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Luces Rojas

Sindicalismo y revolución tecnológica

Luz Rodríguez

El joven sindicalista de la Confederación Europea de Sindicatos Thiébaut Weber ha recurrido a la imagen del dios Jano para ilustrar cómo debe actuar el sindicalismo frente a la revolución tecnológica. En la mitología romana, Jano es el dios de los comienzos y los finales y tiene el don de discernir el pasado y el futuro. Por eso se le representa con dos caras o bifronte y ha prestado su nombre al mes de enero, que transita entre un año que termina y otro que empieza su curso. Pues bien, creo que la imagen y sobre todo el mensaje que Weber transmite mediante ella es totalmente acertado. De partida, el sindicalismo deberá encarar el futuro marcado por los avances tecnológicos y su aplicación al proceso productivo y los modelos de negocio, pero no podrá dejar de lado la atención a problemas más clásicos como el desempleo, la precariedad o la desigualdad, que no sólo no han desparecido del mundo del trabajo, sino que pueden intensificarse en la era de la robótica, la inteligencia artificial y la digitalización. El sindicato tendrá, así, que combinar una acción sindical más clásica, con otra de vanguardia que dé respuesta a los desafíos del cambio tecnológico. Mirar al pasado y mirar al futuro, como Jano; y hacerlo en un contexto nada fácil, marcado por la globalización y un cierto desencanto social en relación con el sentido y la función de la actuación sindical.

Probablemente lo primero que tendrá que afrontar el sindicalismo en la era digital es el miedo de la población trabajadora a perder sus empleos por el avance de las máquinas. La suma de la robótica, la digitalización y la inteligencia artificial puede, según todos los indicios, provocar cuantiosas pérdidas de puestos de trabajo. El Foro Económico Mundial nos habla de 5,1 millones de empleos netos que desparecerán entre 2015 y 2020, dado que, aunque la caída de puestos de trabajo alcanzará los 7,1 millones, se crearán en ese mismo periodo de tiempo dos millones de nuevos empleos. De su lado, McKinsey mantiene que cerca del 50% de las actuales actividades laborales son susceptibles de automatización y que seis de cada diez ocupaciones tienen ya en el presente más del 30% de actividades que pueden ser automatizadas; más aún: en 2030, el número de horas de trabajo que podrán ser automatizadas podrá alcanzar el 30% del total mundial. Finalmente, la OCDE aporta una visión más optimista, cifrando en un 9% el total de los puestos con alto riesgo de automatización en el conjunto de los países de esta organización.

Por lo que se refiere a España, el informe anterior destaca los siguientes datos: el 12% de los puestos de trabajo tienen un riesgo de automatización alto, pero el 38% de los puestos de trabajo tienen un riesgo de automatización media, con lo que nuestra mediana de riesgo de automatización se sitúa en el 35% de los actuales puestos de trabajo. El riesgo más alto de automatización se localiza en relación con los trabajadores que tienen el nivel de cualificación más bajo (un 56% de esos puestos de trabajo están en riesgo de automatización) y respecto de los trabajadores con rentas más bajas (el 25% de los puestos de trabajo en riesgo de automatización corresponden a trabajadores con el percentil más bajo de rentas y el 29% a trabajadores con el segundo percentil más bajo).

Lo anterior nos pone sobre la pista de algunas de las tendencias producidas por el avance de la tecnología que tendrán que integrarse en la acción sindical. La primera es, efectivamente, el riesgo de pérdida de empleo para algunos sectores de la población trabajadora y el riesgo, a su vez, de aparición de comportamientos luditasluditas (algunos de los episodios contra conductores y/o vehículos de Uber o Cabify tienen, sin duda, este sesgo). La segunda es la necesidad de recualificación de grandes capas de la población para que no pierdan la carrera frente a la tecnología. La tercera la necesidad de proveer de rentas a las personas que, pese a todo, pierdan su empleo. Y la última, pero no menos importante, el diferente impacto que tiene la tecnología sobre el empleo de la población trabajadora, en función de su cualificación y sus rentas, y por ello, la creación de una estructura bipolar con fuertes desigualdades en el mercado de trabajo y en el conjunto de la sociedad.

