Luces Rojas

¿Made in Germany?

Justo Serna

No profeso animadversión alguna a los alemanes. Admito, eso sí, la hostilidad con que estos vecinos han tratado al resto del continente en ciertos momentos clave de la historia, pero nada más. O nada menos. Cuando Europa les pone en un aprieto, los alemanes se expanden, parecen buscar su 'espacio vital' y de paso nos invaden: la guerra Franco-Prusiana fue un ejemplo temprano. El resultado ha sido un siglo de malestares y atrocidades. A pesar de todo, su eficacia técnica acaba imponiéndose. Son fiables, son sofisticados: su mecánica funciona. Entiéndase mecánica en todos los sentidos...

Permítanme una confesión. Entre nosotros, en mi casa, los vehículoulos familiares son Volkswagen y Audi. Admito su buen funcionamiento: siempre me han parecido fiables. Como admito también otras cosas. Tengo una lavadora AEG, electrodoméstico de mucho postín, un logro de la limpieza familiar. Cada vez que viene a casa un invitado alardeo... Mi nevera es una Liebherr, una marca de tronío. Cada vez que un amigo llega, le recuerdo que tengo una Liebherr. Mi calentador es un Junkers, un aparato en el que igualmente puedo confiar. Cada vez que alguien se ducha, damos gracias a los ingenieros teutones. Qué quieren: uno tiene sus flaquezas y se deja arrastrar por el mito. Si repaso mis trastos, me doy cuenta en efecto de que muchos son alemanes. Salvo los Apple, que siguen siendo norteamericanos. O los Sony, que son... ¿Qué son? Ay, ay, ay.

Soy un típico representante de clase media que ha ido electrificándose y mecanizándose con tecnología foránea. Soy un sujeto de ciertos recursos que confía en la Alemania técnica, la solidez casi mineral del producto. ¿Recuerdan a Usillos, el personaje de El milagro de P. Tinto (1998), aquella excelente película de Javier Fesser? El pobre hombre, el tal Usillos, lamentaba que los nacionales no usaran tecnología española, que las piezas vinieran de Alemania. Yo, por supuesto, he tenido malas experiencias con artefactos españoles. O sea, que no le doy necesariamente la razón a Usillos: con Fagor, por ejemplo. Fue una cruz soportar su arrogancia con los frigoríficos defectuosos que nos servían. Así de claro y así de alto lo digo. Los cacharros alemanes eran otra cosa.

Pero los teutones me están hartando. Resulta que yo adquiero su quincalla industrial. Resulta que yo confío en sus maravillas técnicas. Resulta que me someto a su capitalismo productivo. ¿Y qué recibo a cambio? En alguna encuesta, los alemanes desconfían de los españoles. Ah, claro. Somos propensos a la vagancia, juerguistas y poco serios, vaya. Somos despilfarradores: eso sí, con los créditos que los teutones nos han prestado. Somos mediterráneos, latinos, sudorosos y hasta grasientos, amantes del vino y de la sangría. Conclusión: en España no trabaja nadie. De hecho, yo mismo, en este momento, debería estar apretando tornillos en una factoría alemana. Pero resulta que soy profesor y justamente por eso cultivo mi intelecto con la discusión y no sólo con la locomoción.

Los españoles somos gente de palmas y pandereta y somos algo payasos. Aquí tenemos corrupción, cierto. Pero en Alemania, por el puritanismo no hay tacha ni mácula. ¿Es así? Por lo que parece hay ministros que plagian las tesis doctorales. No uno ni dos: ya son legión los falsos doctores alemanes que alcanzan un ministerio. Cuando les sorprenden, dimiten... Ser doctor en aquel país es mucho. Aquí prácticamente no es nada. Así es: los doctores españoles se van a Alemania. Les exportamos inteligencia. Ellos nos invaden con cachivaches de eficaz y bello diseño y, quién sabe, si también de entrañas fraudulentas...

Espero que algún día los alemanes valoren el Sur, este meridión de temperatura y calentura, por algo más que por su buen clima. Uno de sus más grandes escritores, Thomas Mann, era hijo de una madre brasileña. Y, como tantos germanos, emprendía viajes al Sur. Pero Mann sabía que Alemania era poco fiable: por la agitación romántica del alma germánica, por sus sacudidas. No sé si eso es así. Lo que Mann no podía saber era que la picaresca, esa bajeza tan latina, también formaba parte de sus trapacerías.

Ya nada es lo mismo... Yo, por si las moscas, he releído un volumen que me interesó tiempo atrás: Made in Germany. Le modèle allemand au-delà des mythes (2013), de Guillaume Duval. Un libro sobre Alemania es ahora, hoy en día y siempre, un volumen de interés. Por hostilidad, por envidia o por heridas mal cerradas, el caso es que dicho país despierta la atención. Si, además, el autor es francés, el atractivo o el morbo –según— se incrementan. Aunque el potencial lector sea ignorante de los largos y frecuentes conflictos entre Alemania y Francia, intuye que estamos ante el examen o la evaluación de un país dominante en una Europa que va dejando de ser francesa.

