A la carga

¿Y si no pagamos las deudas?

El 27 de febrero de 1953, las naciones acreedoras (entre otras, Estados Unidos, Reino Unido, Holanda, Suiza, Francia, Italia, España y Grecia) se reunieron en Londres y acordaron reducir la deuda que Alemania acumulaba desde la Primera Guerra Mundial y que había crecido considerablemente como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. Se le perdonó el 50% de la deuda (privada y pública) y se alargaron considerablemente los plazos de cobro. 

En el contexto de la Europa de posguerra, los países acreedores entendieron que era prioritario que Alemania volviese a crecer. Y que no se podía recuperar el dinero a costa de reducir drásticamente el consumo de los ciudadanos alemanes. Los acreedores eran conscientes del error tremendo que se había cometido con el Tratado de Versalles de 1919, forzando a Alemania a pagar reparaciones exorbitantes por su responsabilidad en la Primera Guerra Mundial. Las condiciones tan duras que se impusieron entonces fueron una de las causas del fracaso de la República de Weimar y del ascenso del nazismo.

En la actual crisis económica, parece que hemos vuelto al espíritu de Versalles de 1919 y no al del Acuerdo de Londres de 1953, solo que ahora con Alemania en el papel de gran acreedor. Dentro de la Unión Europea, la crisis ha generado un conflicto irresoluble entre países acreedores (del Norte) y países deudores (del Sur) y parece que las decisiones de política económica se toman fundamentalmente con el fin de garantizar que los deudores devuelvan hasta el último euro, incluso si eso supone la quiebra económica y social de los países endeudados.

¿Hay que pagar siempre las deudas? La mayoría de la gente piensa que el deudor tiene el deber moral de pagar hasta el último céntimo al acreedor, pues ha contraído una obligación inexcusable con él. Además, si el deudor no devuelve lo que ha cogido prestado, ¿cómo pretende que en el futuro nadie le preste?

En realidad, este es un planteamiento simplista. Nadie puede endeudarse “excesivamente” si no hay un prestamista dispuesto a prestar “excesivamente”. Si durante los primeros diez años del euro los países del Sur se endeudaron mucho, fue porque los del Norte les prestaron el dinero para ello. El mal diseño del euro generó conductas irresponsables tanto de los deudores como de los acreedores. Las empresas y las familias del Sur se endeudaron más allá de lo razonable, pero eso solo fue posible porque el crédito procedente del ahorro del Norte fluía sin control hacia el Sur. Mientras duró la fiesta fue un negocio extraordinariamente rentable para todas las partes, para los países del Sur y para los del Norte. Pero la fiesta se acabó de forma brusca en 2008 y los países meridionales quedaron atrapados en una situación de gran endeudamiento. ¿Es justo y razonable que sean solo ellos los que tengan que hacer sacrificios enormes ahora, devolviendo todo lo prestado a costa de renunciar al crecimiento y el bienestar?

El problema no se da sólo entre países en el seno de la UE. Pensemos en el problema hipotecario en España. Las familias se endeudaron con hipotecas a plazos de 30 o más años que cubrían muchas veces el 100% del valor del piso. Se repite con frecuencia que el comportamiento de las familias fue irresponsable, pues se endeudaron en mayor medida de lo que la prudencia aconsejaba. Pero si era una irresponsabilidad, ¿por qué los bancos españoles concedían las hipotecas con tanta alegría? Y si los bancos hicieron préstamos excesivamente arriesgados, ¿por qué ahora toda la responsabilidad recae sobre el deudor y ninguna sobre el acreedor?

Si se garantiza al acreedor la recuperación de lo prestado, no tiene por qué preocuparse por el destino de sus préstamos. En el fondo, asume un riesgo mínimo, de modo que no dudará en financiar los proyectos más absurdos, ya sean Marina D'or y la Seseña de Paco el Pocero, ya sean los créditos hipotecarios a familias insolventes. El principal problema de la regla incondicional de devolución de la deuda es que libera al acreedor de cualquier responsabilidad en la concesión de crédito. En este sentido, parece un privilegio injustificado que el acreedor esté respaldado por un entramado político e institucional que le proteja en toda circunstancia.

Sería justo que los sacrificios impuestos por la crisis fueran compartidos por deudores y acreedores. En la UE, eso significaría, como mínimo, una mutualización de las deudas a través de los eurobonos, si bien la solución más eficaz sería un acuerdo para cancelar parte de las deudas de tal manera que se recupere la demanda y vuelva el crecimiento.

Y en el caso de la deuda hipotecaria en España, lo lógico sería forzar a los bancos a aceptar una quita hipotecaria, en la línea que ha defendido Antonio Quero, aliviando de este modo la situación de las familias hipotecadas y contribuyendo así a reactivar la demanda. Es lo menos que puede exigirse cuando los bancos han sido rescatados y saneados con dinero público.

Así como durante los buenos tiempos todo el mundo, tanto acreedores como deudores, se beneficiaron, con la llegada de la crisis la mayor parte de la carga del ajuste ha recaído sobre los deudores (ya sean empresas, familias o Estados). Es necesario abrir de una vez el debate sobre la deuda.

Como ha mostrado David Graeber en su monumental libro sobre la deuda, la historia está atravesada por el estallido de revueltas de deudores contra acreedores. En el contexto actual, el conflicto en el seno de la UE entre países deudores y acreedores podría hacer colapsar el proyecto de integración europea. En lugar de llegar a un acuerdo como el de Londres de 1953, los países del Norte y las instituciones europeas parecen empeñadas en recuperar hasta el último euro prestado aun si eso supone condenar a los países deudores a desmantelar sus ya de por sí endebles Estados del bienestar y a padecer un periodo prolongado de empobrecimiento.

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