Al pretender justificar por razones de “seguridad nacional” el
espionaje a periodistas de la agencia Associated Press (AP), el Gobierno de Barack
Obama recuerda a su predecesor, el de
George W. Bush. Lamentable.
Tras el 11-S, Bush y su neocon pusieron en marcha el mayor
ataque a las libertades y derechos en Estados Unidos desde los tiempos de la caza de brujas del
senador McCarthy. Si en los años 1950 el comunismo había sido el pretexto del mcarthysmo, en los de Bush lo fue Al Qaeda. Con el confuso y rimbombante eslogan de
“guerra contra el terror”, Estados Unidos se enfangó en el
Patriot Act, la guerra de Irak, los secuestros y torturas de la CIA, los infiernos de Guantánamo, Abu Ghraib y otras prisiones públicas o secretas… Incluso el
New York Times se prestó a ser un instrumento de
propaganda bélica gubernamental vía las mentiras allí publicadas por
Judith Miller.
Obama llegó a la Casa Blanca para cerrar ese triste capítulo de la historia estadounidense. Le apoyó la mayoría del pueblo norteamericano y contó con inmensa
simpatía internacional. Ahora, sin embargo, su fiscal general y ministro de Justicia,
Eric Holder, declara que, bueno, puede que el espionaje a los periodistas de AP no fuera del todo correcto, pero, en fin, estuvo motivado por el hecho de que esa agencia había publicado una
información sobre un tema de terrorismo que debería haberse mantenido secreto. Lo que pretendía el Gobierno, confiesa Holder, era averiguar cuál había sido la fuente de AP en ese asunto; la filtración, dramatiza, “puso en peligro a los ciudadanos de Estados Unidos”.
Hasta el momento,
Obama no se ha mojado demasiado. A través de un portavoz, ha dicho que él ni ordenó ni conoció esa investigación, que “cree en la libertad de prensa” y que, a la par, considera su obligación
“proteger la seguridad nacional”. Se investigará el asunto y, si las hay, se depurarán responsabilidades. Blablabla.
Poca cosa para un político que se opuso valientemente a la guerra de Irak y al campo de concentración de Guantánamo. Poca cosa para el presidente de un país que
consagra la libertad de expresión en la Primera Enmienda a su Constitución, y que fue fundado por, entre otros, un tal Thomas Jefferson que una vez declaró: “Si tuviera que decidir si debemos tener un gobierno sin periódicos o periódicos sin gobierno, no dudaría en preferir lo segundo”.
Publicada el 7 de mayo de 2012, la noticia de AP que desencadenó la furia inquisidora del departamento de Justicia de Washington daba cuenta de que
la CIA había impedido un atentado terrorista planeado por gente de Al Qaeda en Yemen. Los yihadistas pretendían detonar una bomba dentro de un avión con destino Estados Unidos.
El atentado, por supuesto, ya había sido evitado en el momento de publicar esa información. Pero llovía sobre mojado. El Gobierno de Obama estaba enfurecido por la filtración al
New York Times de dos grandes historias. Una versaba sobre los nuevos
métodos de lucha contra Al Qaeda liderados por Obama: los
asesinatos de yihadistas con drones (aviones no tripulados) en Yemen, Afganistán, Paquistán y otros países. La otra informaba de la nueva arma de Washington en su pulso con el Irán de los ayatolás: la creación de los
malignos virus informáticos Stuxnet y Flame.
Había, pues, que averiguar quién o quiénes estaban contando este tipo de cosas a la prensa. El número dos de Holder, el subsecretario James Cole, se puso al frente de la
cacería y, ni corto ni perezoso, sin mandamiento judicial, invocando una directiva que justifica acciones expeditivas del poder ejecutivo en casos de graves amenazas a la seguridad nacional (NSL, National Security Letter), ordenó al FBI que obtuviera información sobre las
llamadas telefónicas de decenas de periodistas de AP.
No hubo escuchas o grabaciones, dice Justicia, pero sí las listas de las conversaciones arrancadas
manu militari a las compañías. A quién llamaban los periodistas,
de quién recibían llamadas, cuánto duraban, dónde estaban los interlocutores, ese tipo de cosas. Eso duró, como mínimo, dos meses y afectó a los
teléfonos privados y profesionales de reporteros de Washington, Nueva York y Hartford.
Semejante
violación masiva de la confidencialidad de las comunicaciones telefónicas de los periodistas salió a la luz el pasado viernes, cuando un funcionario del departamento de Justicia se lo reveló a AP.
Desde entonces, los periodistas norteamericanos no salen de su indignación. “Asistimos a la continuación de los
ataques a la libertad de expresión llevados a cabo bajo la presidencia de Barak Obama”, escribe
Kevin Gostzola en salon.com. “El presidente y la gente que le rodea ha desencadenado una
guerra sin precedentes contra las fuentes de los periodistas”, dice
en MSNBC Carl Bernstein, uno de los dos reporteros que investigaron el caso Watergate.
Berstein ha hecho un buen análisis de este escándalo.
“El objetivo es intimidar a la gente que habla con los periodistas”, dice. “La seguridad nacional”, prosigue, “es siempre el falso pretexto de los gobiernos para ocultar información que el pueblo tiene derecho a conocer”.
Así es. Allí y aquí.
Ser Papa o Presidente de casi cualquier país, y no digamos de los más poderosos, y al mismo tiempo ser honesto, es antitético. Un asunto del que se ha hablado mucho, prensa, documentales (visioné uno de HBO), película (La noche más oscura), y se sabe muy poco es el asesinato de Bin Laden. ¿Qué hay de cierto en el relato oficial de su localización?. Y ¿qué relación tiene con el asesinato, en Pakistán, de varias enfermeras que estaban vacunando a los niños contra la poliomielitis?. Yo leí en prensa española que B L había sido localizado identificando el ADN de uno de sus hijos en una anterior vacunación. Y que la CIA estaba infiltrada en alguna ONG de la zona. Y de ahí el posterior asesinato de las enfermeras, que puede provocar una epidemia de polio por falta de vacunación. Obama, empiezo a pensar que tienes los pies de barro. Al menos con los Bush, Aznar, o Sarkozy ya sabemos a qué atenernos.
Responder
Denunciar comentario
0
0