@cibermonfi

Ni Bolívar ni Calígula

Portadas de 'Página12' y de 'The New York Post' sobre la muerte de Chávez.

Sé que hago una incursión en aguas pantanosas, de las que difícilmente saldré indemne. Será difícil escapar a algún mordisco de los caimanes de uno u otro bando, probablemente de los dos. Hugo Chávez despertó pasiones entre sus partidarios y detractores, y las sigue despertando después de muerto. Si no proclamas que fue el nuevo Libertador de América Latina, te crujirán los primeros; si no lo estigmatizas como el Calígula del subcontinente, lo harán los segundos. Y sin embargo, Chávez no fue ni una ni otra cosa.

Quizá el mismo nos sugería cómo deberíamos recordarlo cuando le daba por cantar aquella canción que dice: “Yo soy como el espinito que en la sabana florea: le doy aroma al que pasa y espino al que me menea”. Era feliz sintiéndose un personaje controvertido y manejaba con habilidad la estrategia de la confrontación, incluyendo la reconciliación más o menos táctica.

Cuando, en la primavera de 2005, visité Caracas, yo ya tenía a Chávez por un caudillo deslenguado y bronquista, y, desde luego, no apreciaba el romance exhibicionista que sostenía con el castrismo cubano. Sigo manteniendo esa visión, pero de aquella visita, saqué un par de matices importantes.

El mero viaje en automóvil entre el aeropuerto de Maiquetía y la ciudad natal de Bolívar me descubrió el universo de los ranchos, prueba definitiva e incontestable del egoísmo de la oligarquía tradicional venezolana y del fracaso de los políticos que habían precedido a Chávez -incluidos los autodenominados socialdemócratas- y ahora le combatían sañudamente. Durante kilómetros y kilómetros se extendió ante mis ojos el dantesco espectáculo de los barrios de chabolas de cartón, hojalata y madera podrida que se arracimaban en las verdes y húmedas colinas. Ese fue el primer matiz.

“Sin los cerros, no se puede entender Venezuela” me dijo un amigo periodista en Caracas. Chávez, me contó, era popular porque, a diferencia de sus antecesores en el poder, se preocupaba por los muchos pobres de su país. Se dirigía a ellos y les procuraba alivio en materia de vivienda, salud y escuela (cuando sus críticos le reprochaban que lo hiciera con los inmensos dinerales del petróleo venezolano, me preguntaba por qué no lo hicieron ellos antes, cuando gobernaban).

El segundo matiz tenía que ver con la libertad de expresión. En Caracas leí diarios –de hecho, eran la mayoría- que ponían a caldo, literalmente, a Chávez, al que abiertamente llamaban “payaso”, “dictador” y “tirano”, cosa inimaginable en la España de Franco, el Chile de Pinochet o la Cuba de Castro. Parecía respirarse allí una cierta libertad de expresión, por primaria y frágil que fuera, que para sí hubieran querido países tan poco criticados entonces por la derecha de Estados Unidos, España y América Latina como el Egipto de Mubarak y el Túnez de Ben Alí. Por no hablar de Arabia Saudí.

Chávez les ganaba elecciones a sus opositores, y, según certificaban organismos internacionales de vigilancia, lo hacía de un modo relativamente limpio. Eso, por supuesto, no le convertía en un demócrata impecable (al fin y al cabo había iniciado su carrera política con un intento de golpe de Estado, en 1992). Ni en alguien con el que yo, progresista independiente de raíz libertaria, pudiera simpatizar.

A Chávez se le ha comparado con frecuencia con el italiano Silvio Berlusconi y el ruso Putin, en el sentido de populistas que ganan elecciones. En relación al italiano, Chávez no tenía ni velinas ni fortuna personal. Comparado con el ruso, era más desenvuelto y más preocupado por los desheredados. En cualquier caso, es un error analizar América Latina con instrumentos básicamente válidos para Europa.

Inventó una mezcla de reivindicación del bolivarismo, ideología de izquierdas y exuberancia caribeña, y, con ello y con la plata del petróleo, se convirtió en un referente continental. Su influencia en América Latina ha sido notable en los últimos lustros, una influencia, dígase con claridad, ganadora. Al convertirlo en la encarnación del Mal, Washington y las derechas hispanoamericanas no hicieron otra cosa que elevar su estatura.

Venezuela despide a Chávez y prepara nuevas elecciones

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Cuando Chávez llegó al poder en Caracas, América Latina vivía mayoritariamente bajo el yugo político, ideológico, cultural y económico de Estados Unidos, y con gobiernos que decían que no había ninguna alternativa a las recetas del FMI de privatización, desregulación, eliminación de subsidios, o sea, capitalismo puro y duro. Pero el activismo de Chávez y sus aliados, y un ciclo económico favorable, basado en una gran demanda de sus materias primas, han provocado tanto una notable emancipación de América Latina respecto a su poderoso vecino del Norte como la puesta en práctica de otras políticas de mayor dimensión social y justiciera.

Si penosos eran los encuentros de Chávez con las momias del castrismo, no menos penosa ha sido la campaña permanente en su contra de las derechas hispanoamericanas y algunos de sus aliados de supuesto centroizquierda. La satanización de Chávez llegó a ser tan estrafalaria como el propio caudillo venezolano. El colmo del esperpento fue la reciente publicación en un diario español de una foto falsa de Chávez entubado en un hospital. Tal era la manía que le tenían a Chávez los responsables de la publicación de esa ignominia que ignoraron una regla elemental del periodismo –chequea y vuelve a chequear- y otra de la humanidad –no se divulgan imágenes “robadas” de un paciente en el lecho del dolor-.

Chávez se ha ido. No fue ni Simón Bolívar redivivo ni Fidel Castro. Ni para lo bueno ni para lo malo. Pero marcó su tiempo y dejará huella. Fue el Espinito.

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