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Una de las dos iglesias

Confieso que nunca he entendido cuáles son los perfiles de sociedad que defiende la Iglesia Católica en este siglo XXI. Quizá porque nunca me he puesto a ello con paciencia y perspectiva, o acaso porque la curiosidad ha sido menor que la pereza de meterme en un territorio tan intrincado y pantanoso que temo salir de él peor de lo que entré.

Lo de esta semana de Rouco en el funeral de Suárez me confirma en esa certeza de que estoy ante lo imposible. Porque a la escasísima sensibilidad que este señor de aspecto inquietante y obra intrascendente ha demostrado al desenterrar la guerra civil mientras oficiaba la fúnebre liturgia del presidente que la enterró, se une inevitablemente la nebulosa oscuridad de su pensamiento y de sus fuentes históricas y sociológicas. ¿A qué se refiere con los hechos y actitudes que causaron la Guerra Civil? ¿Ha vuelto la República? ¿Hay una oligarquía y una derecha política que no aceptan el resultado electoral de una victoria frentepopulista? ¿O una jerarquía católica de sotana y de milicia que no quiere perder privilegios mantenidos desde el medievo? ¿Se están quemando iglesias y llevando poetas al paredón? ¿Algún guardia ha asesinado a un destacado dirigente conservador? ¿Hay militares conspirando? Cualquier pregunta que uno pueda hacerse sobre aquella guerra, desde la mirada más simple y parcial hasta el más profundo debate sobre lo sucedido, llevará en su respuesta la misma distancia abismal entre aquella España y ésta de hoy que asiste estupefacta —empezando por no pocas de las autoridades allí presentes— a semejante afirmación de Rouco. Me gustaría preguntarle en qué pais vive y si presta atención a sus semejantes, y lo haré en cuanto tenga oportunidad.

Mientras tanto, la imagen de este Rouco purpurado y oscuro me invita a evocar una vieja experiencia personal y ya puestos en confesiones recordar un par de años vividos en seminario a principios de los años setenta con la orden religiosa de los Misioneros Combonianos. Aquellos religiosos generosos y valientes nos enseñaron a unos cuantos adolescentes con más ganas de aventura que de expandir la fe católica, que puestos a ayudar, sería bueno empezar por los que sufrían el acoso de la dictadura de Franco. Que había sufrimiento cerca y ese debería ser nuestro primer compromiso con los semejantes. Después, mi escasa vocación religiosa me apartó de aquello, pero nunca dejé de observar y admirar a religiosos y curas que dedicaban su esfuerzo y su vida a intentar mejorar la situación terrenal de su más cercano prójimo. En vivo contraste, como resulta evidente, con la actitud de la jerarquía católica sumisa con la dictadura, salvo honrosas excepciones, y combativa contra posteriores avances democráticos que arañaban su fé pero también, y eso duele más, sus privilegios.

España es un estado constitucionalmente aconfesional, pero se oficianfunerales de estado católicos y la Iglesia mantiene una relación de privilegio político y fiscal con el Estado, más o menos cercana según el gobierno de turno.

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Mientras, la otra iglesia, la que está en la calle con los que sufren, sigue trabajando en precario, lejos del poder eclesiástico y político, y hasta despreciada en público por atreverse a contar con cifras y letras hasta qué punto cojea la verdad de la recuperación económica.

Me honro con la amistad del Padre Ángel, y no puedo evitar pensar en él cuando veo a Rouco y sus hermanos, tan lejos de su entrega y sacrificio. Tampoco debería preocuparme, puesto que no es este negociado religioso el que me incumbe. Pero es irritante que hable de las dos Españas sin criterio ni fundamento alguien que sabe muy bien que lo que hay aquí son dos iglesias, y que durante años una de ellas hubo de helarnos el corazón a los españoles. Esa iglesia que alienta y representa el señor Rouco, esa iglesia de sotanas y alcanfor, contaminada por el mundo con los más espantosos pecados que intentó ocultar e incapaz de entender que su sitio no está precisamente junto al poder. Me temo que incapaz de entender el mundo en el que vive y su sentido presente.

Claro que poco se podrá hacer si el poder político sigue llamando a la jerarquía eclesiástica para apoyar sus programas o para oficiar sus ritos mientras desarma y trata a puñetazos dialécticos a quienes, también iglesia, dependen o colaboran con los que allí abajo, lejos, siguen aplastados por la crisis.

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