Plaza Pública

Alemania, siglo XXI. La banalidad del bien

Daniel Peral

Viajo por una región o autonomía española, con pueblos cada varias decenas de kilómetros. Tiene la deuda per cápita más alta del país, el paro más alto. El paisaje es la dehesa, ocre, aplastada por un sol inmisericorde. Los calores del verano han arrasado los abundantes pastos favorecidos por una primavera muy lluviosa. Ahora, las vacas buscan inútilmente los últimos restos.

Escucho en la radio del coche que hay elecciones en Alemania. Ah, ¡que interesante!, me digo. Parecen elecciones locales. Nuestra suerte depende de los que decidan ellos. Si dejan de ser arrogantes (quadratisch) y se convierten en solidarios, que lo son, habitualmente, pero con el tercer mundoquadratisch.

En esta región, en las últimas décadas, muchas casas han sido reconstruidas a su regreso por los emigrantes que se fueron a Europa, muchos a Alemania. Los retornados quieren mostrar a sus vecinos su nuevo estatus. Las fachadas de falso Siena o verde-que-te-quiero-verde, los ladrillos con acabado piel-de-tigre, los absurdos tejados de pizarra modelo Alta Lorena y los halcones de escayola vigilando las puertas, han roto el viejo perfil armónico de casas encaladas.

En lo alto de uno de estos pueblos está la Basílica, la capital espiritual de la región. Entro en el templo. Suena el órgano, uno de los más importantes de Europa. Un concierto, me digo. No, dos técnicos hablan en alemán. Están afinando la maravilla, los graves, los agudos. Les pregunto cada cuanto afinan el órgano. Cada dos años, me responde el más joven, vengo desde Alemania para darle un repaso.

El viejo instrumento fue restaurado en varias etapas a finales del siglo pasado por una empresa alemana, una de las mejores, si no la mejor del mundo. La afamada casa Walcker, una referencia. En este caso, como en muchos otros, hay que acudir al gran vecino del norte.

Salgo del templo y paseo por el pueblo. Me pregunto si no hay en este país nadie, no ya que pueda construir un órgano, sino que pueda afinarlo. Veo por las calles muchos coches alemanes. Los que se lo pueden permitir se compran un vehículo procedente de las fábricas de Germania, porque tienen fama de indestructibles y dan prestigio. Los jóvenes, ese sector tan maltratado por el paro, los vehículos con la hélice. Las jóvenes, el pequeño coche fabricado en Oxford, pero que pertenece a la marca bávara. Las clases medias y medio-bajas tienen que conformarse con los franceses, sin ninguna gracia, pero más baratos. Los italianos están descartados. Son mucho más bonitos, pero” se rompen”. La fama es la fama.

Pero, si preguntas a la gente en la calle, seguro que mascullará algo contra Alemania, contra la arrogancia alemana, como si el poderío alemán hubiera sido adquirido por derecho divino.

El profesor alemán Jürgen Donges, uno de los padres técnicos del euro, que habla castellano perfecto porque nació en Sevilla, conferenciante asiduo en nuestro país, tiene que defenderse continuamente de esas acusaciones. En un coloquio, alguien le estaba increpando en este sentido y el profesor preguntó al irritado qué coche tenía. Un Audi, respondió el señor airado. ¿Y por qué no se ha comprado un Seat, que está hecho en España (o en Cataluña, en según se vea). Porque el Audi es mejor, respondió el irritado. Pues entonces no se queje, respondió el sevillano de alma alemana.

Pero el éxito de Alemania no se basa solo en las grandes empresas de la automoción, la electrónica o la química, sino en ese profundo tejido del mittelstand decenas de miles de empresas pequeñas y medianas, generalmente familiares, asentadas en los hermosos valles de Baden-Württemberg o Baviera que inundan el mundo globalizado con productos de muy alta tecnología, sin competencia. Viven básicamente de la exportación. Alemania, a pesar de la crisis, se mantiene como el segundo exportador mundial.

