Plaza Pública

Paella connection

abelardo muñoz

En los últimos tiempos todo lo que acontece en el País Valenciano posee un aire surreal y hortera, al estilo de las esculturas de Ripollés que, como buñuelos, afean algunos de los escenarios más genuinos del descalabrado País Perplejo. Tanto en el famoso aeropuerto sin aviones de Castellón como en una de las rotondas de la nueva Valencia, la ocupada por el hormigón del narcisista Santiago Calatrava, las esculturas en forma de galleta mojada de este artista mimado por el poder, tanto como el arquitecto, provocan estupor.

En el país de la impunidad esos monigotes inauditos, que se pegan de bofetadas con el entorno, son metáfora de la fea política que en estas tierras se cocina.

Como también es cómica parábola la transformación física –ha cambiado de nariz– del primer presidente derechista que tuvo el país: el manchego Eduardo Zaplana, antiguo alcalde de Benidorm y glorioso primer actor, hoy felizmente retirado, del proceso que ha convertido esta tierra de flores en un pantano infestado de reptiles.

El salto de la pobreza a la más absoluta miseria que se inició con el caso Naseiro, ibérico valenciagate de 1990, primer indicio de que algo en el PP no funcionaba como debía, consigue su apoteosis en la actual situación de la tercera autonomía que tiene el dudoso honor de contar con un abultado memorándum de casos criminales de nunca acabar: el caso Blasco –saqueo de fondos para el desarrollo–, el caso Gürtel en su versión valenciana, el caso Brugal –apestoso negocio de adjudicaciones de basura en Orihuela, localidad de Alicante ya conocida como la Sicilia valenciana–, el caso Fabra y el caso Alperi, entre otros. Una gusanera que suma un centenar de imputados.

Todos en manos del TSJ valenciano quien hace nada denunció la falta de medios para hincar el diente en tanto desafuero. Es la Paella Connection sin un Pepe Carvalho que la reviente, al menos por el momento.

Saqueos al dinero público, cohechos, falsedades documentales, favoritismos, fraude fiscal, nepotismos, inversiones ruinosas y otros amaños que conforman un pastel indigesto. Si a todo esto se le añade la obscena indiferencia de los dirigentes populares en asuntos tan sensibles como la muerte de 43 ciudadanos en un accidente del metro, el saqueo de las arcas municipales de la ciudad de Valencia en el caso Emarsa o la ominosa destrucción planificada del barrio pescador del Cabanyal para construir una vía comercial, los monumentos falleros de cemento del bueno de Ripollés son icono perfecto del sainete valenciano.

Además, el creciente deterioro de la vida cultural del país, el señoreo del feísmo como norma estética, se manifiesta en números contantes y sonantes en la capital, el legendario cap i casal, una ciudad apagada con un presupuesto raquítico para bibliotecas y mucho solar cedido al Arzobispado. Bajo la vara de mando de la alcaldesa Rita Barberá, un martillo pilón que hace añicos todo lo que toca, tan sólo un 0,7 por ciento de los dineros municipales se dedican a cultura. Las bibliotecas públicas languidecen, igual que la Feria del Libro, con una penosa ayuda de ocho mil euros frente a los dos millones largos para las Fallas.

Y para colmo, Alberto Fabra, un presidente de la Generalitat sin perfil, un anti líder que ha heredado el marrón que le dejó Paco Camps, acaso el político más pintoresco que ha tenido este país, pues todo el mundo lo llevó al huerto, en especial su amigo, el pícaro Bigotes, hasta que despertó de su delirio despilfarrador y, como en la fábula, los valencianos vieron que el rey estaba desnudo.

El poder absoluto que ostenta el PP parece llevar a la corrupción absoluta, aquí, junto al Turia y al Segura, la impunidad se encarna en el “silencio pavoroso” de los responsables políticos, en palabras de un opositor, y eso comienza a ser esperanzador síntoma de su inminente derrota. El aquilatado cinismo del equipo que desgobierna la Generalitat tiene ya su fotogenia perfecta en la máscara espeluznante de Juan Cotino, presidente de las Corts, en el programa de Évole, huyendo al ser preguntado por su turbia gestión en la tragedia de la Estación de Jesús.

El Consell valenciano es un pesado trasatlántico cuya derrota le va a hacer chocar con el iceberg de un más que probable tripartito de izquierdas a la valenciana. Tras tantos años de incuria, acabar con esa mafia indígena tiene pinta de ser una tarea ardua pero no imposible.

El cambio político en la ciudad del río seco deja de ser un sueño. La izquierda, harta de estar bajo las piedras, ya se ha caído del caballo y busca la coalición. Y la mafia de la paella pronto tendrá su Carvalho.

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