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La Europa que avergüenza

Morales confirma que España da permiso para cruzar el espacio aéreo.

Varios países europeos acaban de protagonizar uno de los episodios más bochornosos que registran los anales de la diplomacia: por temor a granjearse el enfado del Tío Sam, han impedido el tránsito por su espacio aéreo, o el repostaje en su territorio, del avión presidencial del boliviano Evo Morales. Se temían que en el aparato volara también Edward Snowden, el exagente de los servicios secretos estadounidenses que ha revelado cómo la NSA y la CIA nos espían a todos a través de nuestras actividades en Internet.

Se da el caso de que en ese avión no viajaba Snowden, como comprobaron las autoridades austríacas. Pero incluso si lo hubiera hecho, ¿qué? Para el Gobierno de Estados Unidos Snowden es un “traidor”, pero para el resto de los habitantes del planeta no es sino un joven funcionario que ha facilitado una información relevante no desmentida. Snowden ha confirmado lo que ya nos temíamos: que hemos llegado al siniestro 1984 orwelliano y que los principales “villanos” de la película no son los “hackers” o “piratas” particulares, ni tan siquiera los gobiernos de países poco recomendables democráticamente, sino las autoridades norteamericanas y sus servicios de espionaje. En aras, dice, de la seguridad nacional estadounidense, Washington se ha convertido en Big Brother.

A comienzos de esta semana hemos sabido, a través de Der Spiegel, que la masiva violación de la libertad y la privacidad de las comunicaciones denunciada por Snowden en The Guardian, se extiende también a organismos e instituciones de la Unión Europea y de sus países miembros. Si aceptamos la lógica de la “lucha contra el terrorismo” con la que Washington intenta justificar esta obscena intrusión en nuestras vidas individuales y colectivas, esto quiere decir que esos gobiernos y esas instituciones, al igual que todos los ciudadanos del planeta, son sospechosos de colaborar, directa o indirectamente, con Al Qaeda y semejantes. Lo dicho: Big Brother, el universo inquisitorial en el que a priori todos son culpables.

Pero, aparte de cuatro vacías declaraciones de protesta, la respuesta de los gobernantes europeos ha sido temblar de pánico ante la posibilidad de que su espacio aéreo fuera sobrevolado por el avión de Evo Morales con Snowden a bordo. ¡Lo que iba a enfadarse Washington si se le daba paso a ese aparato!

Estados Unidos recibió un caudal amplísimo de solidaridad tras los atentados del 11 de Septiembre: cientos de millones de personas en decenas de países nos sentimos neoyorquinos, rechazamos desde el fondo de nuestros cerebros y corazones la barbaridad perpetrada por Bin Laden y sus secuaces. Pero, caray, Estados Unidos no para de meternos a todos en líos desde entonces. Unilateralmente, por supuesto, sin consultarnos lo más mínimo. Bush la lío parda con su delirante aventura imperial en Irak, y, bajo su presidencia, los secuestros y vuelos secretos de la CIA aquí y allá pusieron en apuros a varios gobiernos amigos de Estados Unidos, cuando no los convirtieron en cómplices.

Más avispado que su predecesor, y más al loro de las nuevas tecnologías, Obama optó por una vía más discreta: los asesinatos mediante drones y, como ha revelado Snowden, el espionaje a tirios y troyanos: a ver qué cae, a ver lo que sacamos, cualquier cotilleo puede sernos útil, si no en la lucha contra el terrorismo al menos para chantajear a Fulano o Mengano llegada la ocasión. Pero, al final, la estrategia de Obama, basada en la estúpida idea de que nunca se sabría lo que se cocina en la NSA y la CIA, también ha terminado por causar problemas a la comunidad internacional. A China, a Rusia, a los países europeos aliados de Washington…

Obama da por hecho que todos los gobiernos deben cooperar en la caza y captura del fugitivo Snowden. Por aquello de la razón de Estado, de que todos hacen o querrían hacer lo mismo que Washington, de que hay que castigar urbi et orbi a cualquier funcionario que se deja llevar por un arrebato de conciencia. Y es cierto que, pese a la indignación de boquilla, la tendencia natural de la mayoría de los gobiernos es a ponerse del lado del amigo Obama: corporativismo o solidaridad de casta se llama la figura.

En el caso concreto de Putin, la verdad es que resultaría extraño que un sistema fundado y dirigido por la gente del antiguo KGB, y que no tiene el menor respeto a la libertad y la privacidad, se convirtiera en protector de Snowden. En el caso de los europeos, ya sorprendió en su día la valentía de Chirac y Schroeder al oponerse la guerra de Irak, pero es difícil que eso se repita con frecuencia. Así que a Snowden sólo le han ido quedando los países latinoamericanos enfrentados a Washington: Venezuela, Bolivia, Ecuador…

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Big Brother ha conseguido que el mensajero –Snowden- se convierta en la pieza a cobrar universalmente, mientras que el mensaje -el espionaje norteamericano- queda en segundo plano. En estas circunstancias, solo faltaba que se difundiera el rumor de que Snowden volaba en el avión de un indio, de un latinoamericano, de un presidente de tercera, para que, en violación flagrante no ya solo de las convenciones diplomáticas, sino de las reglas elementales de la navegación aeronáutica, las autoridades de Francia, Portugal e Italia demostraran que Washington puede contar con ellas para lo que se necesite, faltaría más.

El Gobierno español ha estado por encima de sus colegas continentales. Negarle el aterrizaje en Canarias al avión de Evo Morales hubiera sido un insulto imperdonable a la comunidad iberoamericana de naciones. 

Post Scriptum. Resulta que el comportamiento del Gobierno español, aunque finalmente autorizó el aterrizaje y repostaje en Canarias del avión presidencial boliviano, no fue tan ejemplar. Siguiendo, sin duda, órdenes del ministerio, el embajador español en Viena, Alberto Carnero, tuvo una actuación deplorable al pretender registrar el avión de Evo Morales no fuera que Snowden estuviera a bordo, y, luego, al proponer que el presidente boliviano arreglara el asunto por teléfono con no sé qué secretario. Así, desde luego, no se trata al jefe de Estado de una nación miembro de la comunidad iberoamericana.

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