azotador temporal. No cambiar, no mover un músculo, dejarse agitar como un junco para no desplazarse del sitio. Es el que se mueve el que puede acabar herido. Inmóvil ante las adversidades, siempre se acaba venciendo. Sobre Rajoy se cierne la sospecha de que no cambió a alguno de sus ministros no porque no creyera que su acción política estaba resultando deplorable, sino porque se hallaba convencido de que no podía mejorarse.

Nadie como Rajoy ha podido entender la raíz conservadora de sus apoyos ciudadanos. Cualquier derechista como Aznar habría actuado para intentar cambiar algo, aunque sólo fuera como mero mecanismo instrumental o cosmético. Rajoy, en cambio, ha sabido enganchar con todos aquellos que tienen la misma concepción inmutable y fatalista de la acción política. Para mi sorpresa al menos, son muchos, muchísimos los que consideran que no existe alternativa a lo que tenemos.

Incluso en la apuesta programática del presidente del Gobierno a envidarlo todo a una sola carta, la de la recuperación económica, hay mucho de un pesimismo antropológico del que cree que el hombre sólo se rige por el enriquecimiento, sin que en la ecuación tengan mayor importancia otros principios, como por ejemplo la moralidad política. Y parece que de nuevo va a acertar en gran medida: entiéndase, claro, que va a sintonizar con un enorme sector de la población que piensa de la misma manera.

Con todo esto quiero decir que Sánchez-Cuenca y Nacarino tienen sólo una parte de razón en sus explicaciones. Porque rasgos de conservadurismo tenemos todos. En realidad, cada uno de nosotros estamos diariamente resolviendo grandes o pequeñas ecuaciones entre la seguridad de la conservación versus el riesgo del cambio. Pero lo que hace al conservador real y extremo comportarse como tal es su fatalismo antropológico, que le impermeabiliza frente a las pulsiones transformadoras. Es el fatalismo y no el conservadurismo entendido al uso lo que puede llevar de nuevo al PP a la Moncloa. Vistas así las cosas lo que aterra no es el cinismo, la desvergüenza ni la obscenidad ante la inmoralidad política de una parte de nuestra clase dirigente, sino esa generalizada y devastadora visión pesimista de nosotros mismos.

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Ramiro Feijoo es profesor de Historia Cultural y director de Washington University in St. Louis en España y autor de varios ensayos históricos.

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