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Prudencia. Asombro. Inquietud

Seré prudente, señor Montoro. Seré cauto y templado, tratando de discernir lo que es bueno de lo que es malo. Pero permítame que confiese asombro e inquietud con alguna dosis de cabreo ante los singulares sucesos que usted y el área de gestión pública que dirige siguen protagonizando en estos días agitados. Sucesos de acción u omisión cuyo recorrido y trascendencia, cuya gravedad y acaso consecuencias políticas explican en sí mismas la notable rebaja en el tono de suficiente ironía con que usted se aplica ante la oposición y ante alguna prensa no afín. Me pareció verle ayer menos suelto, más apretado y, desde luego, prudente, en sus referencias a la gestión de la Hacienda Pública de lo que es habitual.

Y es fácil de entender, porque lo de la infanta no es una broma y mucho menos en estos días en que hacemos números con la Renta o con lo que algunos tienen que pagar para que se la hagan. Lo de mandarle la declaración a un niño de dos años tampoco, pero al menos a la canallesca el caso nos da juego para hacer chistes, más aún cuando a la criatura le sale a devolver. Y se digiere mejor.

Uno sigue creyendo en lo público y por eso exige y defiende un sistema fiscal proporcional y justo que permita desarrollar y mantener servicios para los ciudadanos. Ese es el sentido y la razón para que paguemos impuestos y lo hagamos según nuestras posibilidades. Estamos aún lejos de ese objetivo de fiscalidad verdaderamente justa, pero es incuestionable que pagar impuestos es un deber ciudadano y una exigencia democrática y eludir o trampear con ese pago una burla inaceptable a la ciudadanía. La Hacienda Pública tiene que tener sustento legal, medios y solvencia técnica para evitar el fraude y trabajar por la equidad.

Y es esa fe en una política impositiva justa y solidaria lo que me tiene asombrado, inquieto y hasta cabreado en semanas como ésta, señor Montoro. Una Hacienda justa, que de verdad "seamos todos", no puede permitirse errores tan aparentemente de bulto como lo de las fincas de la infanta. A diez días de que la Casa Real negara la información que la Agencia Tributaria envió al juez todavía no sabemos qué ha pasado, más allá de la constatación de que no se comprobó la veracidad de los datos, lo cual, estará conmigo señor ministro, es motivo más que suficiente para que los ciudadanos nos inquietemos. Asusta pensar que eso sea ejemplo del grado de rigor con que se aplica quien, como es su deber, exige al ciudadano un rigor inaplazable en tiempo y forma.

El asombro es fruto, si me lo permite, señor Montoro, dentro del margen de prudencia que usted exige, de su propia actitud pública. Si desde un micrófono o un escaño se exige criterio y fundamento al contrincante o al crítico; si se dejan caer afirmaciones relativas a supuestas actuaciones poco ortodoxas de algunas personas o colectivos con respecto al fisco, y usted lo ha hecho, hay que tener el valor político de aplicarse cuando vienen duras y le toca a uno el turno de responder. Y no es de recibo, señor Montoro que usted de la cara tarde y mal, aparentemente presionado por su partido y sin ofrecer a los ciudadanos nada que se asemeje ni de lejos a una aclaración medianamente satisfactoria.

Nos pide usted prudencia y plazos para aclararlo todo. Nos pide fe en un momento en que Hacienda nos exige cuentas. Y advierte contra las tentación de escribir novelas negras con este asunto. Prudencia, confianza, rigor. Eso nos demanda el ministro de Hacienda. Plausible y razonable, por supuesto. Pero tambien podemos y debemos exigirle a usted y el gobierno del que forma parte, al departamento que gestiona y a su propia actuación política, señor Montoro, que sea prudente, que infunda confianza y se muestre eficaz y riguroso.

Miles de ciudadanos comparten el cabreo ante alguien que exige a quienes tiene enfrente o al lado lo que no parece cumplir en demasía. Dicho sea con prudente respeto al ministro de Hacienda y si ánimo de hacer literatura negra, que para eso se pinta muy bien sola la realidad presente.

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