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Estigmatizando al mensajero

Un periodista enseña la foto de Snowden a un pasajero en el aeropuerto moscovita de Sheremetyevo.

Edward Snowden se ha refugiado (temporalmente, de camino a Ecuador u otro país) en Moscú. Esto refuerza la narrativa oficial estadounidense sobre el caso de este joven analista de los servicios de inteligencia que reveló al mundo que Washington, a través de Internet, nos espía a todos. “Ya lo ven”, dirá esa narrativa, “Snowden es un traidor, como nosotros trompeteábamos; se refugia, ni más ni menos, que en la capital de ese Imperio del Mal contra el que hemos luchado durante las décadas de la Guerra Fría”.

¿Y a dónde podía ir Snowden para evitar el destino del soldado Manning, el que transmitió a Wikileaks multitud de informaciones ciertas sobre las tropelías bélicas norteamericanas en Afganistán, Irak y otras partes? Detenido, encarcelado, aislado, procesado y juzgado por “traidor”, el soldado Manning tiene por delante un montón de años entre rejas.

¿Podría haber ido Snowden a alguna capital europea más presentable democráticamente que Moscú? Ciertamente, eso hubiera sido poco recomendable a la vista de la experiencia de Julian Assange, el director de Wikileaks, al que probablemente tendieron una trampa en Suecia, trampa que se cerró -como no podía ser de otro modo dado el vasallaje de Londres respecto a Washington- en Reino Unido, y que, finalmente, tuvo que pedir asilo en la embajada en la ciudad del Támesis de ¡Ecuador! A ver cómo sale Assange de ahí.

Cuando el dedo señala la luna, el tonto se fija en el dedo, dice un conocido proverbio chino. Una y otra vez, los poderes instan a la ciudadanía al linchamiento del dedo para evitar que se fije en las repugnantes manchas de la luna. Satanizar al mensajero –Manning, Assange o Snowden en casos recientes norteamericanos; los jueces Fulano o Mengano en casos españoles que ustedes pueden imaginar- sigue siendo un modo eficaz de evitar que la gente debata sobre lo esencial, sobre los crímenes denunciados por el mensajero.

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Obama no es, ni mucho menos, tan zorrocotroco como su predecesor George W. Bush. Sabe que la política decimonónica de la cañonera que practicaba el tejano –enviar ejércitos aquí o allá- trae en estos tiempos muchos problemas internos y externos. Prefiere, pues, las guerras secretas de alta tecnología: enviar drones a ejecutar extrajudicialmente a los que él mismo ha situado en la “lista negra” de enemigos de Estados Unidos; espiar los teléfonos móviles y las cuentas en Internet de periodistas espabilados de la AP, ciudadanos norteamericanos y, ya puestos, todo el mundo.

Obama es el primer Comandante en Jefe de la ciberguerra del siglo XXI. Eso es lo que han revelado al mundo gente como Snowden y otros whistleblowers. Tal denominación halaga al actual presidente estadounidense –confirma su modernidad frente a los casposos republicanos- a la par que le fastidia –le mina la imagen de ”buen rollito” ante los progresistas-. Así que ha optado por estigmatizar a los mensajeros y perseguirlos urbi et orbi para meterlos en el trullo.

Aún más grave es que Obama y los suyos intenten buscar legitimidad para sus desafueros secretos en lo siguiente: la mayoría del publico estadounidense declara aceptar recortes en su libertad y su privacidad si se trata de la buena causa de la “lucha contra el terrorismo”. Abusar de este modo del miedo de la gente es el comienzo de una deriva autoritaria, cuando no totalitaria; el primer paso del 1984 orwelliano. Mal vamos cuando a los resistentes se les pone en la picota y a los inquisidores se les perdona todo.

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