Una firma desconocida para el gran público, Wanzl, fabrica la mitad de los carritos de compra que se producen en el mundo, tres millones de unidades al año. Aunque el trolley es de origen estadounidense, la perfección alemana ha hecho el resto. Hoy, la empresa les enseña a los chinos a fabricar ese artefacto. Alemania les vende a los chinos más coches que nadie en el mundo, pero también las máquinas y herramientas para la industrialización del gigante asiático. Ha salido beneficiada, de momento, con la globalización. A esta lista de empresas podemos añadir desconocidos números uno mundiales: Koenig & Bauer, maquinaria para imprenta, Leitz, para el procesamiento de maderas o RUD, cadenas industriales. Y seguir y seguir…

Unas empresas que, por cierto, en las últimas décadas, han evitado endeudarse por encima de sus posibilidades, lo que no ha sido el caso en otras latitudes. En Alemania, el concepto de vivir de prestado es ajeno a su cultura. En alemán culpa y deuda se expresan utilizando el mismo término: schuld.

Y a pesar de su tamaño, estas fábricas siguen siendo familiares. El dueño del taller de órganos en persona supervisó el proyecto de reforma y sus hijos hicieron la instalación.

El éxito alemán no se basa en el genio de sus políticos sino en el ingenio de decenas de miles de emprendedores. Y los alemanes no se matan a trabajar, que conste. Solo los holandeses trabajan menos horas entre los 34 países de la OCDE. Lo que pasa, dice el profesor Donges, es que venimos de casa desayunados y no nos vamos al bar de enfrente tras llegar al trabajo, a tomar los churritos como ustedes (es decir, nosotros).

Otra de las claves del éxito es el sistema educativo que proporciona los empleados adecuados para el sistema productivo-manufacturero germano, para esa trama de pequeñas y medianas empresas que son la base de su economía. ¿Formación o estudio?, preguntan todas las empresas en sus páginas web. Mejor ambos sistemas, responden. Y ellos pagan su parte. No se trata de que lo haga solo el Estado.

Un 25 por ciento de los jóvenes de entre 15 y 16 años son aprendices que pasan más tiempo practicando en el taller o en las fábricas, que en la escuela. Al cabo de cuatro años tienen un empleo prácticamente garantizado. Claro está, detrás hay una industria que responde y que necesita mano de obra. Resultado: el paro juvenil es el más bajo de Europa, en torno al 8 por ciento.

Aunque el sistema educativo alemán es muy duro. A los diez años, por sus notas, los escolares saben si van a ir a la Universidad o a la formación profesional, lo que en principio, anula la posible promoción social de los menos favorecidos. Hay dramas familiares.

Pero también es verdad es que no hay miedo a incorporarse a la formación profesional, porque esto no significa el final de la carrera. Si un trabajador es bueno puede llegar a dirigir la empresa, incluso la más grande, sin pasar necesariamente por la Universidad. Y tampoco es necesario acudir a las “afamadas” Escuelas de negocios, como sucede entre nosotros.

Martin Winterkorn dirige hoy con mano de hierro, porque no en vano estudió metalurgia, el gigantesco conglomerado Volkswagen, que aspira a situarse como número uno del mundo, con fábricas y marcas desde España a Chequia o desde Brasil a China, pasando por Italia. Es un obseso, sobre todo, de la calidad del producto y no duda en abroncar a los técnicos de su grupo cuando algo no le gusta, cuando comprueba desajustes de milésimas de milímetro. Entiende que si el producto es bueno, se vende. ¡No es la economía, estúpido!, podría decir, contradiciendo a Clinton. ¡Es la calidad!

Alemania es un país con dirigentes rayanos en lo autoritario; de gente muy seria y con normas muy estrictas.

Pero la canciller, la mujer más poderosa del mundo, no es así. No lo parece. Desde la vieja capital de sucesivos y terribles imperios y ahora de la muy democrática República Federal unificada, rige el país con modestia. Berlín no le ha transmitido la mala energía del pasado. La licenciada en Física que llegó del austerísimo, luterano y socialista Este alemán con discreción, se abrió paso entre la potente fauna política germana y llegó a la cumbre. Hoy, sus señas de identidad son unas chaquetas idénticas de corte, que solo cambian de color. Si entras en Makro, un gran almacén popular de Berlín, seguro que las puedes encontrar por no más de 10 euros, a mano izquierda, en la sección de oportunidades. Y si habla de su vida privada se limita a decir que le encanta hacer crema de patata para su esposo, Herr Sauer, un científico que sigue la toma de posesión de su mujer por la tele.

