Muros sin fronteras

Ser rey empieza a ser un problema

Los reyes de Holanda posan con los miembros reales y jefes de estado invitados a la investidura de Guillermo como monarca.

Las reinas de Holanda tienen la costumbre de no morirse con la corona en la cabeza; suelen abdicar en favor de sus hijas o hijos, según el orden de nacimiento. La reina Beatriz, que cumplió 75 años el 31 de enero, ha dejado el puesto de trabajo a su hijo Guillermo Alejandro en medio de un aparente fervor popular. En el argot real a este proceso se llama abdicación, un palabra en desuso en España.

El cambio real en Holanda ha servido de excusa a los medios de comunicación para analizar la situación de esta institución milenaria, que ha perdido parte de su razón de ser en las democracias parlamentarias. Son figuras políticamente decorativas, sin poder real. Su glamour de antaño compite ahora con actores y celebrities. Han dejado de tener el monopolio del encanto.

Nacer con derecho a un trono tiene ciertas ventajas sobre los súbditos: un trabajo fijo bien remunerado, una o varias casas pagadas libres de desahucios y estar a salvo de cualquier Expediente de Regulación de Empleo. Cuando echan a un rey del trabajo nunca se llama ERE, sino revolución.

Los reyes acumulan privilegios transmitidos de padres a hijos sin que medie votación alguna, siquiera parlamentaria. Tampoco es posible elegir entre varios candidatos, sean hermanos o primos. Ayudaría a no depender de la ruleta rusa del primogénito, no siempre el mejor dotado.

El príncipe Enrique de Inglaterra nunca será rey salvo carambola mayúscula. Delante está su abuela Isabel II, que sigue siendo reina, su padre Carlos, su hermano Guillermo y la descendencia que este tenga. Enrique representa a la perfección el papel tradicional de príncipe sin trono: juerguista y bocazas que se mete en todos los charcos, como cuando presumió en Afganistán de matar talibanes. Pese a ello y a sus juergas y desnudos, es popular. Ser hijo de Diana Spencer es un seguro. De momento.

A cambio de los privilegios reales se exige que los reyes y familiares sean útiles y ejemplares. Si desaparece la ejemplaridad se rompe el contrato y se esfuma la inviolabilidad. Entonces empiezan los problemas, los debates sucesorios y el republicanismo. Cuando se rompe en contrato hay peligro de ERE real, de un cambio de forma de Gobierno.

En medio de una crisis económica que no parece tener fondo, con recortes constantes sobre sanidad y educación, pérdidas de derechos sociales y unas cifras de desempleo brutales, algunas monarquías empiezan a estar en discusión. El boato consustancial al poder, y del que depende gran parte de la capacidad del poder de apabullar a quienes no lo tienen, se ve ahora como una exhibición irritante.

¿Son las monarquías la mejor solución para un país democrático, en el que los ciudadanos son (en teoría) iguales ante la ley, donde se defiende la igualdad de oportunidades? ¿Tienen futuro en siglo XXI?

De las monarquías europeas, la española es la que acumula más problemas. El rey Juan Carlos era muy apreciado por la ciudadanía. Tenía prestigio. Se le otorgaba un papel estelar en lograr el fracaso del golpe de Estado de 1981, el de Tejero, Armada y Millans. Era un símbolo de unidad nacional en un país carente de símbolos nacionales. La vida del rey era un tabú para la prensa, un asunto privado en el que casi nadie entraba.

La cacería del elefante en Botsuana abrió la veda contra el rey. Iñaki Urdangarin hizo el resto. Las encuestas reflejan el hundimiento de su popularidad en un año. No parece una situación pasajera. La crisis de la monarquía es pareja al descrédito de la clase política. Todos parecen ir en el mismo barco. Los periodistas, también.

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