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La rata de Fukushima

La rata tiene muy mala prensa. Y motivos hay: trae la peste, nos invade y roba el alimento, ataca a los animales y a los niños, y se reproduce a tal velocidad que en poco tiempo alumbra legiones de enemigos. Esto es así desde hace miles de años, desde que vivimos en grupo y generamos desperdicio. La rata es nuestro vecino de territorio vital: sólo nos separan unos palmos de suelo o desperdicio. Es aún peor que el lobo, cuyo delito era devorar los ganados. La rata además es fea, peluda y apesta. No hay insulto peor que llamarle a uno rata, "persona despreciable" precisa el diccionario.

Bien, pues uno de esos bichos infames, uno de esos vecinos indeseables ha estado a punto de hacernos sufrir muy por encima de sus posibilidades naturales. La rata de Fukushima ha muerto por un accidente eléctrico, pero casi nos arrastra a otra tragedia nuclear. Dicen los técnicos que el apagón provocado por su imprudente instinto pudo haber desencadenado un proceso en cadena cuyo final podría haber sido otro escape nuclear. La curiosidad que mató a la rata casi se lleva por delante a unos cuantos cientos de seres vivos más. El enemigo habría agrandado su leyenda, y su capacidad de destrucción alcanzaría alturas de intenso horror.

Lo malo de esta historia es que la muerte de un enemigo natural desnuda nuestra propia vergüenza de humanos sin escrúpulos. Y no, evidentemente, porque dejemos un sistema eléctrico al alcance de un animal cualquiera, sino por la evidencia de que un sistema de seguridad nuclear se muestre tan desnudo, nos aparezca tan vulnerable, como para entrar en grave riesgo de accidente por esa acción animal.

Viendo la imagen chamuscada del enemigo, pienso si no lo serán más quienes siguen engañándonos con la infalibilidad de este mecanismo de generación de energía. Algo va mal si una rata electrocutada en un sótano puede volver a poner en riesgo la vida en Fukushima

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