Angie Kasner, su apellido de soltera, tiene más poder que cualquiera de sus antecesores en el cargo, mucho más que su padrino político, el muy enérgico Helmut Kohl. Pero nunca un dirigente alemán había adormecido al pueblo en plena campaña como lo ha hecho Merkel, decía en septiembre el semanario Der Spiegel. En vez de hablar con los ciudadanos los trata como niños que, simplemente, deben confiar en su mami, su Mutti.

El único debate televisado de la campaña, el 1 de septiembre, terminó con un aburridísimo empate, cero a cero, titulaba Der Spiegel. Nada por aquí, nada por allá. No había temas calientes que discutir. En la campaña de Merkel no ha habido argumentos: ni salario mínimo, ni Europa, ni energía nuclear, ni impuestos. Su mensaje era y es de sosiego, modelo Lexatin: estamos muy a gusto y, si me votan, tendremos otros cuatros años similares.

Los políticos han recorrido el país, han participado en centenares de mítines y coloquios, pero según una encuesta del semanario Stern casi dos tercios de los preguntados encontraban la última campaña poco o nada interesante.

Las elecciones del 22 de septiembre han despertado mucha más expectación en el resto de Europa que en la misma Alemania, como si las urnas pudieran cambiar algo en esta ocasión…Las expectativas eran altas, demasiado altas. Las elecciones se han desarrollado en clave interna y ha ganado Merkel sin necesidad de su partido. Hay que mantener las cosas más o menos como están. Una victoria sin dirección, con más de lo mismo, decía el diario Die Welt. La mejor fotografía de las que se han publicado sobre la victoria de Angie es una que recogía el semanario The Economist. Se ve un ramo de flores y detrás se adivina un rostro, de alguien que, en realidad, nadie sabe como es; que es acogido como “uno de los nuestros”, un ciudadano o ciudadana normal. Quizá por eso, por esa cercanía, es la única dirigente occidental que ha sobrevivido a la crisis, mientras caían arrogantes y payasos que todos recordamos.

Merkel narcotiza al país con su política de pequeños pasos, seguía diciendo Der Spiegel. Su fuerza es la normalidad, el bien. Cierto es que su país no vive las tensiones de sus socios europeos, crisis económica, independentismo o corrupción. No adopta, o no tiene que adoptar, ningún proyecto arriesgado que ponga en peligro su popularidad.

Trituró al SPD hace cuatro años en la gran coalición que arrastró a los socialdemócratas a los peores resultados de su historia. Dejó que del FDP se cociera dentro de la última coalición en sus propias contradicciones, que han terminado arrojando a los liberales a la oposición extraparlamentaria. Del gobierno, al paro. Y nada menos que al partido de Hans Dietrich Genscher, que trabajó con Kohl en el mismo estudio de arquitectura para levantar la dificilísima unificación alemana. Ahora también, su campaña se ha basado en la discreción, en el silencio. Si hay algún error, que sea de los otros. No habla de economía, de Europa y, por supuesto, menos de política exterior. Solo de confianza, en ella, claro.Cierto es también que la calidad de vida en Alemania es la más alta entre los grandes países industrializados

. Alemania ocupa el puesto 8, Japón, el 16 y EEUU, el 18 según una encuesta del Boston Consulting Group.

Alemania va bien. El ánimo de los consumidores es euphorisch , cosa rara en un país tan sobrio, que tiene presente las penurias de la posguerra, que no malgasta agua en la ducha aunque haga peligrar la pituitaria de los vecinos. El paro es el más bajo en 20 años y, por lo tanto, poco hay que modificar. Solo una catástrofe de enormes dimensiones como la de Fukushima hizo que la canciller diera el giro más importante de su carrera. Tras haber apoyado previamente la energía nuclear decidió, súbitamente, abandonarla en diez años. Lo que, por cierto, puede acarrear problemas de suministro en el futuro.

