Desde la tramoya

Si te marcan la baraja, mejor no jugar (derecho a decidir)

Si te marcan la baraja, mejor no jugar (sobre el “derecho a decidir”)

“Derecho a decidir” es una idea tan tramposa como “derecho a la vida”, como dijo el otro día Tomás Gómez, el líder de los socialistas madrileños. Los miembros del Opus Dei reclaman el “derecho a la vida” con un bebé en los hombros y alguien como yo, que soy ateo y tengo cinco hijos, quedo como un desalmado egoísta. Y una mujer que renuncia a la maternidad pasa a ser, en el esquema de esos dogmáticos, una asesina. Se proclaman grandes defensores de la vida quienes cada domingo encuentran consuelo e inspiración en templos oscuros ante la figura de un hombre-dios que acepta su propia tortura por designio del padre, y muere con frente y pies y manos sangrantes. Un marciano consideraría que el catolicismo es la religión más extrañamente sádica de los humanos, a la vista de sus símbolos. Pero en esa lucha tan agónica de las ideas y las palabras por extenderse entre la gente, quienes niegan el derecho a decidir de las mujeres se han apropiado, literalmente, de “la vida”.

Y aunque en Occidente los juristas, los ginecólogos y los filósofos y moralistas hayan determinado por abrumadora mayoría que el sujeto del derecho a la vida debe ser definido convencionalmente, porque es evidente que un óvulo fecundado no es lo mismo que un feto de nueve meses, como una nuez no es un nogal centenario, los defensores de forzar la maternidad han logrado pasar por la historia de la humanidad como los defensores del “derecho a la vida”. Y nos dejan a los demás con palabras feas (aborto), largas (interrupción voluntaria del embarazo) o frías abreviaturas (IVE). Hasta que no logremos explicar que ellos están por “forzar a las mujeres a la maternidad en contra de su voluntad”, no ganaremos la batalla de las palabras.

Salvando las diferencias –pongo el ejemplo del aborto porque es más conocido– el “derecho a decidir” de los independentistas catalanes esconde una trampa del mismo tipo. Derecho a decidir ¿qué? Sí, claro: derecho a decidir si Cataluña sigue en España o no. Pero, ¿cuándo?; ¿cómo?; ¿quiénes votan?; ¿cuál es la pregunta?; si decidimos que no, ¿será la decisión reversible?; ¿y lo será si decidimos que sí? Como el derecho a decidir que se esgrime no está recogido en la Constitución vigente, ¿hasta dónde vamos a llegar en su defensa? Sabemos que en un referéndum puede ganar el “no”, como pasó en Quebec con respecto a la separación de Canadá, o en Chile con respecto a la continuidad de Pinochet. Pero también sabemos que el “sí”, por el hecho de ser “sí”, ya tiene ventaja. Ese es solo un pequeño ejemplo de los numerosos factores que alteran la supuesta sencillez de la decisión entre el “sí” y el “no” .

Quienes plantean del “derecho a decidir” (CiU, singularmente, porque ERC al menos plantea sin ambages la independencia), saben que lo que están persiguiendo es un camino a la secesión. Ni más ni menos. Saben que tras la fachada de un “proceso ilusionante” con cadenas humanas infinitas, camisetas amarillas y banderas estrelladas hay una ruptura de la sociedad catalana en dos partes iguales: la mitad española y la mitad catalana, por imaginar dos nacionalidades en potencial conflicto. Saben que no esgrimen un derecho a decidir, sino una obligación a decidir.

Con todo, lo peor a mi modo de ver, no es eso. Lo peor es que saben que ese proceso pretendidamente espontáneo de emancipación de una nación oprimida es en realidad, como todos los nacionalismos (en realidad como todos los proyectos políticos), una construcción desde el poder. Mas se presenta como un Garibaldi, como un Simón Bolívar, como un Gandhi, cuando en realidad es un zombi que ha puesto en jaque a la sociedad catalana (qué mejor reflejo que el enfrentamiento con Durán, su socio de toda la vida), y que ahora anda como alma en pena perdiendo apoyo electoral y en manos de los dos extremos: de un lado ERC y de otro el nacionalismo español centralista.

Mas sabe que hace trampas: excita los ánimos antes de las dos últimas Diadas, dotándolas de dimensión histórica. Plantea todo, hasta la más insignificante de las cuestiones de la agenda política, en términos de identidad nacional. Evita a conciencia las palabras que asustan –independencia, secesión, división– para adornar su contenido con las que gustan –derecho a decidir, ilusión, pueblo…–. Y presenta el proceso como si el hervidero fuera espontáneo, cuando son él y sus socios quienes encendieron el fuego y gradúan su fuerza con lo que hacen y con lo que dicen.

Los nacionalistas del otro lado también hacen trampas. Por ejemplo, cuando dicen que si Cataluña quiere irse, España también tendrá que aceptarlo. Saben que eso es imposible: basta que quiera romper uno de los socios en cualquier actividad –un matrimonio, una pandilla o una empresa, por ejemplo– , para que la ruptura se consume. Niegan que Cataluña sea “sujeto político” y esgrimen para ello no sé qué sesudos argumentos constitucionalistas, sabiendo que para su contraparte la Constitución es precisamente el obstáculo a superar. Afirman que quieren a Cataluña mientras hacen todo lo posible para menospreciar, suprimir o ridiculizar su identidad cultural específica.

Cuando hay trampas, cuando la baraja está marcada, la solución es no jugar. Levantarse de la mesa, denunciar a los tramposos y no jugar. No jugar, en este caso, significa abstenerse en todas y cada una de las iniciativas que uno sabe que son engañosas, como la de UPyD contra el “derecho a decidir” del martes: no sé qué necesidad tenía el PSOE de regalar a sus adversarios los llamativos titulares de prensa del día siguiente votando a favor y dejando al PSC a los pies de los caballos. Lo lógico habría sido que el PSOE se abstuviera, como hicieron los diputados del PSC, por respeto a sus hermanos catalanes y porque la abstención significa que no juegas. Incluso podrían haber abandonado el hemiciclo, o podrían haber girado su escaño como señal de rechazo, o lo que fuera que demuestre que ni el PSOE ni el PSC están dispuestos a seguir jugando a este enfrentamiento provocado por el Gobierno catalán, del que también sacan provecho los nacionalistas españoles.

Como tampoco puedes permitir que tu ausencia te deje en la irrelevancia, acto seguido debes iniciar tu propio juego. Por eso el PSC hizo bien hace ya tiempo, en plantear la solución federal. Y ha logrado que hasta los socialistas más viejos acepten con resignación que alguna solución hay que plantear que no sea ni la de los nacionalistas españoles ni la de los nacionalistas catalanes. Quienes creemos que el PSOE y el PSC pueden aún seguir siendo hermanos bien avenidos y defender las mismas cosas, habríamos aplaudido que el martes pasado presentaran una moción por una reforma de la Constitución, aunque sea la enésima, para avanzar en un Estado Federal.

Si en la mesa de al lado hay dos jugadores tramposos, levántate y juega tu propia partida, incluso aunque por el momento sea un solitario.

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