Luces Rojas

Un mundo de guerra civil

Julián Casanova

Desde 1945, final de la Segunda Guerra Mundial, los países más ricos de Europa, América del Norte y otros igual de ricos como Australia o Japón, han experimentado una “larga paz”, la más duradera en la historia moderna, mientras que las guerras civiles, las que ocurren dentro del territorio de un Estado, han aumentado considerablemente en los países más pobres.

De acuerdo con el historiador David Armitage, uno de los más destacados especialistas en la materia, las guerras civiles, en la actualidad la forma más común y destructiva de violencia, han dejado desde entonces veinticinco millones de víctimas –la mitad de los muertos de la Segunda Guerra Mundial. Entre 1989 y 2006, 115 de las 122 guerras que hubo en el mundo se combatieron dentro del territorio de algunos Estados, en vez de entre diferentes Estados. Y, sin embargo, a todas esas guerras tan mortales, como no afectan a los países más ricos, apenas se le conceden importancia, aunque vivimos claramente en “un mundo de guerra civil”.

Hubo un tiempo, durante la Edad Media y los comienzos de la Edad Moderna, que los conflictos civiles tenían mucho que ver con las disputas por la sucesión dentro de los regímenes monárquicos. Pero desde la guerra de América del Norte frente a Gran Bretaña en 1776, la mayoría de las guerras civiles han sido o secesionistas, rupturas para afirmar la independencia, o luchas por la autoridad y la conquista del Estado de un territorio. La historia contemporánea muestra que muy a menudo las secesiones condujeron a guerras civiles, hasta tal punto que los conflictos secesionistas han constituido más de una quinta parte de todas las guerras civiles de los dos últimos siglos.

La definición de guerra civil, en todos esos casos, implica un conflicto armado dentro de las fronteras de un Estado reconocido internacionalmente, que conduce a una división de la soberanía –del monopolio de la violencia y de los mecanismos de administración– y consecuentemente a una lucha por la autoridad. Para que en los Estados modernos haya una guerra civil, se divida la soberanía entre partes que antes estaban sometidas a una única autoridad, se necesita que una de esas partes sea el gobierno nacional y que los insurgentes o quienes desafían su autoridad tengan suficiente fuerza armada para mantener una resistencia efectiva.

La historia de las guerras civiles está llena de mitos y de explicaciones múltiples. Algunas de ellas son muy simples: detrás de esos conflictos hay siempre “odios ancestrales”, de clase, étnicos, religiosos o nacionalistas. Otros enfoques prefieren sumergirse en aguas más profundas y tratan de identificar los factores que hacen a algunas sociedades más propensas a la violencia que otras.

Más allá de esas explicaciones, sin embargo, siempre subyace la misma realidad: las guerras civiles son operaciones quirúrgicas, crueles y sangrientas, que resultan en miles de asesinatos, violaciones, exilios masivos y, en los casos más extremos –en Bosnia desde 1992 y en Ruanda en 1994, por poner dos ejemplos cercanos–, en genocidios. Lejos de ser una reliquia de épocas pasadas, las guerras civiles inundaron la historia del siglo XX y persisten con fuerza en el tercer milenio. Cayeron los fascismos y los comunismos, los imperios coloniales, llegó la era digital, la revolución tecnológica y el consumo de masas, y aquí están, complicando las visiones más optimistas sobre el triunfo global del liberalismo y de la economía de mercado.

¿Y qué hacen, mientras tanto, los países más poderosos, los que dejaron legados coloniales e imperialistas en ocasiones insalvables, los que antes lucharon entre ellos por el reparto y la supremacía mundial?

Pues, como mucho, discuten sobre cómo acabar guerras en las que sus intereses estratégicos inmediatos no están claros. Y sobre si es mejor permitir que esas guerras civiles sigan su curso, con decenas de miles de víctimas y masiva destrucción física –material  y cultural-, o promover un acuerdo negociado que, si se alcanza, resulta en muchas ocasiones inestable. Y ahí aparece de nuevo una enseñanza de la historia: las guerras civiles son conflictos armados duraderos muy difíciles de finalizar. En realidad, desde la Segunda Guerra Mundial, solo un cuarto de ellas han terminado con acuerdos y negociaciones. En las otras, en las que acabaron con la victoria militar sin condiciones de una de las partes –y en España sabemos mucho de eso–, la paz incivil que siguió fue acompañada de asesinatos, atrocidades y abusos incesantes de los derechos humanos.

Lo estamos viendo ahora con Siria: pese a algunos intentos de sentar en la mesa a los contendientes –cada vez más difíciles de identificar–, la guerra civil adquirió desde el principio una dimensión internacional que trastocó la vida plácida de otros países con la llegada de centenares de miles de refugiados.

Nos encontramos en un mundo de guerra civil, de profunda distribución desigual de la riqueza y de las libertades, donde la democracia cada día se vuelve más frágil y los políticos más irresponsables, en el que regresan algunas de las trágicas rivalidades políticas y nacionales del pasado, al borde del abismo. Y nosotros, mirándonos al ombligo, ajenos a la globalización de la guerra civil, ignorando las enseñanzas más básicas de la historia y del presente. ________________Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza y profesor visitante de la Central European University de Budapest.

Diez reflexiones sobre el 2 de noviembre

Julián Casanova

 

Más sobre este tema
stats