En cuanto a Europa, Merkel no desea una Unión más integrada y, por supuesto, nada de asumir o mutualizar las deudas en las que han incurrido otros socios del euro; quiere proteger a sus conciudadanos, una Unión en la que las distintas naciones tengan más peso, no menos. Más Europa significaría aligerar los bolsillos de los alemanes y, quizá, los ciudadanos del gran país están cansados de pagar, un día a los Este, la antigua RDA, y otro, a los del sur.

Por eso, y tras su “enorme“victoria, la canciller seguía igual de tranquila. Muy bien, gracias, decía tras haber arrasado. Contenta, sí, pero no eufórica. Eso no es ni alemán, ni prusiano, el espíritu que mantuvo intacto su viejo país desaparecido. Las negociaciones sobre la coalición, con calma. Y sin dar pistas. No se lo van a creer, comentaba en su primera rueda de prensa tras la victoria. Miraba hoy el armario (donde guarda sus austeras chaquetas) y me dije: rojo, no, y verde tampoco. Ayer tocó azul. Pues me pongo un color neutro y oscuro.

Merkel lleva su austeridad en el vivir y en el vestir a la política económica. Sostiene que la crisis del euro solo se puede solucionar con recortes, incluso brutales, de los presupuestos, para hacer la zona euro competitiva de nuevo. Aunque Alemania sea de los países que en los últimos años ha hecho menos reformas estructurales.

Claro está que Merkel se ha beneficiado de las decisiones difíciles que tuvo que tomar su antecesor, el socialdemócrata Gerhard Schroeder y que en buena parte le costaron el cargo. El SPD utilizó su influencia en los poderosos sindicatos alemanes para moderar los convenios. Las llamadas reformas Hartz lograron un mercado laboral más “flexible”. Los salarios reales disminuyeron un 4% entre 2000 y 2010. En el mismo periodo, en España aumentaron en torno al 15%.

Al bajar la demanda y por tanto la producción, debido a la crisis, las empresas se acogieron a la fórmula del Kurzarbeit, trabajo a tiempo parcial, menos trabajo, menos sueldo, que afectó a millón y medio de trabajadores. No iban al paro y las empresas podían mantener el “músculo” por si mejoraba la coyuntura, como ha sucedido.

El resultado es que en los últimos años ningún país industrializado ha creado más empleo que Alemania. Lo que sorprende es que creando empleo y con unas tasas de crecimiento más que aceptables, también genere pobreza.

Un 20 % de los alemanes se encuentran afectados por la pobreza o por la marginación social, según los índices internos. No obstante, sólo un 5,3 % se siente "verdaderamente" pobre y marginado.

En Alemania, un país modélico en cuanto al Estado de bienestar, donde la ostentación de riqueza está mal vista de acuerdo a la norma luterana, sin llegar a los niveles de los países escandinavos, los ricos son cada vez más ricos y los pobres, más pobres. El diez por ciento de la población posee el 50% de la riqueza. Hace 10 años era el 45. La mitad de la población posee apenas el 1 %.

Más de 4 millones de adultos en edad de trabajar y casi 2 millones de jóvenes, que no figuran en las estadísticas oficiales del paro, reciben ayudas sociales. Costo: 37.000 millones de euros.

Más de un tercio de los trabajadores, 7,4 millones, tiene un contrato temporal, un minijob o trabajo parcial, un máximo de 15 horas semanales con derecho a 450 euros al mes. Casi uno de cada dos jubilados alemanes cobra una pensión inferior a los 700 euros, una cifra considerada como el nivel básico de subsistencia para la tercera edad en aquel país. Un creciente número de jubilados necesitan seguir trabajando hasta bien entrada la vejez. En la última década el número de pensionistas que compatibilizan su jubilación con el desempeño de un minijob ha aumentado en un 36%.

Solo un país como Alemania podía afrontar la reunificación. Pero a pesar de la inversión de sumas ingentes, más de un billón de euros (el PIB español), el territorio de la vieja RDA no ha florecido, como prometiera Helmut Kohl. Amplias regiones del Este, Brandenburgo, Meckelburgo-Pomerania anterior y Sajonia Anhalt son desiertos. Se cerraron los obsoletos complejos industriales, química o siderurgia, no han sido sustituidos y la población se ha ido. El paro dobla la media nacional. Solo brillan algunas regiones de los estados del sur, Turingia o Sajonia (los poderosos Porsche Cayenne y Panamera vienen de Leipzig).

