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Bolivia siglo XXI: otro desarrollo, otra democracia

Evo Morales

Omar de León

En uno de los actos de la campaña electoral de 2005, que llevó al Movimiento al Socialismo, encabezado por Evo Morales, a la presidencia de la República, se vio a un campesino que, dirigiéndose a una cámara de televisión que cubría el evento dijo enfáticamente: “Ha llegado la hora… Yo siempre digo: cuando muera el Evo, ¡hartos evos aquí hay!, mejores todavía”. Estas palabras sintetizan cabalmente el proceso vivido en el país a lo largo de la década anterior y su desenlace en la refundación del Estado Boliviano sobre bases completamente nuevas.

La llegada de “la hora” alude a la tradición milenarista nacida en el seno de las civilizaciones andinas y transmitida secularmente por quechuas y aymaras. El tiempo no fluye de manera continua. Se aletarga en la perpetuación inalterable de la costumbre y se concentra en determinados momentos, precipitándose en acontecimientos que dan lugar a las grandes censuras de la historia y que traerán, finalmente, un orden acorde con los valores seculares de los pueblos originarios. Momentos que alumbraron las grandes rebeliones de carácter étnico que protagonizaron campesinos y comuneros desde la Colonia. En estos ciclos encontramos, por ejemplo, la gran rebelión encabezada por Túpac Amaru II y Túpac Katari en 1780; los levantamientos indígenas que tuvieron lugar en el contexto de la Guerra Federal de 1899; las rebeliones de 1947, que condujeron a la Revolución Nacional de 1952 y, acaso, la llamada Bolivia Rebelde de comienzos del siglo XXI. Nuestro protagonista también expresa otra clave del proceso en el que estaba inmerso y que podría resumirse así: Evo Morales no es el líder que llevó a los comuneros y campesinos a la conquista del poder político en esta nueva Bolivia, sino más bien al revés. Morales es el conductor circunstancial de un movimiento multiforme que después de una década de organización y lucha lo llevó a la presidencia, desde la que ejerce un poder delegado y controlado por quienes son poseedores de la verdadera soberanía.

Las causas más inmediatas de la transformación que está viviendo el país andino hay que buscarlas en el plan de ajuste aplicado en 1985 por el gobierno de Paz Estenssoro, uno de los más duros que se hayan sufrido en la región (paradójicamente denominado Nueva Política Económica) y, sobre todo en las llamadas reformas de segunda generación, puestas en marcha desde 1993, al final del gobierno de Jaime Paz Zamora. Diversas leyes, como la de Participación Popular (1994), Reforma Educativa (1994), Descentralización (1995) y Reforma Agraria (1996), crearon un espacio, sobre todo en el plano local, que hizo posible la movilización de la sociedad a partir de una organización de abajo arriba para acometer la solución de sus problemas económicos y políticos. En este proceso se registraron (y legalizaron) por primera vez en la historia, más de 10.000 comunidades campesinas, 200 pueblos y 2.000 juntas vecinales, ampliándose las competencias municipales, haciendo necesaria la innovación institucional para gestionar la complejidad resultante y dando lugar a un proceso participativo cada vez más dinámico tanto en el plano económico como político.

Mucho antes de que en Europa comenzáramos a hablar de desarrollo local, quechuas y aymaras habían encontrado la forma de combinar eficientemente los recursos colectivos de la propiedad comunal con los estímulos provenientes del trabajo individual y familiar. Ambos enmarcados en un ethos de equilibrio entre las condiciones de vida del conjunto de los comuneros y en un respeto escrupuloso del medio que les proporcionaba sustento y seguridad existencial. Fue una paradoja muy interesante que los espacios abiertos desde una lógica neoliberal, articulada desde el Estado, por ejemplo, a través de planes generales de desarrollo cuyas finalidades eran, en última instancia, facilitar el emprendedurismo, crear condiciones favorables a la inversión privada, desregular los mercados e impulsar el aumento de la productividad, hayan sido aprovechados para crear y dinamizar las organizaciones que recogerían el acervo de experiencias colectivas y llevarían a cabo las transformaciones económicas y políticas más radicales de la historia del país.

Las viejas instituciones sociales y políticas fueron siendo remplazadas o superadas por la emergencia de nuevos actores acorde con la nueva realidad material de una economía desindustrializada y en medio de una crisis estructural de su sector minero. El antiguo protagonismo de la Confederación Obrera Boliviana (COB) y, en su interior, de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), fue reemplazado por otra de sus ramas: la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), creada en 1979 bajo el liderazgo del dirigente katarista Jenaro Flores. También ganaron espacio organizaciones como la Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia (CIDOB), el Consejo de Ayllus y Marcas del Qollasuyo (CONAMAQ) o las federaciones de colonizadores y su Coordinadora, fortalecida por el auge de la agricultura en el Chaparé, zona nororiental del Departamento de Cochabamba, especialmente la de hoja de coca.