Estos retos que conlleva desde la perspectiva sindical la revolución tecnológica llegan en un momento en el que el sindicalismo está debilitado. No me refiero únicamente a las consecuencias que puede haber provocado sobre el movimiento sindical la crisis económica iniciada en 2008, sino a una corriente subterránea que ya fluía desde hace tiempo. A finales de los años 90 del siglo pasado, Richard Hyman enumeraba tres razones por las que, según él, la “solidaridad mecánica” de la que había gozado hasta entonces el sindicalismo había entrado en crisis: la creciente heterogeneidad de la población trabajadora y, por ello mismo, la creciente dificultad de responder con una acción sindical unitaria a intereses de los trabajadores cada vez más divergentes; la globalización y, con ella, la intensificación de la competencia entre las empresas y la pulsión hacia la descentralización y la desregulación como fórmulas para exacerbar la propia competencia entre los trabajadores; y la erosión de los compromisos políticos igualitarios. Con todo, lanzaba dos mensajes de esperanza que me parecen premonitorios de lo que debe acontecer en este tiempo en el que el sindicalismo está obligado a encarar los efectos de la digitalización. El primero es que no estamos tanto ante una crisis del sindicalismo, sino de un particular modo de hacer sindicalismo, y el segundo, claramente anticipado a su tiempo, que las jerarquías sindicales deben dejar paso a las redes de trabajadores y ha de caminarse hacia el “sindicato virtual”.

Tal es, efectivamente, lo que parece estar sucediendo en las plataformas de trabajo digitales. Las que Degryse llama “factorías del siglo XXI” han irrumpido muy recientemente en la arena económica (¿quién había oído hablar hace apenas 5 años de Uber, Deliveroo o Amazon Mechanical Turk?) y tienen todavía un peso en número de trabajadores que puede calificarse de marginal, pues, según los estudios (ya que datos oficiales no existen), el trabajo a través de plataformas es la principal fuente de rentas de no más del 2,5% de la fuerza de trabajo. Sin embargo, tienen tal potencial de transformación del modelo productivo y de relaciones de trabajo que concentran prácticamente todas las miradastodas las miradas (y temores) de la dogmática jurídica y de los propios medios de comunicación.

Hay que empezar diciendo que no todas las plataformas digitales de trabajo son iguales, dado que algunas, como Uber o Deliveroo, localizan en un determinado territorio sus servicios, mientras que otras, como Amazon Mechanical Turk, permiten la prestación de servicios desde y hacia cualquier punto del planeta. En el primer caso, la organización sindical se vuelve más fácil, dado que los proveedores están localizados en el mismo espacio geográfico. De hecho hay ya movimientos sindicales o parasindicales de conductores o riders de cierta significación en Londres, Frankfurt, Viena o Barcelona, donde se ha creado la plataforma Riders X Derechos. Sin embargo, en el caso de las plataformas digitales donde se producen intercambios de servicios, una de las características estructurales de esta clase de “mercados digitales de trabajo” es justamente su dispersión. La tecnología permite, en efecto, llevar la externalización de actividades hasta el extremo, no solo porque mediante una plataforma se puede distribuir el trabajo a lo largo y ancho del mundo, sino porque mediante una plataforma puede descomponerse el trabajo en cientos de microtareas que son expandidas a lo largo y ancho del mundo.

Ello produce, junto con la absoluta dispersión de la fuerza de trabajo, una absoluta descualificación de la misma. El microworker se ocupa, una vez que ha ganado la puja por ella en la correspondiente plataforma, de una de las microtareas en que se ha dividido lo que antes era un trabajo, recibiendo a cambio uno de los microsalarios en que se ha fragmentado lo que antes era un salario. Creo que no hace falta insistir en lo que esto significa en términos de precariedad y pobreza laborales. Pero también, y es lo que más interesa en términos de acción sindical, de falta de identidad laboral de estos trabajadores, que ni saben la profesión a la que se dedican (realizan, sin más, diversas microtareas a través de una app o una web) ni el propio nombre profesional que pueden darse a sí mismos. El trabajo a través de plataformas digitales rompe, por tanto, todas las identidades que antes sirvieron para construir la solidaridad sobre la que, a su vez, se fundó la creación y actuación de los sindicatos. Ni el territorio, ni la empresa, ni la profesión son elementos de cohesión de los trabajadores de las plataformas: dispersos y/o aislados geográficamente, sin saber si la app a que se conectan o el cliente anónimo que solicita sus servicios es su empleador y sin saber exactamente cuál es su profesión, no tienen elementos de referencia que les sirvan para unirse a otros con el fin de organizarse y actuar en defensa de sus intereses comunes. Peor aún, en no pocas ocasiones la plataforma hace que deban competir entre sí mediante una subasta para poder obtener la microtarea que ha sido puesta en circulación, lo que genera comportamientos competitivos e individualistas (cuando no predatorios) contrarios al mínimo sentido de unidad que hace germinar la acción en común.