Y entre las regiones alemanas del rico Oeste, se ven particularmente afectadas la antaño potente zona del carbón y del acero, el Ruhr y la muy “divertida” Berlín, donde los índices de pobreza crecen entre el 1 y el 2 % anual.

Con todo, siete décadas después del final de la barbarie nazi y 24 años de la caída con estrépito del experimento socialista en una parte de su territorio, Alemania es un país respetado en el mundo. Y, a veces, decía un comentarista germano, hasta nos quieren.

Pero el mundo espera mucho más de una Alemania encerrada en sí misma, que no busca grandes aventuras en el exterior como fruto de la terrible experiencia del mandato del personaje que gritaba y agitaba los brazos, que arrasó Europa y arrastró tras de sí a todo un pueblo al suicidio. La televisión y los medios de comunicación, en general, se encargan de repetir lo que pasó, un día sí y otro también.

En una encuesta de la BBC, Alemania figura hoy en primer lugar entre los países más populares. Y eso, en el Reino Unido, un país que ha perdió la posguerra frente a su viejo rival. Su industria de automoción, la más poderosa de Europa a mediados del siglo pasado, Rolls, Bentley o Mini, es hoy…alemana.

Alemania no sabe que hacer con ese prestigio y con esa admiración que despierta. Teme que cualquier iniciativa que adopte sea comparada con las ansias hegemónicas del pasado y ser tratada de nazi, como ha sucedido, sobre todo, por los ciudadanos griegos.

Algo tiene que cambiar en esta tercera legislatura de Angie. Tiene que ser más proeuropea, exigen los socialdemócratas. No puede pasar a la historia como la Señora Mala de Europa, aunque sus conciudadanos la aprecien. En el fondo, los euroescépticos alemanes de la Alternativa para Alemania, han recogido el 4,7 por ciento de los votos y no han entrado en el Bundestag. Según los estudios de los resultados, son votos decididos a última hora, votos viscerales de castigo. Veremos.

El 3 de Octubre de 1990 contemplé el nacimiento de la nueva Alemania unificada en Berlín, en ese espacio simbólico cargado de historia, entre la puerta de Brandenburgo y el Reichstag, que vio la marcha de antorchas en homenaje al dictador, la quema del Parlamento, los desfiles triunfales, el derrumbe, la división del mundo en dos zonas y la noche de 9 de noviembre del 89. Los que allí estábamos dijimos: buena suerte para Alemania y buena suerte para Europa. Un compañero que llevaba bastantes años viviendo en el país recordaba las palabras del padre de la República Federal de la posguerra, Konrad Adenauer, un renano, ferviente antiprusiano, que cuando tenía que viajar a Berlín como alcalde de Colonia y presidente del Consejo de Estado de Prusia, a comienzos de la década de los 30 del pasado siglo, bajaba las ventanillas de su departamento en el tren para no ver aquella “maldita llanura asiática”. Decía el viejo democristiano, que puso la capital federal en el pueblecito de Bonn, simplemente porque le caía cerca de casa, que Alemania debía ser regida desde una aldea, no desde Berlín, que esa ciudad despertaba mala energía.

Hoy, afortunadamente, el nacionalismo alemán, lo de ondear la bandera tricolor, queda reducido a sus éxitos en el fútbol, algo por otra parte bastante banal...

En este casi cuarto de siglo que ha pasado desde la reunificación y con la capital en Berlín, hoy trendy, que atrae a jóvenes porque es barata, Alemania ha disipado las dudas sobre la posibilidad de convertirse en una potencia “devoradora” de Europa. Domina porque es el país más poblado y rico de la Unión. Porque superó la durísima posguerra, la pesada digestión de la reunificación y, ahora, la competencia en un mundo globalizado. Que no ha gastado lo que no debía. Aunque es cierto que sus ahorrativos bancos inundaron el sur con créditos baratos que provocaron la burbuja. Créditos que no se nos impusieron, sino que aceptamos.

