Desde la tramoya

Manual para republicanos

El rey Juan Carlos, a su llegada al hospital universitario Quirón Madrid para ser operado de la cadera izquierda, el pasado 24 de septiembre.

Para la izquierda, un rey, cualquier rey, encarna los peores demonios. Un poder que se hereda por mero nacimiento, sin reconocimiento de mérito alguno. La representación máxima de la desigualdad, intrínseca al estatus adscrito y no adquirido por el esfuerzo. La identificación con las posiciones políticas más reaccionarias a lo largo de la Historia: reyes como señores feudales, reyes peleando contra reyes, ajenos al sufrimiento de sus pueblos, reyes absolutistas, reyes contrarrevolucionarios, reyes riquísimos entre súbditos miserables... Un estilo y unas formas inevitablemente clasistas y, por ancestrales, genuinamente conservadoras: coronas, oropeles, tronos, reverencias... Frecuentemente, una vinculación con los poderes tradicionales, en general poco identificados con la modernidad: el poder religioso, el poder militar, el poder económico de clase.

Por eso, naturalmente, los progresistas suelen ser mucho más críticos con los reyes, las reinas y sus príncipes, y en medios como éste abundan las noticias y las opiniones negativas sobre ellos. Soy consciente del lugar en el que me atrevo a escribir y no espero que esta pieza logre un récord de retuits ni una conversión masiva de republicanos. Pero como el día 24 y el 25 de diciembre asistiremos un año más a la liturgia del monarca que se dirige a su pueblo, la disección de cada una de sus palabras y las consabidas reacciones de unos y otros (“bien”, dirán Rajoy y Rubalcaba; “mal” o “medio mal”, dirán los demás), sí quiero proponer aquí una reflexión simple y un poco más cínica de la figura de la monarquía en nuestro tiempo. Adoptando una posición muy poco vinculada emocionalmente, y, si se quiere, una curiosidad antropológica, el juicio que a mi personalmente me merece la monarquía no es tan negativo como el de mis colegas republicanos.

Las sociedades necesitan referentes políticos simbólicos. Los cuadros con las caras de los dictadores se colocan en los comercios, las escuelas y las salas de la Administración de los lugares en los que gobiernan. Los presidentes de las repúblicas con sistemas presidenciales (como los Estados Unidos o las repúblicas de América Latina) se convierten en “reyes”, aunque no sean de sangre roja. Sus cuadros y fotografías presiden también los grandes salones ceremoniales. Sus esposas o, alguna vez, sus esposos, son primera dama o primer esposo. Su familia es la primera familia, y nadie concibe que queden en el anonimato. La vida de la primera familia es pública, se espera que sea ejemplar y, en muchos aspectos, se parece a la vida de la familia real en las monarquías actuales. Con frecuencia se hace el paralelismo entre Obama y su familia y, por ejemplo, Rajoy y la suya. Es un paralelismo engañoso. La familia que actúa como referente en España es la familia del rey.

Se dirá que hay muchos países que contienen esa tendencia social a mirarse en el espejo de una única familia ahí arriba. Sí, es cierto, pero la tendencia existe. En repúblicas tan respetables como la francesa o la italiana hemos asistido a espectáculos muy lamentables a cuenta de la vida personal de los mandatarios: recuérdense los líos de Mitterrand, de Sarkozy o de Berlusconi. Los penosos escándalos que afectan a la monarquía española son incluso más graves precisamente porque se espera que esas cosas no pasen en un palacio real. Quizá fuera sano no necesitarlas, pero puestos a buscar referencias morales y estéticas en una familia, no parece mala idea que preveamos de forma estable que haya una familia ya preparada para ello. Por supuesto, si es así, esa familia tiene que ser impecable en su comportamiento. Sin excusa y sin descanso. Y si no lo es, entonces la institución no tiene sentido.

Una reina o un rey es además una herramienta posible de representación exterior. Como concepto a mí me parece interesante que esa tarea la haga alguien que no está vinculado a la política de partido (divisiva por naturaleza), y alguien además que ha sido preparado o preparada para ello: formado en el protocolo internacional, que hable idiomas, acostumbrado al trabajo de sonreír, agradecer, besar niños y recibir y entregar regalos de Estado. En el caso particular de España, además, esa tarea debe hacerse con especial cuidado en América Latina. Con respecto a nuestras relaciones con ella, yo prefiero la permanencia de la figura de los reyes o el príncipe (gente que no cae nada mal por allí, por cierto), que el cambiante talante de los presidentes del Gobierno españoles.

España mañana ¿será republicana?

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Un rey es un símbolo: ni más ni menos. Símbolo de la unidad de un pueblo y de su permanencia. Te lo dice un monárquico y suena patriotero. Pero es pura antropología política. La izquierda suele sentirse más displicente que la izquierda con esos símbolos (las banderas, los himnos, los escudos…). Los conservadores son mucho más sensibles hacia ese fundamento moral que Jon Haidt ha llamado “pureza/santidad” (en su libro The Righteous Mind). Pero lo cierto es que una sociedad busca en algún lugar y construye esos artilugios ceremoniales. Y sobre esos símbolos se articula la identidad y la diferencia. Por eso a los independentistas, claro está, no les gusta el rey, o, al menos, no reconocen al rey del Estado que se supone les tiene atados.

Eventualmente, una reina o un rey puede ser un buen árbitro. Por supuesto, ese papel debe ser excepcional. Pero no está tampoco mal que haya alguien por encima de la política para cuando surjan asuntos de orden mayor. Y un rey puede consolar mejor que un presidente. Es de reconocer el efecto balsámico que puede tener para mucha gente el abrazo de un rey o una reina en momentos de angustia colectiva: tras los desastres naturales, los accidentes o los ataques. También pueden ofrecer consuelo los presidentes y los alcaldes, pero los reyes con frecuencia hacen el trabajo mejor porque parte esencial de su preparación es específicamente ésa. Y porque se espera en ellos una labor unificadora y no divisiva como la que se asocia por naturaleza a la política.

Una monarquía puede servir hoy para esas cosas: inmateriales, simbólicas, de representación, morales… no siempre esenciales, pero a veces relevantes. El problema surge cuando la narrativa esperada no se corresponde con la representada. Y entonces la monarquía se convierte en un invento maligno, porque decepciona los fundamentos que se supone debe ensalzar. Así, un rey no puede avergonzar a su pueblo. Un rey no puede hacer negocios. Un rey no puede pasarlo bien si su país sufre. Un rey no puede permitirse ni un capricho ni veleidad alguna a su alrededor. La institución pierde todo el sentido si la fábula que se cuenta y que se representa no remiten a moralejas más o menos verosímiles sobre quiénes somos y a dónde vamos, y cómo celebramos nuestra unidad y enfrentamos la adversidad. Sin eso, la monarquía actual no sirve absolutamente para nada.

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