A la carga

La maldición de ser presidente del Gobierno

Mariano Rajoy, durante el pleno de la semana pasada en el Congreso de los Diputados.

En España, todos los presidentes del Gobierno han salido del poder repudiados por la opinión pública (excepto Leopoldo Calvo-Sotelo, que no tuvo tiempo dada la brevedad de su presidencia). Adolfo Suárez, Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero entraron con buenas valoraciones ciudadanas y al final de sus mandatos estaban totalmente quemados desde un punto de vista político. Mariano Rajoy sigue la misma senda que sus predecesores, sólo que la está recorriendo mucho más deprisa.

Las circunstancias en las que cada uno de los presidentes se ha quemado son muy distintas. Suárez perdió la iniciativa política en su segunda legislatura; además, el control de su partido, la UCD, se le fue de las manos. González, tras trece años de ejercicio del poder, se marchó envuelto en escándalos de corrupción y con el baldón de la guerra sucia contra ETA. Aznar perdió todo su crédito político por involucrar a España en la farsa de la guerra de Irak y, sobre todo, por mentir vilmente sobre la autoría del peor atentado terrorista de nuestra historia. Y Zapatero, que se resistió a reconocer la gravedad de la crisis y asumió como suyos los principios de las políticas de austeridad, abandonó el poder entre la incomprensión y el reproche generalizado de la ciudadanía.

Aunque las historias son distintas en cada caso, debe haber un hilo conductor que explique por qué todos los presidentes españoles se queman de esa forma y salen tan desprestigiados. Aquí va mi conjetura.

Pasado algún tiempo de la formación del gobierno, el presidente se enfrenta a sus primeros errores y a situaciones imprevistas que le obligan a tomar decisiones que no estaban en el guión original. En consecuencia, recibe los primeros ataques, muchos de ellos en ese lenguaje hosco, zafio y descalificatorio que resulta tan habitual en columnas y tertulias. Por muy dura que sea la piel del político, es inevitable que procure blindarse ante la crítica, sobre todo si esta se formula en términos tan brutales.

Ahí comienza un repliegue que acaba dando lugar al llamado “síndrome de la Moncloa”

. El presidente, quizá sin tener plena conciencia de ello, pondrá barreras psicológicas para que la crítica no le haga mella: pensará en los motivos mezquinos (envidia, resentimiento, ingratitud) que llevan a tantos comentaristas a criticarle de forma tan acerba. Y se refugiará, por tanto, en las opiniones “amigas” que transmiten algo de calor y complicidad ante la tarea ciertamente ardua de tener que tomar decisiones al máximo nivel.

El presidente, pues, se irá aislando poco a poco de la sociedad. Contribuye a ello la forma absurdamente jerárquica en la que se organiza el poder político en España, en la que el presidente nunca se mezcla con los niveles más bajos de su gobierno, por no hablar ya de posibles contactos con la ciudadanía. Durante su mandato, Bill Clinton reservaba una noche de viernes al mes para reunirse con todo su equipo de asesores, incluyendo los más junior, y cenar unas pizzas en un ambiente distendido en el que todo el mundo opinaba sin cortapisas, provocando así una “tormenta de ideas” de la que el presidente norteamericano sacaba provechosas enseñanzas. En nuestro país, que sigue en esto la tradición francesa, esta manera de proceder resulta simplemente inconcebible. El presidente siempre está recluido y rodeado por sus colaboradores más estrechos. El diálogo con gente que pueda proporcionarle una perspectiva más fresca es inviable.

A medida que se ahonda el aislamiento de la sociedad, el presidente llena el hueco con nuevos contactos, que proceden de las esferas más altas. Sus interlocutores, fuera del ambiente asfixiante y muchas veces viciado del propio gobierno, pasan a ser los consejeros delegados de las grandes empresas, directores de banco, directores de medios de comunicación y gente similar. Sus fuentes de información y análisis van sesgándose progresivamente a favor de las élites del país.

Por otro lado, todos nuestros presidentes, hasta el momento, se han caracterizado por no hablar idiomas, no haber vivido nunca fuera de España y tener unos conocimientos muy rudimentarios sobre la esfera internacional antes de llegar al gobierno. En este sentido, la experiencia del poder les cambia profundamente. Descubren un mundo nuevo y quedan deslumbrados por los consejos europeos, los encuentros con otros mandatorios y, en general, por la “alta política”. En ese ambiente reciben un mejor trato que en su propio país, gozando de un reconocimiento que en casa se les regatea.

Llega un momento en que la sociedad se desdibuja en la mente del presidente, quedando reducida a las tablas de datos de las encuestas de opinión pública. Inevitablemente, los puntos de apoyo del presidente pasan a ser entonces su camarilla de gobierno, las élites económicas y financieras del país y sus homólogos en otros países. Cuando actúa, piensa en mayor medida en la reacción que van a tener estos grupos que en la reacción de la ciudadanía. Como todo ser humano, el presidente necesita contar con un cierto grado de aprobación, pero ya no lo busca en la sociedad, sino en las élites del país y en la esfera internacional.

Cuando se consuma este divorcio entre el presidente y la sociedad, los errores se multiplican. La sociedad deja de entender al presidente y su valoración ciudadana inicia un descenso que sólo se detendrá con la salida del poder. Se rompe la sintonía que había en los primeros tiempos con la opinión pública y se pone en marcha una erosión popular imparable. La historia se ha repetido con nuestros cuatro presidentes anteriores y todo apunta que ya está ocurriendo de nuevo con Rajoy. Es una forma única de combustión política que merece algo más de atención de la que se la prestado hasta el momento.

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