Pero el mundo no termina de entender la autocomplacencia alemana en su bienestar. Era admirada por los sucesivos milagros. Son muchos los países que esperan recibir no solo maquinaria alemana, sino su experiencia económica, por ejemplo. O política, como reconstruir una democracia desde una de las dictaduras más brutales que hayan existido.

En el ámbito más cercano no se recuerda, porque no existe, ningún vibrante discurso europeísta de la canciller. Y para un país tan importante como Alemania, involucrarse debería ser una obligación, no una opción, señalan muchos comentaristas alemanes. Es el único gran país que podría decirle a Obama, por ejemplo, que está muy mal eso tan grave de espiar a los ciudadanos, que eso no preserva la libertad, sino que la destruye. Porque fueron los propios estadounidenses y los británicos los que enseñaron a los alemanes de postguerra que es eso del juego democrático. El prestigioso semanario Die Zeit apunta: los alemanes siempre buscamos beneficios, sin intervención.

Y esa calma alemana tiene nubarrones internos en el horizonte. Las cosas no pueden seguir así, como si no pasara nada, weiter so, que se dice en alemán.

La demografía es muy baja. Cada año, Alemania necesita casi medio millón de inmigrantes para reponer la mano de obra jubilada. La dependencia de la exportación, muy alta como siempre; el crecimiento de la productividad, muy bajo. Tiene las tasas más bajas de Europa de inversión en infraestructuras. Falta mano de obra cualificada. No es tan potente, en definitiva, decía Morgan Stanley en un reciente informe, como para tirar de la economía europea. Merkel lo ha advertido con respecto a Europa y podría aplicarlo a su país: la Unión supone el 7% de la población del mundo, el 25 % del PIB, pero devora la mitad del gasto del globo en el Estado de bienestar. ¿Hasta cuándo puede durar esto?

De momento, de momento, el mito de “lo alemán no se rompe” sigue vigente. La imagen de lo alemán se refuerza con la victoria de la canciller. Histórica, impresionante, arrolladora, dice los medios. No, normal. La canciller es tan aburrida, tan práctica como una de sus tarjetas de visita nacionales, el VW Golf. El gigante automovilístico fundado por Hitler estaba a punto de morir de éxito en los años 70 del siglo pasado. Solo fabricaba el Escarabajo, el símbolo del milagro alemán. Retoque por aquí, retoque por allá, el modelo indestructible había quedado obsoleto. Giugiaro, un genio del diseño, italiano tenía que ser, dibujó el nuevo modelo. Tuvo tanto éxito que, ahora, tampoco se puede tocar. Otro mago carrocero italiano, Walter de María, llegado a VW como jefe de diseño del grupo desde la divertida Italia, de Alfa Romeo, apenas puede tocar las líneas en cada renovación del modelo. Lo importante es que sea práctico, duro, sin estridencias, como la señora que solo cambia el color de la chaqueta. Y seguimos comprando lo alemán; no compramos innovación, sino mito. Aunque rompan el turbo, como recoge una revista de automoción en la sección de quejas de los lectores. O aunque sigan erre que erre con su línea de discreción, como apunta otra al criticar un modelo novísimo, que no enamora. Tarea para sicólogos y sociólogos.

No se pueden esperar grandes cambios en la política alemana tras las elecciones, decía por anticipado la prensa alemana. Y con una gran coalición, menos, porque se sabe por experiencia histórica que, al hacer el mínimo común denominador, poco se mueve.

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Al día siguiente de las elecciones, nada de euforia. El índice Dax retrocede casi medio punto. La victoria se daba por sentada. Business as usual.

Sigo de viaje en el coche, que, por cierto, no es alemán. Muy bonito, pero de los que “se rompen”. Salgo del pueblo de la Basílica que tiene un órgano reparado y mantenido por los alemanes. Escucho en la radio que hoy, medio siglo después, los hijos de aquellos emigrantes que abandonaron estas tierras, que se fueron al Gran País del norte tocados con boina, una colilla en los labios y una maleta de cartón en la mano, vuelven a emigrar hacia allí. Esta vez van con zapatillas Converse, T-shirt y un título y varios master bajo el brazo.

En medio siglo, algo habremos hecho mal nosotros y algo habrán hecho bien ellos, aunque en el apartado internacional ese bien sea aburrido, banal.

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