En el plano político, el ocaso del proyecto nacionalista iniciado en 1952 acarreó el de su expresión política: el Movimiento Nacionalista Revolucionario, que había dominado la vida política del país desde entonces, junto con el omnipresente “partido militar”. La creación de Izquierda Unida (1995), convertida en 1999 en el Movimiento al Socialismo (MAS) hizo posible la convergencia de los nuevos movimientos en una organización orientada a la toma del poder político.

Esta movilización social explica por qué cuando los gobiernos criollos, en los primeros años del siglo, tomaron las medidas antipopulares de siempre, encontraron una respuesta contundente de las organizaciones sociales. En el 2000 fue la llamada Guerra del Agua. En el 2003, la Guerra del Gas. Entre ambas, un torbellino de acontecimientos que cambió la relación de fuerzas sociales y llevó el poder a manos de los nuevos actores políticos. Un poder asentado no en el concepto anglosajón de representación sino en el andino (y en buena medida también hispano) de participación.

El gobierno del MAS, que encabeza Evo Morales, ha sido el encargado de plasmar esta transformación, integrándola en el complejo escenario étnico, social y territorial del país en una gestión cargada, lógicamente, de tensiones, marchas y contramarchas. Así se entiende el difícil equilibrio entre una acción de gobierno encaminada a la aplicación de la nueva Constitución en un Estado plurinacional que debe reparar injusticias seculares y la consideración de los intereses de las viejas oligarquías vinculados a la explotación agrícola en la región oriental de Santa Cruz. Recogiendo los resultados del Plan Nacional de Desarrollo Bolivia digna, soberana, productiva y democrática para Vivir Bien, de 2006, realizado mediante un proceso participativo que llegó a todos los rincones del país, la Carta Magna sanciona una economía dual. Por un lado los llamados sectores estratégicos destinados a generar divisas y controlados por el Estado: los hidrocarburos, minería y electricidad; por otro, aquellos orientados a la creación y desarrollo de trama productiva, ingresos y empleo: agricultura, ganadería manufacturas, artesanías y servicios de diverso tipo. Para la expansión de este último se adopta una estrategia que combina la clásica perspectiva sectorial con la más moderna y participativa de tipo territorial. La clave del proyecto económico del gobierno hay que buscarla en la Ley de Hidrocarburos sancionada en 2005 durante el gobierno de Rodríguez Veltzé y modificada por Morales al año siguiente. Como resultado de la misma el Estado Boliviano retiene el 52 por ciento de la producción de hidrocarburos (antes era el 18 por ciento), excepto para los tres yacimientos mayores en los que el Estado percibirá el 82 por ciento.

El incremento de las regalías, principal fuente de ingresos públicos, derivó directamente en el aumento de la capacidad financiera del Estado. Como consecuencia, el gasto público pasó del 28 por ciento del PIB en 2004 al 48 por ciento en 2008, el más alto de América Latina y a niveles europeos. Esta disponibilidad de recursos ya permite ver resultados en las variables sociales. Así, la población en situación de pobreza pasó del 61 por ciento en 2000 al 42 por ciento en 2011; la población indigente del 37 al 22 por ciento en el mismo período. El gasto social per cápita aumentó un 73 por ciento, el gasto en salud un 66 por ciento y el gasto en educación el 76 por ciento.

Pero más allá de estos logros cuantificables, también favorecidos por una inusual coyuntura externa, el análisis de lo que está pasando en Bolivia debe destacar la verdadera magnitud de los procesos sociales y políticos. El reto de construir una nueva convivencia entre los bolivianos encauzando las energías sociales desembalsadas después de una larga historia de exclusión y sometimiento, no tiene precedentes en la región. El empoderamiento de millones de ciudadanos y la construcción de poder de abajo arriba de manera previa al contrato social, ha dado a la democracia boliviana rasgos diferenciales de la que conocemos en Europa. La boliviana es, más que ninguna otra, una sociedad en construcción. La pluralidad de actores y la dispersión del poder se han conjugado hasta hoy mediante la creatividad institucional y la negociación permanente. Esa es, justamente, una gran fortaleza del nuevo Estado, que hizo posible la incorporación de dimensiones desconocidas en los procesos de desarrollo, tales como la ecológica, la étnico/identitaria, la de género, la de justicia social y equidad, etc. No son pocas las enseñanzas que se podrían aprovechar de la experiencia social y política de la sociedad boliviana.

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Sabemos que la historia no termina. Después de cinco siglos el Estado boliviano abarca, por primera vez, al conjunto de su población no unificada en un ente abstracto alejado de su realidad, sino como un mosaico que forma una sola pieza. Y al identificar la fuerza que impulsó estos procesos históricos quizá se nos haga más fácil comprender el significado de las palabras de nuestro protagonista. Acaso ésta sea la hora. No la de Evo Morales sino de la los bolivianos, especialmente de quienes acumulan una sabiduría ancestral que les enseño a luchar y también a esperar.

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Omar de León es profesor de Economía de América Latina en la Universidad Complutense de Madrid.

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