El autor es ingeniero, cosa que podría ser un reparo. O no. Es más, esa cualificación y su puesto en los medios (redactor jefe de Alternatives économiques) le permiten escribir un libro para todos los públicos. O, al menos, para el gran público (que dicen los franceses).

¿Cuál es el objeto del volumen y cuál es la tesis que sustenta? En la primera parte ("Le modèle allemand ne date pas de Schröder"), que ocupa el mayor número de páginas, trata de describir los elementos estructurales de la sociedad alemana, intentando captar su modelo económico. Las otras partes ("La réunification et son coût: mythes et réalités”, “Le cas Schröder: anatomie d’une mystification” y “Les vraies raisons du rebond de l’Allemagne d’Angela Merkel") se dedican a las políticas posteriores a la reunificación y a su balance.

Guillaume Duval empieza aplicando y aceptando el puro sentido común y el mito, el mito de la Alemania eficiente, mecanizada, automatizada, frente a una Francia renqueante. Hay una imagen poderosa, dominadora: la de un país que ha sabido y ha podido rehacerse de grandes y graves guerras, de destrucciones y de devastaciones. ¿A qué se debería esa reconstrucción? ¿A qué se deberían los milagros alemanes?

El tópico se basa en la capacidad del pueblo para aunar esfuerzos, para sacrificarse, para colaborar en empresas comunes, para sujetarse. Pero el estereotipo muestra también una tecnología desarrollada, muy vinculada a la segunda revolución industrial. Nos muestra un país de factorías y de obreros cualificados. Nos muestra, en fin, una nación de ingenieros, capaces de mejorar productos de consumo, de hacerlos fiables. Fue un país de grandes protecciones sociales, al menos hasta los años noventa, y por tanto aunó calidad de vida y productividad.

El autor no desmiente parte de esos tópicos: los examina y, sobre todo, los contextualiza. Hay un modelo, sin duda, y a él se debe en alguna medida el éxito reciente de Alemania. Pero no es el que suponíamos hace veinte o veintitantos años. Es otro diametralmente opuesto: se basaría en una creciente desregulación, en un capitalismo menos “social” que habría inspirado e implantado la propia socialdemocracia en la década del 2000. Supondría en parte el desmantelamiento del Estado del Bienestar, lo que implicaría un recorte de los gastos y, por tanto, de los vínculos que ataban a los trabajadores con sus empleadores.

En el fondo, es la aplicación en Centroeuropa del modelo anglosajón que alentó el thatcherismo. Pero el alemán implica algo más: un fuerte arraigo de la industria y de la educación-formación como escuela de elites; un país descentralizado y a la vez equilibrado, con el aporte y el lastre de la reunificación; la presencia de cuerpos intermedios; la ausencia de burbuja inmobiliaria, cosa que habría permitido confiar, seguir confiando, en la tradición fabril, en los medios de producción. En todo caso, la clave estaría en el Este: Alemania estaría abriéndose mercados fuera de la Europa Occidental y, por tanto, basaría en esa creciente demanda sus posibilidades: de expansión industrial.

Con todo, el autor es escéptico de que tal cosa pueda hacerse desentendiéndose del mercado europeo occidental, de la Unión Europea. Por otro lado, lo que Guillaume Duval no trata con detalle es si la industria germánica podrá resistir la competencia oriental. El producto alemán tiene un aura, pero lo asiático se está imponiendo no sólo como copia o remedo, o como sistema de trabajo desregularizado. Las industrias competidoras ya fabrican diseño y pronto su prestigio podría desbancar la fiabilidad alemana.

En suma, el volumen trata de desmitificar los puntos fuertes del modelo alemán, es decir, lo que el sentido común económico y político nos muestra y nos quiere imponer como norma. Para ello, se centra en dos episodios decisivos: la reunificación en 1990 y la actual gestión de la crisis por parte de Merkel. El primero habría sido buen negocio para Alemania. En cuanto al segundo, es muy crítico: “Du point de vue des véritables intérêts d'une population allemande vieillissante, cela n'a aucun sens de refuser d'aider les pays d'Europe du Sud en crise (...) et de les pousser toujours plus loin dans la récession au risque de les obliger à faire défaut sur leurs paiements". Es más, imponer austeridad no es un remedio aceptable, porque tampoco lo fue para Alemania. De hecho, el éxito no deriva de las reformas liberales llevadas a cabo por Gerhard Schröder hace una década, sino a pesar de ellas.

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La contribución de Guillaume Duval es una contribución ágil al debate sobre el modelo alemán, cuyo principal defecto es (para el lector español) ser muy francés. A pesar de ese reparo, yo recomendaría su lectura. Por lo menos antes de que el prestigioso Made in Germany se hunda o se volatilice. De todos modos no creo que tal cosa ocurra: de peores situaciones se han levantado los prusianos, los bávaros, etcétera. Lo que no tengo tan claro es que los malos humos se disipen inmediatamente y que el malhumor se nos pase pronto.

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Justo Serna es Profesor de Historia en la Universidad de Valencia. Autor de numerosos trabajos académicos sobre historial cultural, también escribe con asiduidad en prensa. Su último libro es La farsa valenciana (Foca, 2013)

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