Sin embargo, es posible que la tecnología una lo que ha dispersado la propia tecnología. Se trata del WorkerTech, esto es, de la utilización de la tecnología para articular movimientos de defensa de los intereses de los trabajadores. Es otra forma de hacer sindicalismo porque, para empezar, la utilización de la tecnología (redes sociales, páginas web, apps) es la forma de conectar a los trabajadores entre sí. Esto es, no hay jerarquías, ni organización, ni sedes, ni siquiera afiliación, sino foros y redes de trabajadores conectados entre sí mediante una plataforma digital. En principio, ni siquiera buscan una acción colectiva, sino compartir experiencias y, algo muy importante, conocimientos sobre las plataformas para las que trabajan y los clientes que encargan microtareas a través de ellas. Fair Crowd Work, plataforma digital vinculada a IG Metal, hace justamente eso: con base en las experiencias que van relatando los propios prestadores de servicios elabora un ranking de las plataformas digitales a fin de que otros prestadores de servicios conozcan cómo se comportan las mismas. Es una forma de reparar la extrema falta de transparencia con que se trabaja para las plataformas digitales, donde a veces no llega a conocerse ni quién encarga la tarea ni los fines con que se utilizará una vez realizada la misma. Pero también es una forma de generar confianza y un cierto sentimiento de pertenencia e identidad comunes, sin que sobre ello pesen los prejuicios que a veces se tienen contra el sindicato o el sindicalismo más clásico.

De hecho estas redes ni siquiera persiguen la utilización de mecanismos clásicos de la acción sindical, como la negociación colectiva, sino dar a conocer al público en general y a los medios de comunicación los comportamientos que realizan las plataformas o, más en general, las empresas para las que trabajan. Un ejemplo de ellas puede ser Coworker.org. Estas organizaciones utilizan de forma intensiva la tecnología y las posibilidades que ofrecen las redes sociales para multiplicar el impacto social de sus reivindicaciones, denuncias de comportamientos empresariales o actuaciones en defensa de los intereses de los trabajadores (incluidas las huelgas). Y no buscan —o al menos, no buscan de partida— llegar a un acuerdo con el empleador, sino movilizar a la clientela o al conjunto de la población de forma que se resienta el consumo de los productos o servicios que ofrece la empresa o bien a los propios poderes públicos para que intervengan de alguna manera contra las situaciones laborales que sacan a la luz pública mediante el uso de la tecnología. No les interesa, pues, la negociación colectiva, sino la intervención de los poderes públicos y el activismo de los consumidores para que la empresa se vea obligada a modificar sus comportamientos laborales. En relación con el sindicalismo más clásico, estas redes plantean el problema de formar un mosaico de organizaciones atomizadas y desconectadas entre sí y con poca ideología, por así decirlo, laboral, lo que dificulta la creación de una estrategia sindical uniforme o unitaria a través de ellas al modo de lo que siempre ha supuesto el sindicalismo confederal. Pero también es verdad que no siempre son ajenas al mismo; al contrario, las experiencias habidas hasta la fecha en Estados Unidos o Alemania están de alguna manera orquestadas (y financiadas) por los sindicatos de corte clásico, que han renunciado a “colonizar” estos movimientos con sus fórmulas típicas de afiliación y acción sindical. Y ello ha devenido un éxito. De este modo, quizá sea utilizando la propia tecnología y desvistiéndose de algunos de sus atributos más clásicos como se empodere el sindicalismo en la era digital. _______________Luz Rodríguez es profesora de Derecho del Trabajo en la UCLM y visiting researcher en el Departamento de Investigación de la OIT.

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